La desaparición de Santiago Maldonado puso nuevamente al desnudo la extranjerización de tierras en la Patagonia, los intereses económicos en juego y el expolio y represión a las comunidades mapuches. Este texto fue publicado en 2004 pero su vigencia es absoluta: lo que sucede hoy parece calcado.
Nadie sabe cuáles son las dimensiones exactas. Unos dicen 750 mil hectáreas. Otros calculan al menos 900 mil. Las tierras que posee el grupo Benetton en Chubut y Río Negro parecen no tener límites demasiado claros. Cien años después de que el Estado argentino se las regalara a una compañía británica, no han sido mensuradas. Ese gigante ahora disputa un pequeño predio en el noroeste de Chubut, de donde hizo echar a una familia aborigen. Y según denuncia una organización mapuche proyecta vaciar el paraje Leleque, donde viven unas sesenta personas y funciona una escuela, para convertirlo en un complejo turístico.
El campo en disputa es conocido como Santa Rosa y está ubicado a la vera de la ruta nacional 40, frente a la estancia Leleque. Este establecimiento pertenece a la Compañía de Tierras del Sud Argentino (CTSA), el latifundio que el grupo Benetton compró en 1991. “Fue utilizado por el pueblo mapuche desde tiempos ancestrales de manera comunitaria, sin que nadie se adjudicara su propiedad. Era un sitio transitado por arrieros y criadores en busca de un lugar de invernada. ¿Quién determina dónde comienza y dónde terminan las propiedades de Benetton? ¿Quién dice que Benetton no está usurpando territorio mapuche?”, se pregunta Mauro Millán, de la Organización Mapuche-Tehuelche 11 de Octubre.
El litigio que por estos días se dirime en un juicio oral en la ciudad de Esquel comenzó cuando la familia de Atilio Curiñanco decidió instalarse en una porción del campo Santa Rosa. Pero ésa es la punta de un iceberg. Lo que se oculta bajo la superficie es un conflicto centenario donde confrontan partes identificadas con nitidez: los que perdieron la tierra y los que se la apropiaron.
Un origen oscuro
El reclamo de la familia Curiñanco ha desempolvado una historia que parecía cerrada y que más bien plantea un problema pendiente de resolución. La propia Compañía de Tierras la exhumó para hacer valer sus presuntos derechos y los “títulos perfectos” de sus posesiones. “La propiedad de las tierras que hoy posee Benetton tiene sin dudas un origen malévolo”, dice al respecto Gustavo Macayo, abogado de Esquel que asiste a la comunidad mapuche.
Nacida en Londres en 1889, la Argentine Southern Land Company, o Compañía de Tierras del Sud Argentino, fue la primera empresa formada especialmente con el propósito de conseguir tierras en la Patagonia. La ley de Colonización entonces vigente estipulaba que ninguna compañía podía obtener más de 80 mil hectáreas. Este obstáculo fue eludido sin demasiadas complicaciones: diez ciudadanos británicos –conocidos como el Argentine land group en la prensa londinense- se presentaron como si fueran empresarios particulares y solicitaron la entrega de tierras en el oeste de Chubut y Río Negro; después “transfirieron” sus posesiones a la Compañía. No se trató de un mecanismo excepcional, sino de la norma que sirvió para conformar los latifundios en la Patagonia, entre fines del siglo XIX y principios del XX. La CTSA fue superada sólo por Mauricio Braun, quien a título personal, a través de testaferros y como integrante de diversas sociedades, llegó a poseer 1.500.000 hectáreas en Santa Cruz y Chubut.
La ley de Colonización planteaba otro inconveniente: las empresas estaban obligadas a introducir doscientas cincuenta familias de inmigrantes en un plazo de cuatro años. Pero la Compañía de Tierras pudo ahorrarse esa molestia con una modificación ad hoc de las normas. A cambio de excusarla de sus obligaciones, el gobierno argentino sostuvo que debía entregar una de cada cuatro posesiones. Los astutos británicos reorganizaron sus propiedades en secciones, de manera de resignar la menor cantidad posible de tierras. En realidad, la preocupación de la Compañía no era zafar de la obligación de colonizar en sí misma. El problema, para sus socios, consistía en que según la ley los títulos de propiedad serían otorgados al cumplirse esa disposición. Lo que buscaban era asegurarse la tenencia de la tierra. Y lo consiguieron: las escrituras quedaron terminadas en 1898. Fue un nuevo privilegio para la Compañía, ya que los colonos y pioneros que comenzaron a radicarse en la misma época debieron esperar largos años para asegurar sus propiedades. El conflicto de límites con Chile era el argumento oficial para retacear los títulos.
La Compañía instaló así cinco grandes estancias en Esquel, Lepá, Fofo Cahuel, Leleque (donde funciona hasta la actualidad su administración) y Cholila. Las tierras, de las que habían sido expulsados poco antes las tribus aborígenes que las ocupaban, eran especialmente aptas para la cría de ganado. Entre otros viajeros y testigos que dieron fe al respecto, puede destacarse una descripción de Robert LeRoy Parker, más conocido como Butch Cassidy, quien llegó a Cholila en 1901 y escribió a un amigo preso en los Estados Unidos: “Nunca vi tierras con pasturas tan excelentes y con centenares y centenares de kilómetros sin colonizar y relativamente desconocidos. Las tierras que yo ocupo son excelentes para la agricultura y en ella crece toda clase de granos menores y legumbres sin necesidad de riesgo, pero estoy al pie de la cordillera de los Andes. Y al este de aquí toda la tierra consiste en praderas y desiertos, muy buena para la ganadería (…) Los veranos son hermosos y nunca alcanzan las temperaturas de allá. Y hay pasto alto hasta las rodillas en todas partes y excelente agua fresca de montaña”.
Los testigos de la época dieron cuenta de los efectos de la instalación de la empresa británica. “El tan mentado empuje anglosajón –se burló el naturalista Clemente Onelli, quien necesitó cuatro días de marcha para recorrer las posesiones de la Compañía inglesa- no se ha revelado allí. En esas estancias se explotan los campos a la usanza indígena (…) de lo que resulta que los ingleses son también susceptibles de regresión hacia los pueblos primitivos”. A su vez, al recorrer el oeste del Chubut con un grupo de colaboradores, el perito Francisco P. Moreno anotó: “Encontramos grandes cantidades de ganado, algunos miles de cabezas (…) pero no vimos un solo hombre”. Asimismo, en el valle del Río Maitén “ya no existe un solo toldo; sólo un pobre rancho aloja algunos indios que cuidan las haciendas de la Compañía inglesa de tierras”.
Las peores tierras de la región fueron reservadas para los aborígenes. Un año después que la CTSA asegurara la propiedad de sus dominios el gobierno de Julio A. Roca creó la Colonia Cushamen, en el noroeste de Chubut, sobre el límite con Río Negro. El trazado original discriminó 200 lotes de 625 hectáreas cada uno. Allí se estableció la comunidad del cacique Miguel Ñancuche Nahuelquir, en recompensa a sus servicios como baquiano del ejército en la “campaña al desierto”. A diferencia de lo que ocurrió con sus vecinos británicos, generaciones de aborígenes se sucedieron en la zona sin obtener sus títulos de propiedad.
En la disputa contra la familia mapuche, “Benetton presentó títulos otorgados en 1896 por el presidente José Evaristo Uriburu. En el texto de la escritura se argumenta que «teniendo en cuenta las mejoras ya introducidas se procede a su donación». Si no hay mejoras significativas en la actualidad, ¿qué podría haber en aquellos años?”, dice el abogado Macayo. En efecto: al momento de certificar su propiedad, la CTSA no tenía más que corrales para el manejo del ganado y viviendas para los administradores y depósitos en Leleque y Maquinchao (Río Negro).
En 1911, junto con otros grandes hacendados, la Compañía de Tierras colaboró estrechamente con la Policía Fronteriza, creada por el gobierno nacional para combatir la “inseguridad” en los entonces llamados Territorios Nacionales. Actuando al modo de un ejército de ocupación, esa fuerza se encarnizó con la población más pobre, recurrió a las levas forzosas, la tortura, el saqueo y el crimen. Bastaba ser chileno o aborigen para convertirse en sospechoso de bandolerismo. La estancia Leleque fue utilizada como virtual centro de detención: allí permanecieron detenidos pobladores acusados de ser delincuentes y forzados a trabajar para los ingleses como mano de obra esclava. Este dispositivo donde se asociaban una fuerza de seguridad y una empresa privada prefiguró una modalidad de represión sistematizada por la dictadura de 1976.
Las persecuciones no terminaron cuando la Policía Fronteriza consideró cumplida su misión. Uno de los episodios más lacerantes de la memoria mapuche es el desalojo de la Reserva Nahuel Pan. Ocurrió en 1937, cuando el gobierno de Agustín P. Justo expulsó a más de 300 aborígenes de las tierras en que vivían y que fueron entregadas a especuladores.
Perder el juicio
La historia volvió a ser parte del presente en Vuelta de Río, un paraje del departamento Cushamen. Allí están radicadas unas 25 familias aborígenes, aproximadamente 120 personas dedicadas a la cría de ovejas y cabras y a cultivos en pequeña escala. Esas tierras que se entregaron a la población indígena porque se las consideró carentes de valor adquirieron hace poco una nueva importancia por su proximidad con el proyecto minero El Desquite, que impulsaba la empresa canadiense Meridian Gold y quedó en suspenso después que el 81 % de la población de Esquel lo rechazara en un plebiscito de marzo de 2003. Fue así como las reclamó el comerciante Vicente El Khazen, de El Maitén, el centro de servicios más cercano (a 100 kilómetros). La demanda se concentró en el lote número 134, ocupado por Mauricio Fermín, un mapuche octogenario, su esposa, Uberlinda Jones y sus hijos y nietos.
El juez de Esquel José Luis Colabelli actuó sin dilaciones. Mostraba que la Justicia no era lenta, dicen, cuando se trataba de la población mapuche. No tenía pruebas de que el comerciante fuera el dueño de ese terreno, apunta Gustavo Macayo, pero enseguida ordenó el desalojo de la familia Fermín para proceder a la “restitución del inmueble”. Los procedimientos actuales no son demasiado diferentes de los empleados hace cien años: en marzo de 2003 una veintena de policías tiró abajo la casa de adobe de Fermín y los corrales donde criaba animales domésticos en forma comunitaria con otras familias mapuches. Más allá de que la fiscalía hubiera negado la existencia del delito, Colabelli procesó a Fermín por usurpación.
Atilio Curiñanco fue el siguiente acusado del juez de Esquel. Nacido hace 50 años en Leleque, el paraje que quedó dentro de los dominios de Benetton, su padre trabajó como ferroviario y se radicó allí cuando los antiguos dueños de la Compañía de Tierras instalaron el Ferro Expreso Patagónico (La Trochita). Ahora trabaja en el Frigorífico Esquel. Con su esposa, Rosa Rua Nahuelquir, tienen cuatro hijos, dos varones y dos mujeres.
Los Curiñanco pensaron en mudarse al campo Santa Rosa después que Rosa quedó desocupada al cerrar la fábrica textil de Esquel donde trabajaba. Primero se presentaron en el Instituto Autárquico de Colonización y Fomento Rural, en Esquel, para cerciorarse de que el predio fuera tierra fiscal. Y luego hicieron una constancia de ocupación en la comisaría de Esquel. Finalizados los trámites, el 23 de agosto del año pasado ingresaron en el campo. Limpiaron el terreno, levantaron una casa y sembraron trigo y papa con arados tirados por bueyes. Ocho días después aparecieron en escena policías de El Maitén. Debían retirarse, dijeron, o perderían sus pertenencias. Había una denuncia por usurpación realizada por Ronald Mac Donald, administrador de la estancia Leleque. La causa estaba en manos del juez Colabelli.
“El predio en disputa está rodeado por al menos 25 proyectos mineros, varios de los cuales están dentro de las propiedades de Benetton. Y no hay razones para no pensar que la CTSA también está recibiendo dinero por estos yacimientos”, dice Sebastián Hacher, redactor y fotógrafo de Benetton.linefeed.org, un observatorio de las actividades del grupo italiano en la Argentina. “Benetton plantea que quiere hacer forestación en Santa Rosa, como ya está haciendo en otras partes. En El Maitén, por ejemplo, se está forestando con especies exóticas, lo que degrada el suelo. Y no les cuesta nada, porque es una actividad subsidiada por el Estado nacional: la gente que trabaja en las plantaciones recibe planes Jefas y jefes de hogar”, agrega Mauro Millán, el vocero de la comunidad mapuche.
El 2 de octubre pasado, un impresionante operativo de la policía de Chubut y la Gendarmería desalojó a los Curiñanco. “Destrozaron todas las mejoras que habían introducido. Incluso pasaron con tractores sobre los restos de la casa y los sembrados”, recuerda Gustavo Macayo. El 26 de noviembre, el vicepresidente de la Compañía de Tierras, Diego Perazzo, ofreció a Atilio Curiñanco y Rosa Rua Nahuelquir dejar sin efecto las acciones legales en curso y las que pudieran ejercer a futuro a cambio de que desistieran definitivamente de la recuperación del predio Santa Rosa. “Lo que ofreció no fue aceptado por la familia mapuche, porque se niega terminantemente a aceptar la idea de vender, ceder, transferir, ser expropiado o perder ni siquiera una porción de tierra”, dice el abogado Macayo. Los Curiñanco argumentaron que el lugar se encontraba improductivo y en estado de abandono, y que habían sido los únicos que efectivamente trabajaron la tierra.
“Muchas comunidades mapuches sufren la desgracia de tener como vecinos a Benetton –observa Mauro Millán-. Han cerrado sendas y caminos que eran de uso ancestral e incluso accesos que utilizaba la gente para ir a cazar o pescar al Río Chubut. La política de Benetton sobre su «propiedad» –así, entre comillas- es de control y represión para quienes transitar por ella. Dicen que dan trabajo a la población mapuche, pero cómo será el maltrato que la gente añora la época de los ingleses”. La historia de Atilio Curiñanco podría repetirse en poco tiempo multiplicada en otros casos. “En Leleque –sigue Millán- viven seis familias mapuche, entre cincuenta y sesenta personas, que reciben una presión constante de la Compañía de Tierras y de su administrador, Ronald MacDonald. Quieren que se vayan para convertir a la antigua estación ferroviaria en un complejo turístico y extender el recorrido de La Trochita (que llega actualmente hasta Nahuel Pan)”. Para eso tendría que ser cerrada una escuela, la número 90, donde estudian los chicos del lugar. “Además está la presión de la policía, que aquí se endurece porque no hay organismos de derechos humanos ni cámaras de televisión que vayan a filmar los atropellos que cometen”. Los cuestionamientos hacia la policía y la justicia de Chubut exceden a la población mapuche, como se aprecia en la serie de marchas (seis hasta el momento, la última el 30 de abril) realizadas en Esquel por familiares de víctimas de crímenes impunes.
La familia Fermín reconstruyó su casa y sus corrales. El empecinamiento en perseguirla le costó caro a Colabelli. El 17 de diciembre pasado el Tribunal Superior de Justicia de Chubut lo suspendió en sus funciones y aprobó un pedido de juicio político en su contra. El 4 de mayo quedó destituido por fallo unánime. “Era un juez racista –consideró Millán-, que actuó con la misma lógica de los jueces y fiscales que hace ochenta o noventa años persiguieron a la población mapuche”.
Tenerse a sí mismos
“Si yo compro un terreno –razona Millán- lo primero que hago es mensurarlo para saber hasta dónde llega mi propiedad. Eso no es lo que hizo Benetton”. Las dimensiones de las propiedades registradas a nombre de la Compañía de Tierras constituyen un enigma. “¿Quién podrá saberlo? –se pregunta Gustavo Macayo- La donación que realizó el gobierno nacional en 1896, de acuerdo a la documental que ellos presentaron, es de 900 mil hectáreas, aunque no sabemos si tienen más que eso. Se hace muy difícil definir los límites reales de la propiedad alegada por la Compañía, sin hablar de lo cuestionable de los títulos y de lo dudoso de su origen”.
Al margen de esa discusión, el hecho de que los descendientes de los pueblos originarios sean tratados de intrusos es una de las ironías amargas de la historia: los que fueron desalojados mediante la fuerza y el genocidio –“campaña del desierto” mediante- ahora son “ocupantes ilegales”. Para cerrar el círculo, es la propia Compañía de Tierras la que explica ese proceso. “Benetton también pretende contar nuestro pasado, a través del Museo de Leleque, que se ha instalado con recursos del gobierno de la provincia pero que explota como empresa privada. Por supuesto, es la historia desde un determinado punto de vista”, dice Macayo. Instalado desde antes del inicio del siglo, el Museo ofrece a los turistas “trece mil años de historia” en cuatro salas y se ha convertido en un punto privilegiado de las movilizaciones de la comunidad mapuche.
El reclamo de Curiñanco no supone una simple pelea por una propiedad. “La lógica de Benetton sobre la tierra –puntualiza al respecto Mauro Millán- no es la misma que la de los mapuches. Benetton dice que las tierras de Leleque poco se pueden aprovechar y por eso quiere forestar. Nosotros vemos el espacio como una posibilidad de retornar al entorno natural”. En su insoslayable ensayo Nuestros paisanos los indios, el antropólogo Carlos Martínez Sarasola sostiene que “la tierra no es para el indio sólo una posibilidad de subsistencia o el hogar sino su apoyo existencial”. El suelo está ligado a la identidad étnica y social y al modo en que el individuo se relaciona con el resto del mundo: por eso, “tener la tierra es tenerse a sí mismos como hombres”.
Para el vocero de la comunidad mapuche, la acción judicial contra la familia Curiñanco responde al propósito de desalentar otros reclamos. Algo difícil de garantizar, cuando se trata de una reivindicación que se transmite entre las generaciones y de la búsqueda de un pueblo por reencontrar su historia.
*Nota de la Redacción: hace pocos días Socompa publicó una nota escrita en 1959 por Osvaldo Bayer, en el periódico La Chispa, sobre el expolio a las comunidades mapuches. Este otro artículo del periodista y escritor Osvaldo Aguirre se publicó en junio de 2004. Fue en la revista Lezama, un típico producto cultural surgido del asambleísmo inmediatamente posterior al estallido del 2001. La revista fue dirigida por Luis Bruschtein y Eduardo Blaustein era su secretario general. De nuevo la vigencia de este texto es absoluta: no solo por la descripción de hechos que se suceden exactamente en la geografía en la que desapareció Santiago Maldonado, sino también por la complicidad de los aparatos estatales a la hora de favorecer ciertos negocios en prejuicio de los que fueron sometidos hace más de dos siglos.