Socompa adelanta un capítulo del libro, que acaba de publicar Aguilar, donde los autores recogen las historias de vida de hombres y mujeres que cumplen condenas o esperan los lentos fallos de la Justicia en distintos penales del país. (Fotos: Sol Santarsiero).

El fiscal me dice: ¿Dónde están fulano, mengano y la Nora Calandra? Yo no los conozco, se lo juro por mis hijos, le contesté. Me metieron en el calabozo, me cagaron a palos, me pusieron una bolsa con una toalla y me tiraban agua. Me recagaban a palos. Me dejaron ahí todo el día. Al día siguiente me mandaron a declarar al juzgado. Me dice el fiscal: Usted está acusado de homicidio en ocasión de robo. Yo me puse a llorar como un chico. ¿Qué? Yo nunca choreé ni maté a nadie, le dije. Si usted no quiere declarar no declare, a usted lo reconocieron fotográficamente, me dice. ¡Si yo no le doy foto a nadie!, cuenta Jorge González Nievas, pasados más de 11 años, sentado en la sala para abogados de la Unidad 24 del Servicio Penitenciario Bonaerense. González Nievas está preso desde entonces y su relato no es ante un abogado sino frente a un cronista.

La imagen de Nora Calandra lo persigue desde que lo metieron preso. La Calandra se había metido en el banco para detectar alguien que se llevara efectivo. Y quizá le haya pasado el dato a su marido, Walter Balcaza. El dato era que Analía Aguerre había retirado 11 mil pesos en efectivo del banco.

González Nievas jura no haber conocido ni a los supuestos delincuentes que hacían la salidera ni, por supuesto, a la víctima. Desde una perspectiva lombrosiana sería difícil creerle.  González Nievas es robusto, no muy alto, lleva el pelo negro cortado a la media americana que termina en flequillo prolijo bañado con gel. Tiene la tez más oscura aún que sus ojos. Viste un jogging azul que lleva la marca Adidas pero que pudo haber sido confeccionado en algún taller de los que llaman clandestinos.

Este negro sin plata ni padrinos en el mundo del delito es, para la mirada discriminadora de muchos funcionarios judiciales, un caso terminado. Está lavado y planchado –procesado y condenado- y aunque lo defiendan los de Innocence Project, no lo saca ni dios de la cárcel.

Innocence Project son los que defendieron a Fernando Carrera, otro engarronado que se comió también una punta de años: Carrera es el de la Masacre de Pompeya, lo detuvieron en el verano de 2005, en 2007 lo condenaron a 30 años pero en octubre de 2016 la Corte Suprema lo declaró inocente. Carrera es el de la película de Enrique Piñeyro, El rati horror show. Carrera se hizo conocido, tenía cara de buen muchacho, mujer, hijos. En cambio a González Nievas no lo conoce nadie.

Además, en tantos años, González Nievas se maneja bien en un penal difícil. Aunque no tenía antecedentes penales, él mismo reconoce que es guapo, hasta violento. Sabía cagarse a trompadas a la salida de una cancha. Era, cuando estaba libre, hincha del Midland de Merlo, su barrio natal, un club que milita en la Primera C. Le gustaba ir a la cancha y, si le decían barrabrava, se sentía orgulloso. También sabe y puede pelar un cuchillo cuando, en su lógica, cree que hay necesidad. También sabe apretar, asustar y más, pero, dice que nunca afanó y que mucho menos mató. Y no lo dice quebrándose. Se quiebra y se le escapan lágrimas cuando habla de la mujer y las hijas que perdió, pero nunca cuando habla de lo que es capaz de hacer, aún ahora, en la cárcel.

No te metas conmigo, yo no me meto con vos… Si te metés conmigo, no hace falta más. Nunca me tuve que cagar a trompadas en la cárcel, dice, y no necesita agregar nada. Según cuenta, lo respetan. Ya tiene 51 años y desde los 40 está preso.

González Nievas esperaba con ansiedad la posibilidad de contar su vida para este libro. Los autores de Contar la cárcel tomamos contacto con el capítulo argentino Innocence Project, una ONG fundada en Nueva York a principios de los noventas a la que Piñeyro se vinculó cuando se puso al hombro el caso Carrera. Ahora, con unas modestas oficinas en Palermo, al lado de la productora de Piñeyro, un grupo de abogados liderados por Manuel Garrido, decidieron tomar el caso González Nievas. González Nievas esperaba con ansiedad la posibilidad de contar su vida para este libro. Los autores de Cárceles tomamos contacto con el capítulo argentino Innocence Project, una ONG fundada en Nueva York a principios de los noventas a la que Piñeyro se vinculó cuando se puso al hombro el caso Carrera. Innocence Project se presentó en carácter de Amicus Curiae en la causa de González Nievas; concretamente en el recurso de queja presentado por la defensa oficial ante la Corte Suprema de la Nación. Como la resolución de la Corte se encuentra pendiente, la idea de presentarnos como Amicus y como defensores no es posible, por lo que consideramos que aguardaríamos hasta tanto se resuelva el recurso pendiente en la Corte ya que lo presentó otro defensor. La figura del Amicus es un dictamen objetivo desde la experticia o el conocimiento especializado sobre el tema al cual hace referencia. Lo concreto es que Innocence Project no puede asumir la defensa de un caso y simultáneamente plantear consideraciones objetivas respecto del mismo caso, explicaron.

González Nievas está en el complejo penitenciario La Capilla, inaugurado hace dos décadas. Así se llama este predio de 12 hectáreas que tiene cinco cárceles del Servicio Penitenciario Bonaerense a 15 kilómetros del centro de Florencio Varela, en el sur bonaerense. Él está en la unidad 24, pero también están la 23, la 31, la 32 y la 42. Muy cerca, está la Unidad 54, más nueva, donde en septiembre de este 2016 hubo una revuelta: todo empezó porque los penitenciarios quisieron trasladar a un preso que se negaba al traslado. Otros presos se amotinaron en solidaridad y entró la guardia armada con escopetas. Dispararon balas de goma a diestra y siniestra. Quedaron una veintena de heridos.

Cuando repasa los días más infernales de su vida cree que, tal vez, su problema haya sido pelar un cuchillo en el momento equivocado y sólo para mostrarlo, sin saber a quién quería amedrentar. Enfrente no había un barrabrava del club enemigo sino un funcionario judicial. Por una reacción desubicada, patotera, meses después, terminó preso. Lo engarronaron, como se dice en las cárceles y los tribunales. La figura penal, homicidio, la condena, 25 años. Tras 11 años seguidos en la cárcel, Jorge González Nievas repasa una vez más lo que (le) ocurrió. Da la impresión de que lo cuenta como si fuera la primera vez aunque es indudable que está preso también de una historia absurda. Si es cierta, como dice él y como creen los abogados de Innocence Project, González Nievas es parte del laboratorio de la impunidad y la perversión de la que forman parte funcionarios judiciales y policiales.

En diciembre de 2005, tuvo una discusión en la calle con un funcionario judicial de Morón por un incidente de tránsito. El entredicho callejero fue con Matías Javier Rappazzo, fiscal y presidente de la Asociación de Magistrados y Funcionarios de Morón. Es hijo de Luis Rappazzo, uno de quienes defendió a capa y espada al pedófilo Julio César Grassi, y de Andrea Celia Bearzi, jueza del Tribunal Oral en lo Criminal número 6 de Morón. La trifulca fue un caluroso 28 de diciembre de 2005 y González Nievas, sin saber quién era Rapazzo mostró un cuchillo. Lo llevaron preso, le tomaron las huellas dactilares y lo dejaron libre mientras le quedaba abierta una causa por amenazas agravadas.

Pero González Nievas tenía otro pequeño problema por meterse con la gente equivocada. Tenía relaciones furtivas con una vecina casada con un oficial de la Policía Federal. El agente supo de los amoríos de su esposa y el taxi de González Nievas, para la misma época en que tuvo la pelea callejera, amaneció con nueve balazos.

Estos dos errores le costaron muy caro. En mayo de 2006, Analía Aguerre era asesinada. Después de que la Calandra le diera el dato a su marido, la víctima llegaba a su casa de Castelar con los 11 mil pesos que había sacado del banco. Y la llenaron de plomo para sacarle la plata. La investigación de ese homicidio quedó en manos de Alberto Casco, jefe de Calle de la comisaría de Castelar Norte y, por coincidencia, amigo del policía con cuya esposa González Nievas tenía relaciones furtivas.

La única prueba que hubo en su contra fue el reconocimiento fotográfico de un supuesto testigo. Pero se trataba de un hombre que no había reconocido a González Nievas durante el juicio. Y las imágenes usadas eran fotos tomadas en aquella tarde de furia en que González Nievas había patoteado al fiscal.

A fines de ese 2006 lo llevaron preso y en 2010 lo condenaron a 25 años en primera instancia. Lo ratificó la Cámara y en 2015, cuando ya llevaba casi nueve años preso, la Suprema Corte de la Provincia de Buenos rechazó un recurso extraordinario federal presentado por sus defensores por considerar que el escrito excedía el límite de páginas y de renglones previsto en el reglamento. Por ese exceso de palabras en un escrito, quedó confirmada su pena de prisión por homicidio en ocasión de robo. No sirvió de nada que en su procesamiento se coleccionaran anomalías, que los testigos no lo reconocieran ni que el fiscal haya sido desplazado. Para la Justicia, González Nievas tiene que seguir preso. Desde hace tiempo está en el pabellón de los evangelistas. Aclara que no se hizo evangelista y que pidió el pase porque es un lugar más tranquilo. A su vez, los evangelistas saben que el tiempo juega a favor de que un preso se aferre a la religión. Si hay algo a lo que este hombre está aferrado después de 11 años de prisión es que los de Innocence Project logren con él lo mismo que con Fernando Carrera.

Me armaron todo, me inventaron una causa y me hicieron mierda, dice. Cuenta que siempre fue un hombre de trabajo. Un buscavidas,  pero por derecha, aclara. Primero como colectivero y después manejando remises y un taxi. Mi problema, dice, es que soy un calentón. De la línea 104 me echaron porque me agarré a trompadas con un tipo. El tipo tenía la camioneta justo en la parada. Yo acerqué el coche y cuando lo enderecé le pegué con la cola en el espejo. Le rompí el espejo. Se lo hice adrede. El tipo me siguió, nos cagamos a trompadas y me echaron a la mierda. Pero con la plata que me dieron me compré un autito y me puse a hacer de remise en el Hospital Santojani.

Su mujer, su segunda mujer, Gloria – aclara –, fue quien lo ayudó a progresar. Porque yo nunca guardaba un mango, pero ella amarrocaba todo lo que podía, dice. Así, trabajando todo el día, del primer Fíat 128 pudo pasar a un 125 y después a un Ford Falcon. Su mujer también trabajaba y compraba dólares. Pocos, pero compraba. En 2002, cuando el dólar se disparó, pudo comprar un Duna y poco después un Siena modelo 97, habilitado para taxi.

Todo iba sobre ruedas hasta que su carácter le jugó otra mala pasada. Iba con un viaje a la Universidad de Morón y, después de dejar al pasajero, como estaba cerca, me fui hacia Todo Goma a cambiarle un burlete a la puerta de atrás, que cerraba mal, dice. Venía un auto a mi derecha. Había un badén en la esquina. El tipo ni frenó, pasó a las chapas. Yo soy calentón manejando. Y da la puta casualidad que en un momento hago marcha atrás. Ahí lo veo al tipo que va entrando a un garaje. Fui y le dije de todo. Entonces el tipo vino con un pedazo de fierro y me quiso pegar en el parabrisas. Yo agarré un cuchillo que tenía por las dudas y ahí se armó un tole tole. Me fui. A la semana me llegó un allanamiento a mi casa buscando armas de fuego. Ni gomera tengo. No encontraron nada. Al auto no pudieron revisarlo porque lo tenía en el taller, cuenta. Todo esto sucedía poco antes de la muerte de Analía Aguerre. Por supuesto, González Nievas no tenía idea de que estaba por caer en una trampa para osos.

A la semana siguiente, le llegó una citación del juzgado. Fue con el taxi y lo pudo estacionar cerca de la puerta. ¿Sabe por qué es esto? ¿Usted tiene un Siena?, le preguntaron. Yo contesté que sí, dice. Entonces me dijeron: Vamos a hacer un allanamiento, requisa, acá le decimos requisa. Si usted no lo abre, lo abrimos nosotros. Yo les abrí el auto  y sacaron el cuchillo. Después agarraron el cricket. Acá está, ésta es la barreta, dijo uno. Ya me calenté, la puta que te pario ¿no ves que es la manija del criquet?, le contesté. Ahí me esposaron, me llevaron a la comisaría y me sacaron fotos. Yo empecé a decirles de todo. Me hicieron tocar el pianito. Yo no tenía antecedentes, nada. Veinte mil veces me llevaron en cana por cagarme a trompadas en la cancha de Midland, pero no tenía antecedentes. Me tuvieron como cinco o seis horas. Cuando salí pensé que ya estaba, que había terminado todo, dice.

Pero recién empezaba. Menos de un mes después lo detuvieron en la puerta de su casa, lo llevaron a la comisaría y lo interrogaron. Me cagaban a palos y me preguntaban por nombres que yo ni conocía. Después me fueron pasando de una comisaría a otra y al final me llevaron al juzgado. Ahí me dijeron que estaba acusado de homicidio en ocasión de robo, que me habían reconocido por la foto que me habían tomado en la comisaría cuando me había peleado.  Me quería morir, dice.

Esa primera vez, González Nievas estuvo preso durante más de un mes, en dos comisarías. A los 35 días me fui en libertad porque el juez declaró la nulidad de los actos fotográficos y de todos los actos previos porque en el reconocimiento fotográfico no estuvo ningún abogado y yo no estaba prófugo. Si a mí se me notificaba, yo me presentaba. Me fui en libertad. Yo seguí mi vida normal, cuenta. Corría septiembre de 2006 y González Nievas pensó que se había despertado de una pesadilla. No imaginaba que era recién el comienzo.

La presentación de Innocence Project ante la Justicia para que se reabra el caso reconstruye lo que ocurrió en esos meses. El 18 de julio de 2006, González Nievas fue detenido, acusado de un homicidio. La foto sobre la cual se practicó el reconocimiento había sido tomada en 2005, cuando él se presentó en forma espontánea en la comisaría 3 de Castelar para responder por la imputación del delito de amenazas agravadas tras una discusión en la vía pública con un funcionario judicial de Morón, explica. Y agrega: En septiembre de 2006, el juez de Garantías Alfredo Smith Meade declaró la nulidad de las actas correspondientes al reconocimiento fotográfico. Tras la declaración de nulidad del reconocimiento fotográfico, ninguna otra prueba sostenía la imputación de González Nievas, y entonces se decidió su inmediata libertad.

Doce meses después, la Cámara de Apelaciones de Morón hizo lugar a un pedido del fiscal Alejandro Jons y revocó la nulidad del reconocimiento. González Nievas fue otra vez detenido y, cuatro años después, era condenado a la pena de 25 años de cárcel por los jueces Julio César Báez, Luis María Andueza y Laura Conti, del Tribunal Oral N° 1 de Morón.

De acuerdo con Innocence Project, según surge de la investigación penal preparatoria, González Nievass fue imputado a partir de la identificación fotográfica de un testigo dudoso. Esa es la única prueba en su contra, cuya legalidad fue cuestionada en todo momento. En el juicio se verificaron graves problemas en torno a la producción y valoración de la prueba que determinó la condena, sostiene el pedido de reapertura de la causa.

Cómo puede ser que una persona quede en cana por algo que no hizo, protesta González Nievas años después, en una sala de la Unidad 24. Yo pensé que el único caso era el mío. Yo ahora sé que no. Por lo que me cuentan, saco conclusiones y el 40 o 50 por ciento de las causas son todas armadas. Los jueces no estudian nada, los fiscales se guían por lo que dice la policía. Nadie investiga. Lo mío fue insólito.

González Nievas vuelve atrás en el tiempo y recuerda que ya en su primera detención, alguien le advirtió que lo usaban de perejil. En la Comisaría Tercera de Castelar me metieron con la celda con gente que no quería problemas, dice. Con gente que había choreado una goma de un auto. Uno de los que estaba ahí me dice: Vos estás con por el quilombo ese de la salidera, que mataron a una mujer… Acá estuvo el verdadero culpable. ¿Cómo? le digo. El verdadero culpable, el Gordo. A la noche vamos a tomar mate y yo te voy a contar, me dice.

Esa noche, continúa, cuando se acostaron todos, nos pusimos en un rinconcito. Me dice: Al que se mandó la cagada esta le dicen el Gordo, el Tucumano. Le digo: ¿Cómo sabés? Porque le dio la casa a fulano, a mengano y al jefe de calle. Y pensé: Capaz que este es un milico que está acá adentro para hacerme hablar. Me dice: Yo vivo a una cuadra de ahí. ¿Sabés dónde vive él? Y me contesta: en tal calle, con la altura y todo. Yo no lo conozco, le digo. Mañana va a venir mi hermana y yo te voy a hacer hablar con ella, me dice. Al otro día, en la visita, vino mi señora. Él me dijo: ¿Sabés por qué te cuento esto?, porque a mí también me involucraron en algo, me tiraron un arma. Yo soy remisero. La hermana, cuando viene, me dice que ahora en la casa del Tucumano está viviendo el milico ahí con la señora y los chicos.

El Tucumano es Walter Balcaza, el esposo de Nora Calandra. Ella es quien señaló a Analía Aguerre y él está acusado de haberla seguido hasta su casa donde alguien la mató y le robó el dinero. Quizá el propio Balcaza.

Me armaron la causa a mí, dice González Nievas, pero resulta que el Tucumano Balcaza tampoco tenía nada que ver. Pero lo apretaron tanto que les dio la casa.

González Nievas conoció a Walter Balcaza el día del juicio. Esperaban en la misma sala y, cuando un oficial del juzgado dijo sus nombres, se miraron, como estudiándose. Balcaza fue el primero en hablar: ¿A vos también te metieron en esta causa?, le dijo. Yo soy un gil laburante, a mí me armaron la causa, respondió González Nievas. Yo choreo, pero esta no es la mía, le dijo entonces Balcaza.

Días después, a través de una tercera persona cuyo nombre se no quiere decir, González Nievas le hizo llegar al fiscal Fernando Bellido la información que le había dado Balcaza. Y el dato central era que el teniente de la Policía Bonaerense Oscar Alberto Casco estaba viviendo en la casa del imputado, de Walter Balcaza.

Cuando esta persona le lleva la información al Fiscal Bellido – dice ahora González Nievas -, el fiscal le comenta: Yo a esa comisaría hace tres años que la tengo en jaque mate. Quédese tranquilo que yo voy a intervenir. Bellido hace un allanamiento con asuntos internos adonde vivía Casco. En la calle Cuyo dos mil y pico. Hace el allanamiento y ahí estaba viviendo Casco. ¿Qué haces vos con la casa de uno que metiste preso? Que se fue en libertad… No, yo se la compre a mengano. Ahí se armó un quilombo. Bellido lo echa a la mierda al comisario Carlos Genel, le jefe de la comisaría, porque él sabía todo. Lo mete en cana a Hipólito Casella, un falso abogado, el que hizo la tramoya  por la cual les daba la casa a cambio de la libertad. Tenía la matrícula vencida  y usaba la de otro abogado con el mismo apellido. El comisario, caliente, pateó la puerta de la casa de Bellido, las cámaras lo estaban grabando. A Casco le dieron 11 años. Salió hace un año. Al comisario le dieron seis años. A Hipólito Cascella, cuatro, dice.

Lo que González Nievas cuenta en la sala de la Unidad 24 del Servicio Penitenciario bonaerense tiene algunas inexactitudes pero la información es fácil de confirmar. En junio de 2011, el Tribunal Oral en lo Criminal Nº 3 de Morón condenó al oficial Alberto Oscar Casco a diez años de cárcel por quedarse con la casa de Walter Balcaza y por extorsionar a comerciantes. Según el fallo, Casco cobraba periódicamente dinero de la discoteca Studio Bar, del Hotel Ruta 7, de la panadería La Española, de un local de comidas rápidas, y de los bares Arena y Algún Lado. Casco respondía directamente al comisario Carlos Genel, ex titular de la comisaría Castelar Norte y hoy detenido por haber atacado la casa de la madre de Fernando Bellido, juez de Morón.  Genel quedó registrado por las cámaras de seguridad de la casa de la madre del camarista, en Hurlingham, cuando bajó de su coche, pateó las rejas y arrojó adoquines a la vivienda. El falso abogado Silvio Cascella, nexo de la cúpula de la comisaría con los delincuentes a los que despojaban de bienes materiales para desvincularlos de causas penales, recibió seis años de prisión por tentativa de extorsión, tráfico de influencias, encubrimiento, falsificación de instrumento público y estafas reiteradas.

A mí, los milicos me pedían el taxi, dice González Nievas. Dame el taxi y te sacamos. Yo no te doy una mierda, me rompí el orto para comprarlo y ¿te lo voy a dar por algo que yo no hice? Después de eso pido una rueda de reconocimiento. El fiscal Alejandro Jones no me la quiere dar. Entonces mi abogado hace una denuncia al fiscal general. El fiscal general me da el reconocimiento en rueda. Todo negativo. Fue a los pocos meses. Aparte, yo nunca me cambié el look. Siempre tuve el pelo cortito con claritos, siempre fui un negro como soy ahora. Yo estoy preso porque no les quise dar el taxi.

A pesar de ser un tipo duro, acostumbrado a pelearse a la primera provocación, González Nievas sintió un miedo nuevo cuando entró por primera vez a una cárcel. Acá no te agarrás a trompadas. Acá te meten una puñalada, un facazo, dice.

El primer penal que conoció fue el de General Alvear, el mismo del que se fugaron Víctor Schillaci y los hermanos Martín y Cristian Lanatta. Esa cárcel es un mundo, es inmensa, y yo llegué con una bolsita de nylon en la que llevaba la toallita, el jabón, dos mantas, lo que tenía en la comisaría, cuenta. Habré llegado a las siete o las ocho de la mañana y me tuvieron en la leonera hasta que más o menos me acomodaron.

No es que son tan hijos de puta que te meten en la boca del lobo. Me preguntaron: ¿Tenés algún conocido acá? Yo no conozco a nadie ¿Por qué estás? Yo les conté la verdad: yo no ando afanando, yo soy laburante. Bueno vamos a hablar con fulano, el que limpia. Entonces le dije al oficial: usted no cuente que yo soy inocente porque si no se van a reír de mí. Quedate tranquilo, vos cualquier cosa decí que fuiste vos, me dijo. Viene el tipo que limpia y me dice ¿de dónde sos? De Merlo, ¿de qué parte de Merlo? Le digo donde vivía y él me dice: Ah, yo tengo a mi mamá que vive a dos cuadras. Me lo mandó Dios, dije. El preso era el viejo Cayetano, es conocidísimo. Un pedazo de pan. Vení, me dijo, y me acomodó en la celda, cualquier cosita que necesites…Me llevó la lamparita, me dio un fuelle. El fuelle, en lenguaje tumbero no es el bandoneón sino el calentador.

Nadie se metía conmigo, dice. Cuando nos conocimos más, resultó que él tenía un negocio en la misma avenida donde yo hacía compras. El Viejo Cayetano me salvó en la cárcel.

Más que llorar no me pasó nada, aclara. Pero todas las noches yo tenía mi bolsita ahí, esperando que me dijeran: Vamos, te vas en libertad… todos los santos días. Pensaba que iba a salir en cualquier momento, si yo soy inocente.

Sin embargo, desde entonces y hasta el momento de hablar de su vida para Cárceles, González Nievas solo salió de un penal para ser trasladado a otro. Primero a la Unidad 46, en González Catán, donde estuvo cerca de un año y medio. Después lo llevaron a la Unidad 3 de San Nicolás, y más tarde a la Unidad 17, en Urdampilleta. En 2009, finalmente, lo llevaron a la Unidad 24 de Florencio Varela, luego de que pidiera una unidad más cercana al domicilio de su madre, para que ésta pudiera visitarlo. En 2010 estaba ahí cuando lo condenaron a 25 años de prisión. Y ahí sigue al momento de contar su vida.

Desde allí tomó contacto por primera vez con Innocence Project. Yo no tengo abogado ahora. Ellos se ocupan de todo, dice. La justicia es una basura. Me sobran dedos para contar los que no son basura, pero ya está todo claro, falta que se dignen en liberarme. Hace una pausa y después agrega: Yo me quiero ir a mi casa… Bueno, es una manera de decir, porque a mi casa no quiero volver.

Porque a González Nievas, estos once años de cárcel no sólo le quitaron la libertad. Con el tiempo también perdió a su familia. Mi casa está sola. ¿Sabe que feo? Ir a mi casa y no ver a mi familia… yo me rompí el orto para todo y me lo sacaron así. Mi señora se fue, ya tiene su marido nuevo. Mis hijas están casadas. No vi nada de eso. Yo no hice nada. El único vicio que tenía era la pelota y fumar, nunca tomé alcohol nunca me drogué. A veces no quería comprar un sanguche para mí porque se lo quería dar a mis hijas. La más chiquita, Milagros, y la del medio, Romina, a veces vienen a verme. La más grande, Cynthia, ya se casó. Es suboficial de policía y no me quiere ver, dice y se quiebra.

Toma aliento y dice que ahora lo único en el mundo que tiene es Silvana, su nueva pareja. La conoció estando en la cárcel y es ella la que insiste en que pronto va a salir. Es de fierro, dice. Es una piba que quizás en la calle nunca le hubiera dado bola. Pero tiene un corazón y unos ovarios enormes. Gracias a ella puedo seguir adelante. Todos los sábados me viene  a ver. Ella siempre está molestándolo a Piñeyro, a toda la gente de la Fundación, para que apuren las cosas.

Mientras espera la libertad, González Nievas trata de no desesperarse, de que el tiempo no le pese. Lo hago pasar, explica. Lo único que pienso es en salir. Cuando salga quiero que me devuelvan el taxi, porque el tiempo no me lo van a devolver. Quiero empezar de nuevo con mi taxi y olvidarme de todo esto… Pero sé que nunca me voy a olvidar.