Un retrato desgarrado de la ciudad que vemos -queremos, intentamos no ver- todos los días, la que iba a estar linda y buena. Caminata entre escombros y soretes. (Foto de portada: Claudia Conteris).
Vos sos peor que la peste amarilla”, me decía mi madre cuando empecé a vaciar el ropero y el tocador y un armarito pequeño donde había ropa fuera de temporada. Lo hacía para disfrazarme, a los doce años. Me ponía mantillas negras de mi abuela y recitaba Lorca. Y mi mamá entraba a su habitación (en realidad entraba a su pieza), y miraba todo el desastre de ropa desparramada sobre la cama matrimonial y veía “la peste amarilla”: todo sucio, estropeado y “como para tirarlo”, según ella.
Así está Buenos Aires.
Buenos Aires vendría a ser la pieza de mi mamá.
Buenos Aires no es la ciudad de la furia, como insisten en llamarla muchos de los que vienen de otros lugares. La ciudad de la furia me suena a latiguillo vacío, a una frase sin significado. Cuando llegué a Buenos Aires, en los ’70, era para mí la posibilidad de la concreción de todos mis sueños. Una ciudad posible. Hoy, tanto tiempo después, Buenos Aires es la ciudad de la tristeza, de la miseria y el desamparo, no de la furia. Sino de la violencia, en todo caso, que no es lo mismo, y no es igual.
En Buenos Aires estamos todos contra todos. Motoqueros me amenazan con “si no estuviera apurado, me bajo y te cago a trompadas”. A mí, una jubilada.
En el supermercado, un tipo de seguridad me prepotea con los pulgares en el cinturón, como si portara un arma, porque no quiero abrir mi cartera.
Durante un trayecto inacabable de siete cuadras, un muchacho carga a una niña con delantal de guardería, y ella pega alaridos desgarradores durante todas esas cuadras sin que ese hombre joven, que supongo su padre, le preste la menor atención.
Porque está agobiado.
Porque tiene la edad para ser mi hijo, y su cuerpo tiene la edad que tendría mi padre si viviera, y todo está sobrepasado. Mientras caminamos esas cuadras vemos la familia que se instala en la esquina deshaciendo valijas y tirando un colchón, y la mujer de unos cincuenta años con dos bolsos, sentada sobre un almohadón, acompañada por un perrito que tiene su cinta y su collar y duerme a su lado y seguramente está vacunado y sin pulgas. Estoy segura de que ahí no hay pulgas.
Ella se peina y su mirada se cruza con la mía. Y en ese encuentro las dos nos damos cuenta de que ese cruce de miradas contiene una invasión a su intimidad que ya es pública.
Pero no.
Creo que todos evitamos mirarnos.
El hombre tirado en la puerta del banco en Rivadavia y Acoyte con ojos extraviados, que me provoca una perversa dispersión debida a mi oficio: ¿cómo se actúa esa mirada?.
Viviendo rodeada por la peste amarilla.
Todo está rodeado de vallas y redes metálicas amarillas. Toda la miseria que sale expulsada de los departamentos compartidos, de las pensiones, de los hoteles de familia, de las casas, toda esa miseria está rodeada, agredida, circundada por lo amarillo.
Es Buenos Aires, la ciudad de lo amarillo.
Es Buenos Aires, la ciudad de la peste.
Sólo que todo lo que “está como para tirarlo” no es precisamente la ropa de mi mamá, sino las personas.
Nosotros somos los que sobramos. Nosotros, los habitantes de la ciudad que sufre la peste amarilla hace casi doce años.
Nosotros, los que aún resistimos y tal vez podemos estar a dos horas de caer en la vereda con el colchón, el gato y el perro y un bolso.
Nosotros, los infectados.
Por la peste amarilla.
Nosotros, los que esquivamos bicis y motos con delivery que, sabemos, aportan todo riesgo y ninguna fortuna al que pone el cuerpo y el transporte llevando la pizza o la comida que podés pedir después de ver en YouTube la publicidad.
Nosotros, los que despotricamos contra los extranjeros que “se roban nuestro trabajo”, desconociendo que se los explota, que huyeron de un lugar víctima del mismo verdugo que nos azota a todos. Nosotros, que quisiéramos ser europeos, nosotros, que despotricamos contra los hermanos de la región, nosotros, caminando entre escombros y esquivando los soretes que quedan entre dos basureros, porque los excluidos tienen que cagar en algún lado.
Nosotros, que salimos de casa y, según la zona en la que vivamos, nos sumergimos en un meadero público en el que para caminar unas calles hay que respirar por la boca.
Nosotros nos estamos convirtiendo en la peste amarilla.
Nosotros que caminamos entre la misma peste.
Nosotros que ya no soportamos, en un trayecto de diez estaciones en un viaje en subte, que diez personas suban a contarnos lo mismo y a esperar una ayuda “para darle de comer a mis hijos”.
Nosotros, los que oímos eso tantas veces por día y a lo mejor estamos entre los que no podemos darle de comer a nuestros hijos, nosotros somos la peste amarilla.
A veces nos veo deformes, llenos de forúnculos.
Hoy el oftalmólogo me tapó un ojo porque sentía que reventaba algo en él, y el médico me dio unas gotas y me lo tapó.
Me tapó un ojo.
Pero no veo la mitad.
Sólo me parece que la peste comenzó a manifestarse en mi cuerpo y pronto perderé uñas, y el pelo se me pondrá verde y seré víctima de la peste.
De la peste amarilla, por doquier. Toda la ciudad infectada. Toda la ciudad como todo el país.
“El proyecto de Mauricio es un país de servicios, como la India. Ese sería el modelo”.
Marta Gabriela Michetti, 2016.
Y sin coso.
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