Lucas Azcona asesinó a la estudiante chilena Nicole Sessarego Borquez, a la que no conocía. Entrevistado en la cárcel, su historia es la de muchos, oscuridad, ira, incapacidad de explicar lo ocurrido y una rara y distorsionada relación con lo acontecido.
Nicole Sessarego Bórquez fue asesinada en julio de 2014 por un hombre al que no conocía, que le infligió once puñaladas con un arma muy filosa, un bisturí, cuando llegaba a su casa en el barrio porteño de Almagro. El agresor, Lucas Azcona, se entregó a la policía en noviembre del mismo año. No sabía por qué había cometido el crimen.
Sessarego tenía 21 años, era chilena y estaba de paso por Buenos Aires para cursar una especialización en periodismo. Las últimas imágenes de su vida la mostraron mientras caminaba de madrugada por avenida Rivadavia en dirección a su casa, sin apuro y sin advertir que alguien la seguía desde que había salido de una estación del subte. No alcanzó a ver a quien le quitó la vida sino a último momento, por pocos segundos. Murió sin saber por qué.
A diferencia de lo que es habitual, Azcona reconoció su responsabilidad en el crimen. Tenía 23 años y hasta entonces trabajaba como empleado de mantenimiento en un hospital, aunque a la vez había tenido una especie de vida secreta, solitaria y nocturna, en la que acosaba a mujeres jóvenes. No supo dar razón del asesinato en ese momento y cuatro años después, pese al conjunto de exámenes, pericias y tratamientos a los que fue sometido, siguen en pie muchos de los interrogantes que se plantearon alrededor de la terrible muerte de Nicole Sessarego.
Azcona me recibió en el curso de varias visitas al Complejo Penitenciario Federal de Ezeiza, donde cumple una pena de prisión perpetua. No se negó a hablar de su historia, al contrario. Hasta me esperó con papel, lápices y biromes, para asegurarse de que tomara nota de sus respuestas.
En el primer encuentro me hizo leer un texto que había escrito y en el que intentaba explicar quién era cuando vagaba por las calles de Buenos Aires como una especie de cazador a la búsqueda de una presa desprevenida, según la descripción de los peritos. También me mostró algunos de sus dibujos, una afición que tiene desde muy chico pero que recién pudo cultivar en prisión. En el brazo derecho lleva un tatuaje que fue leído por los jueces que lo condenaron como una prueba de aversión a las mujeres y de cierto culto a la muerte, la imagen de una mujer con cuernos, cola y una rara cicatriz o aureola en la cara, una “diablita zombie”, como él la definió.
En el área de visitas del módulo 1 de Ezeiza, Azcona llegó cada vez con varias bolsas. Se tomó el tiempo para poner un mantel sobre la mesa donde hablábamos y desplegar ordenadamente su contenido, como si quisiera asegurarse de que cada cosa estaba en su lugar y no se olvidaba de nada: café, equipo de mate, yerba, té de boldo, azúcar, edulcorante, agua sin gas, vasos, cubiertos, servilletas y porciones de brownie, tarta de manzana y otros postres que él cocina, ya que hace repostería. “Para que me conozcas como soy, no por lo que dice la historia mediática”, me dijo, a modo de presentación.
En ese punto su relato se aproxima al de otros acusados por crímenes de género. Los femicidas suelen decir que han sido condenados por la presión de los medios de comunicación. Otro interno de la cárcel de Ezeiza me alcanzó el libro (In)justicia mediática, cuando el periodismo quiere ser juez, de Darío Villaruel, donde tenía señalado un párrafo: “Los casos se resuelven con leyes y deben ser ajustados a derecho, no a la indignación social (…) Dios nos salve si los jueces condenan a alguien por lo que dicen los medios y no por lo que consta en el expediente judicial”.
Las estadísticas sobre femicidios en la Argentina son abrumadoras. Según un registro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en 2017 se contabilizaron 251 víctimas directas de femicidios y 22 víctimas de femicidios vinculados. El 93% de los imputados fueron varones con quienes las víctimas tenían un conocimiento o un vínculo previo, en su mayoría de pareja; el 80% de los casos se produjo en espacios privados, por lo general en el hogar.
La elaboración de estadísticas fehacientes fue uno de los reclamos históricos del movimiento feminista, como parte de las acciones tendientes a visibilizar la violencia de género y la magnitud del problema. Hasta no hace mucho los registros corrían por cuenta exclusiva de organizaciones civiles sobre la base de la información periodística.
Contar con estadísticas es un requisito elemental para la elaboración de políticas públicas contra la violencia. Las historias individuales y aun la trama misma del fenómeno, sin embargo, a veces se desdibujan en la contabilización del registro y en la crónica diaria. Los casos se repiten con tal intensidad y frecuencia que los detalles y las circunstancias particulares se pierden de vista, y esa vertiginosa sucesión puede ser un obstáculo para la memoria de las víctimas y la comprensión de los dramas que sufrieron.
La propuesta de este libro es reconstruir cinco casos de ese conjunto sobre la base de documentos judiciales, entrevistas e información de archivo. Son episodios que patentizan distintos aspectos de la violencia: los preconceptos de la Justicia, las múltiples dificultades de las víctimas para hacerse escuchar, los lugares comunes que naturalizan los malos tratos y legitiman los crímenes, el drama de los hijos de femicidas, las formas de agresión que se encubren bajo estereotipos y cursilerías amorosas. En el centro de esta trama se encuentra la palabra de los femicidas.
Aun cuando alegan emoción violenta, cuando dicen que perdieron la memoria, que “no estaban”, como dijo Fernando Farré, y sobre todo en cuanto niegan con mayor énfasis las acusaciones de que son objeto, los criminales de género no hablan sino de lo que hicieron. El femicidio trastoca sus historias de vida y los obliga a construir un relato sobre las ruinas que dejan sus propios actos, y a mostrar, de esa manera, la progresión de la violencia, las convenciones culturales que la justifican, las palabras y las ideas con que el crimen les pareció aceptable.
No hay una clave para comprender el problema de un solo golpe de vista. Cada una de estas historias abre un punto de observación singular sobre un fenómeno que responde a una ideología, que reconoce características y modalidades que han sido estudiadas y que a la vez resulta cada vez distinto. Y es precisamente lo que cada caso tiene de propio e intransferible lo que puede iluminar la reflexión sobre el conjunto, porque allí queda al descubierto el funcionamiento de la violencia.
Los criminales de género no son monstruos sino hijos comunes y corrientes de la sociedad. Pueden desempeñarse como ejecutivos o como ordenanzas, conducir un taxi o hacer trabajos de albañilería y hasta dar clases de catequesis y educación cívica. Su inserción no es un dato anecdótico, sino una referencia para pensar la trama de las relaciones sociales, otro aspecto que pasa desapercibido ante el espanto que provocan los femicidios.
Ninguna acción violenta, dicen los criminólogos, pasa sin dejar huella y sin reconocer antecedentes, una sucesión de circunstancias y situaciones que parecen desconectadas y encajan alrededor de ese abismo de sentido que abre el crimen. El femicidio es el último acto de una historia que remite a las circunstancias personales de sus protagonistas, pero también a los valores de la sociedad a la que pertenecen víctimas y victimarios y a creencias y discursos discriminatorios que circulan como parte del sentido común. Esa sociedad también debería responder por los crímenes de mujeres.
En el curso de las entrevistas, Lucas Azcona se refirió en un momento a “esa oscuridad que tengo adentro” en un intento de explicarse. La palabra no es ocasional en su historia, porque la oscuridad lo rodeó de muchas formas. Y podría extenderse a otros protagonistas de los casos que aquí se relatan, no como el señalamiento de un misterio insondable sino como la condensación de un conjunto de acciones y comportamientos que es necesario desmontar y poner a la luz.
Alguien que camina por atrás
El 15 de julio de 2014 Lucas Azcona llegó una hora tarde y con el rostro ensangrentado a su trabajo en el Sanatorio Julio Méndez, en Avellaneda y Acoyte de la ciudad de Buenos Aires.
–Tuve un accidente –dijo–. Me asaltaron.
Le contó a Blanca Villagrán, encargada de mantenimiento, que tres hombres habían intentado robarle y al resistirse lo atacaron con un cuchillo y le provocaron cortes en una mano. Fue más explícito con otra compañera de trabajo, Vanesa Sandoval, a quien le dijo que se había dormido en la línea A del subte y cuando despertó estaba en la estación Primera Junta; caminó unas cuadras y al llegar a la calle Yerbal se encontró con los supuestos ladrones.
Sandoval notó que se había sacado una remera blanca, que también se veía enrojecida.
–Me sangró mucho la nariz –explicó Azcona.
Le habían querido robar la mochila y el celular, según su relato.
–Estaba tranquilo, siempre tranquilo –declaró más tarde Sandoval–. Yo era la que estaba más preocupada, porque él estaba totalmente tranquilo.
Unas horas más tarde la noticia del asesinato de Nicole Sessarego Bórquez, una estudiante chilena de 21 años acuchillada en Almagro, comenzó a ser difundida en los canales de televisión y los portales de noticias. La policía trataba de localizar a un taxista y pensaba que el crimen había sido cometido por un conocido de la víctima. Había sido a unas veinte cuadras del hospital, pero nadie sospechó de Azcona, un empleado de mantenimiento que parecía un poco raro, “pero no para hacer semejante cosa”, según su compañera de trabajo. Nadie desconfió de su relato, porque “pasa a diario, en la televisión vemos los asaltos”.
Azcona mantenía una especie de expresión de sorpresa mientras recibía los primeros cuidados. Como si no entendiera por qué los demás se preocupaban por algo que, para él, no era tan importante. Esa mañana lo derivaron al Hospital Sirio Libanés, donde le dieron cuatro puntos de sutura.
–Esta es la herida –dice Azcona, en la cárcel de Ezeiza, y con el índice izquierdo traza una línea en su mano derecha, entre el dedo índice y el pulgar.
Nicole Sessarego estaba desde febrero de 2014 en Buenos Aires, con una beca de seis meses para cursar una especialización en la carrera de Ciencias de la Comunicación. Tenía previsto volver en agosto a Valparaíso, donde había nacido el 2 de abril de 1993 y donde vivía con sus padres y su hermano menor.
–Yo estaba en la casa ese día –recordó Shirley Bórquez, madre de Nicole Sessarego, en el comienzo del juicio oral por el crimen de su hija–. Iba a preparar el dormitorio porque faltaba un mes para que ella llegara, entonces dije “vamos a empezar a adornar esto bonito para cuando llegue”. Entonces recibo un llamado en mi teléfono y mi marido llorando me dice “pon las noticias, la radio, algo pasó”. Con los nervios pensé que él había tenido un accidente, no supe qué pensar.
Víctor Sessarego, su esposo, lo había escuchado por la radio mientras trabajaba como conductor de micro. Eran títulos, flashes informativos, “Chica chilena fue asesinada en Buenos Aires”, “Su nombre es Nicole”.
–Cabía la posibilidad, por eso corrimos a los carabineros, a quienes les contamos la situación –dijo Bórquez–. Entonces nos acogieron y nos llevaron al centro de la ciudad, donde está la policía de investigaciones, y fue ahí, después de un par de horas, donde nos dijeron que sí, que se trataba de mi hija.
Azcona era operario de la empresa de servicios La Montavana. Cumplía horario de 6 a 13 y hacía tareas de limpieza en la Unidad de Terapia Coronaria del hospital. Su día comenzaba bastante más temprano: como vivía en San Francisco Solano, se levantaba a las 3 para tomar un colectivo y después el tren que lo dejaba alrededor de las 5 en la terminal de Constitución.
Según la evaluación de Blanca Villagrán, “obedecía las cosas que le mandaban a hacer y las hacía bien”. No veía nada llamativo en su trato con las personas, “era normal, saludaba, hacía su trabajo y nada más”. La jefa de Recursos Humanos de La Montavana, Alejandra Zonta, tampoco tenía motivos de queja: “Era una persona correctísima. No tengo nada para decir de él”.
Se mostraba serio y callado. Llevaba al hospital cosas para vender: ropa de mujer y alguna vez, según Vanesa Sandoval, también celulares. Ella pensaba que podían ser robados, él decía que se los daba un amigo. Ya había vendido ropa en el Hospital Ramos Mejía: mercadería nueva, de calidad, que conseguía a buen precio en la calle Avellaneda. En esos momentos hablaba un poco más. Las enfermeras le compraban.
Sandoval no llegó a ser su confidente, pero sí la persona con quien más habló en el hospital. Azcona le contaba cosas de su hermana Milagros y de su padre, Roberto, encargado de mantenimiento en un hospital para niños. También le dijo que unos años antes había vivido en Chaco, donde tenía un hijo, y que se había ido por un problema del que no le dio detalles.
A veces, sobre todo los fines de semana, cuando compartían la misma guardia, se encontraban en Constitución e iban juntos al hospital en un colectivo de la línea 84. A Sandoval le llamó la atención que Azcona se bajaba con frecuencia antes de la parada que correspondía, aun a riesgo de llegar tarde.
–Quiero caminar para despejarme –era su explicación.
Los psiquiatras sospecharían que esas caminatas eran parte de sus rituales de exploración urbana.
Una vez él la quiso abrazar y ella lo rechazó. Volvió a intentarlo días después y aun una tercera vez, con el mismo resultado.
–Le dije que no, que así no tenía que ser –recordó Sandoval en el juicio–. Lo entendió.
Azcona también intentó acercarse a otras empleadas de mantenimiento, con el mismo resultado. El rechazo no lo enojaba. Pero tampoco dijo nada. Se lo tomó con su tranquilidad habitual.
Había llegado a principios de año trasladado desde el Hospital Rivadavia, después de pelearse con un encargado, al que acusaba de robar plata de su sueldo. En el Sanatorio Méndez “fue mal visto de entrada” entre los compañeros de trabajo, que sin llegar al bullyng lo hacían a un lado por su manera de vestir y “porque era muy callado y cuando hablaba se trababa mucho”, según Sandoval.
–Yo le dije a los chicos de la guardia que no fueran así, que fueran compañeros –recordó la compañera de mantenimiento.
Azcona cuenta que trabajó en cinco hospitales, “en parto, cirugía, dermatología, en todas las especialidades”. En el juicio se planteó la hipótesis de que robó un bisturí del sanatorio Méndez, con el cual asesinó a Nicole Sessarego Bórquez y al que también habría recurrido para atacar a otras mujeres, aunque él lo niega y dice que utilizó un cuchillo que compró el día anterior del crimen en una ferretería. El arma, en todo caso, nunca apareció.
En su experiencia de trabajo destaca su etapa en el Hospital José María Ramos Mejía.
–Lo primero que me dijeron fue que no me hiciera amigo de los pacientes –afirma.
Atribuye la recomendación a un compañero de trabajo. Azcona dice que no hizo caso del consejo y trabó relación con dos pacientes internados en el hospital, un hombre con el que a veces pasaba su media hora de descanso charlando, y en particular una adolescente que estaba en el sector de oncología.
El personal de limpieza suele pasar desapercibido. Son esos empleados que se mueven en una especie de segundo plano, en silencio, sin que nadie les preste atención. Incluso cuando cumplen tareas riesgosas, como colgarse de los edificios para limpiar ventanas y persianas, algo que hacía Azcona. En los hospitales el mantenimiento está tercerizado, y las rotaciones son frecuentes, por lo que los empleados parecen de paso en los lugares donde trabajan.
Azcona tenía el perfil ideal para ese puesto.
–Yo era mudo, callado, solo limpiaba –dice–. Era una sombra.
Pero esas personas cuya presencia no parece notarse a veces esperan, precisamente, el reconocimiento de los demás. Nadie parece reparar en el trabajo que hacen, nadie lo considera importante, aun cuando a veces, dice Azcona, están en áreas sensibles donde la limpieza es vital, por ejemplo, para evitar la transmisión de enfermedades.
Así fue como comenzó, según su relato, una especie de relación con la adolescente internada en el Ramos Mejía, por iniciativa de la chica, cuando ella notó su presencia.
–Tenía 14, 15 años –cuenta Azcona–. Estaba sin pelo, porque le hacían quimioterapia. Un día me dio conversación, me dijo que yo era limpio y ordenado. Se dio cuenta de que yo tenía una tonada, quería saber de dónde era. A partir de ese momento hablamos algunas veces, eran conversaciones cortas. Pero se sintió la amistad, fue un pequeño vínculo.
La adolescente murió meses después en el hospital.
–Me dio mucha angustia –dice Azcona–. Fui entonces al baño y di un puñetazo contra la pared. Entonces me sentí aliviado.
La anécdota parece ajustarse a una observación recurrente en los psiquiatras que lo examinaron durante el juicio oral: la figura de la mujer, en sus representaciones, aparece rota, quebrada, en riesgo permanente.
A primera vista Azcona impresiona como alguien parco, retraído, alerta ante lo que los otros van a decir. Desde que está preso tuvo entrevistas con unos treinta psicólogos y psiquiatras, según sus cuentas, por lo que se comprende que se ponga en guardia cuando lo interrogan, aunque paradójicamente se lo nota distendido y de buen humor. No es de ninguna manera un sujeto resignado al estudio y la curiosidad de los demás, sino que él mismo comienza por examinar y poner en cuestión a sus interlocutores; yo mismo lo comprobé cuando, a su pedido, le llevé en una visita un ejemplar de uno de mis libros periodísticos y, en la siguiente, me hizo una crítica con bastante aspereza porque no había hablado con los narcotraficantes a los que me refería en un capítulo. Y los que lo definen como huraño, afirma, no lo conocen. De tan obediente en el trabajo, parecía sumiso. Las apariencias, ya se sabe, engañan.
–No soy de hablar –admite–, pero cuando me dan la palabra hablo hasta por los codos. Se fue del Ramos Mejía después de una discusión con su jefa. La situación se repitió en el Hospital Rivadavia. En ambos casos se trataba de reaccionar ante lo que sentía como abusos o demostraciones de poder de sus jefes.
–Tengo problemas con las personas que no cumplen sus funciones o que quieren tomar poder –dice–. Si sos compañera y después te querés hacer la jefa… –sonríe–, dejame de joder.
En el hospital cumplía un trabajo adicional: se encargaba de recolectar los pedidos de sus compañeros para el almuerzo, y de las compras en una panadería y un supermercado.
–Era una forma de control –dice–. Hacer eso en el hospital era socializar, integrarme al grupo. Mi descanso era de 10.30 a 11, y como iba de compras podía estar hasta dos horas afuera del hospital, y no me podían agregar más tareas.
Hasta pensó en proponerse como delegado, pero lo despidieron antes de que hubiera elecciones.
En la sala de visitas del módulo 1 de Ezeiza, Azcona desgrana otro recuerdo de su paso por el Ramos Mejía: estuvo allí el 22 de febrero de 2012, cuando el hospital recibió a las víctimas de la tragedia de Once, el accidente de un tren de la línea Sarmiento que dejó 51 muertos y 702 heridos.
–Se declaró el alerta rojo y cerraron el hospital –recuerda.
Fue su primer contacto con los medios.
–Aparecí en la tele –dice, con una media sonrisa–. Barriendo los guantes que usaban los enfermeros, con un gorrito.
Piensa que todavía deben estar en algún lugar de internet aquellas imágenes, cuando nadie lo conocía.
Desde su detención, Azcona se enfrenta a una pregunta: ¿por qué mató a una mujer a la que no conocía? En ese momento no tenía una respuesta. La mayoría de los psicólogos y psiquiatras que le hicieron entrevistas y tratamientos en prisión, dice, no le sirvió para nada.
–Con algunos psicólogos soy bastante duro –afirma–. Les contesto y los pongo a prueba. Cuando me hacen las mismas preguntas, me doy cuenta de que no están trabajando.
Exceptúa a Gabriel Cartaña, quien lo atendió durante dos años, “porque me explicó el sentimiento de la angustia, me hizo trabajar el arrepentimiento”. Azcona empezó a elaborar una interpretación que propone rápidamente cada vez que se lo interroga. Actuó por una acumulación de ira, dice, una especie de sedimentación de frustraciones en distintos aspectos de su vida que terminaron en una explosión “ciega y caótica”, el asesinato de Nicole Sessarego Bórquez.
–Yo tenía esa ira, y no sabía –dice–. En algún momento tenía que estallar, y afuera parecía como si nada hubiera pasado.
Para alguien más bien parco, el valor de la escritura como forma de expresión se potencia. En la cárcel, entre otras cosas que preparó para recibirme en la primera visita, Azcona me da a leer un manuscrito suyo:
Vagaba sin rumbo, sin sentido, por las grandes calles de Buenos Aires. Con el alma despedazada, alejado de todo sentimiento humano sin poder recordar el pasado, ni soñar con un futuro. Solo vivía el momento, cada paso que dé destroza cada vez más rápido mi existencia en esta sociedad, hasta que llegué al punto de estar completamente privado de mi libertad.
Empezar a sentir cómo del fondo de mi ser atraviesa esa oscuridad que tengo dentro y cada sentimiento que sale le puedo comparar como si fuera un tren de carga que directamente impacta a mi alma, inyectándole angustia, miedo, soledad, desesperación y arrepentimiento. En esos momentos que pasé por mucho dolor no valoraba ni mi propia vida.
Una versión y una interpretación de su historia.
Anticipo de La oscuridad dentro de mí. El relato femicida, editado por Gárgola.