Las marcas del terrorismo de Estado a través de un árbol genealógico cuyas ramas más nuevas conservan los reflejos de persecuciones y la memoria familiar de libros quemados, teléfonos pinchados y visitas a calabozos. (Ilustración: Luis Scafati).
No hace mucho me di cuenta que la paranoia, uno de mis temas favoritos en literatura, guarda una relación directa con mi historia familiar. Fue en un viaje que hicimos con mi madre por Mendoza. Un viaje en un auto alquilado que, antes que geográfico, fue un recorrido por el pasado. Encuentro con parientes, cenas con buen vino, mates con tortitas, anécdotas, secretos, rencores, imágenes recortadas por voces que configuran un mapa del recuerdo. El recuerdo empieza con una imagen: mi abuelo, militante peronista, y mi padre, joven de pelo largo que se preparaba para ser actor, rompiendo y tirando libros al inodoro. Hojas arrancadas sobre el agua turbia. Esa imagen, sin haberla vivido, me acompaña desde chico. Mi historia funciona como reverso: los libros en el centro de la vida. La colección de teatro, los filósofos en lo alto del estante, la caja con cómics, el olor de las novelas rusas de tapa dura que no entendía y, con el tiempo, el fervor por Borges frente a las fotos de Perón como una broma irónica. Después, como un rayo sobre la mesa familiar, la poesía. El grito desesperado de Lorca en la voz de mi viejo, la cadencia romántica de Neruda en el suspiro de mi vieja, la sangre inquieta en los cuadernos tempranos de mi hermana, el rap improvisado de mi hermano y mi propia exageración bohemia cuando, con un libro de Artaud en la mano, jugaba a ser Jim Morrison. Pero en el fondo, como un zumbido interno, la paranoia seguía flotando. Yo, que fui incentivado a estudiar arte, que hice dedo por el norte y el sur argentino, que viví en comunidad, que me perdí en Shanghai, que alteré mi cabeza buscando respuestas a preguntas imposibles, que me formé políticamente en un ciclo histórico que le devolvió el sentido épico a un país vaciado, nunca pude sacarme la paranoia de encima. Hace poco entendí que la genealogía de la paranoia comienza con mi abuelo perseguido, los teléfonos pinchados, los buchones de turno, las visitas de mi viejo al calabozo, la angustia en el pecho de mi abuela esperando señales de aviso, las calles solitarias manchadas con sangre. Señales de aviso: hilo invisible de una conexión familiar. Teléfonos públicos, localizadores, celulares, mensajes de texto. Dispositivos urgentes que buscan restaurar el sentido frente al fantasma de lo otro: la ausencia, la falta, la desaparición. Los que me conocen saben que, hasta el día de hoy, cuando alguien no me da la señal de aviso, se activa automáticamente la alarma interna. La herencia del terror. El terror del silencio. Ese que para muchos era (y sigue siendo) salud. Ahora, por salir a marchar una vez más, respirando el aire artificial de los medios, mirando la foto de Walsh en sus cuentos completos, escuchando el hit del verano que entra por las grietas del discurso oficial; ahora, mirando las nuevas olas de la infamia, en el tiempo del big data, en la democracia vulnerada, en la pos-verdad o, como dice Mario Arteca, en la pre-realidad; ahora, en la cultura del meme, el emoticón y el posteo que reafirma la existencia; ahora que ya no necesitamos espionaje porque somos servicios de nosotros mismos; ahora que regalamos nuestra identidad al mercado de datos, ahora entiendo: prefiero ser un paranoico que un androide.