Una reflexión en caliente sobre el arte, la capacidad y la utilidad de tirar piedras. Y de las consecuencias que quizás se busquen con eso.

Hoy entré en la movilización desde la 9 de Julio, acompañé por el costado la extensísima y colorida columna de organizaciones sindicales, políticas y sociales y disfruté, a lo largo de Avenida de Mayo, la alegría de reconocerse con tanta gente, juntos en una protesta que difícilmente iba a terminar bien. Hasta que llegué a destino, el Congreso de la Nación. Mi objetivo era plantarme ante el vallado que cercaba el Parlamento y presenciar el inicio de los más que obvios desmanes que iban a cerrar la jornada. Acudí con una ilusión adicional: tratar de comprender la psicología del cascoteador urbano. Ya en la zona detecté alrededor a los primeros amigos de la capucha –con trapos enroscados muy profesionalmente, sin ninguna identificación política, social o sindical– que empezaron a lanzar piedras en dirección a la pared policial. La distancia que separaba al cascoteador de la policía no volvía a su arma peligrosa, la curva de la trayectoria de algunos piedrazos, incluso, permitían predecir el punto de caída, posibilitando al objetivo desplazarse sin mucha incomodidad. Desde luego, la futilidad del ataque no es la única razón que vuelve al cascoteo un sinsentido evidente.

Me acerqué a uno de los encapuchados. Me costó romper el hielo, nunca es fácil intentar una conversación con una persona con el rostro cubierto.

-Escuchame flaco, ¿no te das cuenta que si les tirás piedras van a empezar a reprimir?

A lo mejor no dije las palabras adecuadas. Pero su respuesta tampoco fue la que esperaba.

-¿Y vos no te das cuenta que vas a tener que empezar a correr? No entendés nada, forro.

La sugerencia –correr– es la actitud menos aconsejable cuando a pocos metros hay una multitud. Pero me separé de ellos para mirar. Y vi cómo los carros hidrantes lanzaron sus primeras bengalas de agua, cómo avanzó la escudería azul en organizada fila y empecé a sentir los primeros efectos del gas lacrimógeno. Ahí los pañuelos tenían sentido, la garganta pica y cuesta respirar.

La gente comenzó a abandonar la marcha por calles adyacentes. El lanzamiento del cascote, seguido por la acción del gas y los perdigonazos de goma, empezó a alejar a la gente que había ido a manifestarse en paz. A los otros, a los desconocidos de siempre, a esos tipos que no conocemos por lo que dicen sino por lo que hacen, los empezamos a entender. Son los que dejan servida la represión, la justificación ideológica de los neandertal, que piden usar balas de plomo en vez de balas de goma y cambiar el foco de la cuestión: que no se hable del motivo de la protesta, el despojo a los jubilados y tutti cuanti, sino de esas “hordas de ignorantes hijos de mil putas encapuchados y con palos tirando piedras, botellazos y todo lo que tienen a mano”. Son todo eso y más, pero no tienen nada que ver con los que fuimos por un reclamo justo.

Cualquiera fuese el motivo que los lleva a tirar piedras, su modus operandi los transforma en esperpénticos aliados del gobierno, no importa si son lúmpenes contratados por los servicios, mi teoría conspirativa preferida, o agitadores que, inconscientemente, hacen lo que el Ministerio de Seguridad espera que suceda para legitimar los atropellos de siempre.

Y es entonces cuando la identidad de los encapuchados se vuelve irrelevante. Son compañeros en el arte de inmovilizar.