Aunque muchos citadinos no lo crean, hay gallinas autóctonas de nuestra América que ponen huevos verdes. No los vas a conseguir en el súper, pero por ahí sí en algún almacén de campo. Bueno, El Pejerrey Empedernido se encontró una docena y se mandó flor de tortilla.

Este invierno es peor que el de aquél viejo turro finiquitado que se llamaba Álvaro Alsogaray. Es como el actual (turro) entre turros, que de tantas maldades que hacen él y sus cómplices antes de irse pareciera que no se van más. Las lluvias y los fríos de primavera mucho daño nos provocan, a mí y a mis congéneres, de lagunas, ríos y mares; tanto que me gustaría ser piraña, al fin de cuentas esas primas malas de la familia tienen razón, de ciertos personajes nefandos solo los huesos deberían quedar, y no sigo porque no vaya a ser que el lunes próximo, cuando disfrazado de humano viaje en tren desde Constitución hacia La Plata, uno de los patovicas que dicen cuidarnos a bordo del convoy se plante y me pida documentos, ahora que la ministra a quien el único rastro humano que le queda es su alcoholismo, dispuso cana para todos lo que luzcan cara de atorras. Los Peje no nos bancamos ningún tipo de estado de sitio y no sea que me cache la viaraza de la metamorfosis y me vuelva piraña bravía, y al matón de turno ni su puto culo le quede, pero ni para hacer popó. Bien, bien, calmate me dije y así fue cómo comencé a revisar papeles – les recomiendo hurgar bibliotecas para bajar la mufa –, y miren lo que encontré, borroneado hará unos diez años más o menos, y claro nunca publicado por acá, no vaya a ser que los de Socompa me digan cortala Pejerrey Empedernido que este cuento ya lo contaste: ¿Acaso saben ustedes de algo de tanta sabrosura como dos huevos fritos, en manteca, aceite vegetal o grasa de bestia muerta, con sus bordes de claras crocantes y yemas jugosas, y pan pa’ mojar hasta dejar el plato reluciente? Entonces, con un vaso de tinto y a llorar a la iglesia, porque ateos sí, aunque aquello de los portales que lindo que suena. Si hasta dicen que el huevo frito es la prueba de hierro de todo cocinero que merezca llamarse tal, y no como se autodenominan muchos de la tele, charlatanes y cajetillas, pues solo un cajetilla y solemne pelotudo, por aquello de que pelotudez y solemnidad son sinónimos y expresen a quienes creen enunciar brillos y sólo cantan boludeces, puede disfrutar mientras cocina a la intemperie de los vientos; y la emprendo de esta manera porque al coso de marras más de una vez  lo vi salando a los cigotos mientras crepitaban en la sartén. Mis abuelas pescadillas y cocineras al fin le hubiesen espetado imbecille patentato o connard, en tano o la franchute, tal cual prefieran. Hace unos diez años aproximadamente acuatizó en mi cercanía una joven interesada en los presentes asuntillos de la cocina como cultura, en fin como política, digamos, y para mi regocijo portaba un presente de incalculable valor: casi una docena de huevos verdes, de esos que ponen las viejas gallinas araucanas. Parece ser que la gallina araucana es oriunda del sur de Chile y Argentina, aunque también supieron de ella en el Cuzco. Los mapuches conocían dos variedades – collonca y quetro-, y las criaban en cautiverio. Ponen huevos verdosos, a veces tirando a azul celestes; grandes, de cáscaras firmes, claras consistentes y yemas de un amarillo intenso. Da gusto cascarlos y echarlos en la sartén, redondos, batidos o estrellados; salarlos – después, claro, no haga cosas de connard – y disfrutarlos; yo siempre con mi escritora preferida, como nos atormenta el amigo Ducrot. Y ni pensar quiero en una mayonesa casera, con aceite de oliva y una pizca de ajo. ¿Se la imaginan sobre un pan tostado, con generosas rebanadas de matambre y tomates, no verdes sino rojos? Y ya que estamos de huevos raritos para el uso consuetudinario (¡qué palabreja me busqué!), bánquenme lo siguiente. He aquí un texto insoslayable, una selección entre los primeros párrafos de una obra suprema, quizá la mejor crónica escrita del periodismo argentino, “Una excursión a los indios ranqueles”, de Lucio V. Mansilla (1870): No sé dónde te hallas, ni dónde te encontrará esta carta y las que le seguirán, si Dios me da vida y salud. Hace bastante tiempo que ignoro tu paradero, que nada sé de ti; y sólo porque el corazón me dice que vives, creo que continúas tu peregrinación por este mundo, y no pierdo la esperanza de comer contigo, a la sombra de un viejo y carcomido algarrobo, o entre las pajas al borde de una laguna, o en la costa de un arroyo, un churrasco de guanaco, o de gama, o de yegua, o de gato montés, o una picana de avestruz, boleado por mí, que siempre me ha parecido la más sabrosa. A propósito de avestruz, después de haber recorrido la Europa y la América, de haber vivido como un marqués en París y como un guaraní en el Paraguay; de haber comido mazamorra en el Río de la Plata, charquicán en Chile, ostras en Nueva York, macarroni en Nápoles, trufas en el Périgord, chipá en la Asunción, recuerdo que una de las grandes aspiraciones de tu vida era comer una tortilla de huevos de aquella ave pampeana en Nagüel Mapo, que quiere decir “Lugar del Tigre”. Los gustos se simplifican con el tiempo, y un curioso fenómeno social se viene cumpliendo desde que el mundo es mundo. El macrocosmo, o sea el hombre colectivo, vive inventando placeres, manjares, necesidades, y el microcosmo, o sea el hombre individual, pugnando por emanciparse de las tiranías de la moda y de la civilización (…). Lo más sencillo, lo más simple, lo más inocente es lo mejor: nada de picantes, nada de trufas. El puchero es lo único que no hace daño, que no indigesta, que no irrita (…). Te diré, Santiago amigo, que te he ganado de mano. Supongo que no reñirás por esto conmigo, dejándote dominar por un sentimiento de envidia (…).  El deseo de ver con mis propios ojos ese mundo que llaman Tierra Adentro, para estudiar sus usos y costumbres, sus necesidades, sus ideas, su religión, su lengua, e inspeccionar yo mismo el terreno por donde alguna vez quizá tendrán que marchar las fuerzas que están bajo mis órdenes -he ahí lo que me decidió no ha mucho y contra el torrente de algunos hombres que se decían conocedores de los indios, a penetrar hasta sus tolderías y a comer primero que tú en Nagüel Mapo una tortilla de huevo de avestruz. Hasta aquí Mansilla. Y me despido, ya volveremos con la cocina aquella, bien ranquel. Hoy. ¡Salud!

¿Querés recibir las novedades semanales de Socompa?