Si uno le hace caso a El Pejerrey Empedernido, en estas fiestas va a haber quilombo en más de una mesa por la disputa ente el Matambre y el Vitel Toné por los amores de la Ensalada Rusa. Mientras esperamos, va una receta de matambre para chuparse los dedos.
Permitidme una primera cita: No, no fue un salto; fue un abalanzarse de acorralado cazador. Tuvo que levantar la empuñadura afirmándose con las dos manos para clavar la hoja. ¡Y cómo desapareció en la suavidad de las nutrias! ¡Cómo se le fue hacia adentro, camino del corazón, en la carne de ese animal que está cazando y que ha logrado por fin! La bestia cae con un sordo gruñido, estremecida de convulsiones, y él cae encima y siente, sobre la cara, en la frente, en la nariz, en los pómulos, la caricia de la piel. Dos, tres veces arranca el cuchillo. En su delirio no sabe ya si ha muerto al cuatralbo del Príncipe Doria o a uno de los tigres que merodean en torno del campamento. Hasta que cesa todo estertor. Busca bajo el manto y al topar con un brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo cercena con la faca e hinca en él los dientes que aguza el hambre. No piensa en el horror de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse. Sólo entonces la pincelada bermeja de las brasas le muestra más allá, mucho más allá, tumbado junto a la empalizada, al corsario italiano. Tiene una flecha plantada entre los ojos de vidrio. Los dientes de Baitos tropiezan con el anillo de plata de su madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el rostro torcido de su hermano, entre esas pieles que Francisco le quitó al cuatralbo después de su muerte, para abrigarse. El ballestero lanza un grito inhumano. Como un borracho se encarama en la estacada de troncos de sauce y ceibo, y se echa a correr barranca abajo, hacia las hogueras de los indios. Los ojos se le salen de las órbitas, como si la mano trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más y más (de Manuel Mujica Láinez, en El hambre,1536)… Y una segunda: Si llegamos hasta la boca del subte y la suerte nos acompaña podremos escabullirnos en los túneles, seguro que ahí quedan algunos de los nuestros; es la única posibilidad que tenemos. Y se sujetan de las manos para darse valor, dispuestos a correr sin mirar atrás, sólo apretando entre los brazos las bolsas mugrientas y hasta salpicadas con sangre en las que llevan unos panes duros, algunas papas podridas y apenas algo más. Corren desesperados. Ya ven la marquesina rota en la que dice Línea B Uruguay, o algo así. Sólo siente él la mano de ella y ella la de él. Corren, saben que no hay sitio de la ciudad donde no se estén matando, apenas si para sobrevivir, aunque sea para escapar del hambre; y no sólo de ese hambre letal del que hablan los médicos sino también del otro, de aquel que duele en barrigas más o menos infladas, de ese hambre que es negador del goce, el que para políticos y estadísticos no existe porque ellos sí que gozan (del guion de Buenos Aires, la furia, una serie distópica que no se filmó y difícilmente vaya a filmarse alguna vez)… Y ahora una tercera y definitiva cita – y con el texto que hoy leen, si es que lo hacen, se los prometo, termino con el morfar de estos días en cada año -, porque qué menos se merece un comer tan nuestro y tan diciembrero que en el nombre lleva algo así como su propia misión histórica, la de oponerse con enjundia y sabores, nada me nos que al hambre, a todos los hambres: Un extranjero que ignorando absolutamente el castellano oyese por primera vez pronunciar, con el énfasis que inspira el nombre, a un gaucho que va ayuno y de camino, la palabra matambre, diría para sí muy satisfecho de haber acertado: éste será el nombre de alguna persona ilustre, o cuando menos el de algún rico hacendado. Otro que presumiese saberlo, pero no atinase con la exacta significación que unidos tienen los vocablos mata y hambre, al oírlos salir rotundos de un gaznate hambriento, creería sin duda que tan sonoro y expresivo nombre era de algún ladrón o asesino famoso. Pero nosotros, acostumbrados desde niños a verlo andar de boca en boca, a chuparlo cuando de teta, a saborearlo cuando más grandes, a desmenuzarlo y tragarlo cuando adultos, sabemos quién es, cuáles son sus nutritivas virtudes y el brillante papel que en nuestras mesas representa (de Apología del matambre, de Esteban Echeverría)… ¡Qué largo estoy hoy! Es que pretendo deshacerme en cumplidos en pos del perdón de Don Matambre, quien a raíz de un texto que por aquí les acerque hará cosa de dos semanas, él me lanzó la siguiente acusación: Mire don Peje, no parece amigo de Ducrot, pues creo que al hombre nunca se le hubiesen ocurrido esas maniobras como las de usted, para que un conocido por todos decida hacerle la corte a mi novia, la Rusa. Su letra hizo que se fuera ella de fandango con don Vitelo, el del Toné; pero yo me creo sabio y comprensivo: a usted no lo retaré a duelo, al fulano de la fuente de al lado en la mesa de Navidad y Año Nuevo menos que menos, y a la Rusa, si la ve, dígale que la espero enamorado, como si nada hubiese ocurrido, y a otra cosa mariposa… Después de ese emotivo mensaje no me quedó más remedio que extenderme en esta escritura, por lo que pido comprensión, sobre todo al no poder con cierta manía y apañármelas para volver sobre mis trece y recordarles brevemente a quienes se dedican a la política como profesión, que sí, entre nosotros hay hambre, y de justicia social… Ahora a lo nuestro: juntad unos mangos porque la malaria cunde, tanto que vean lo que dije por ahí no hace tantas horas: 908 sopes por 750 gramos de entraña y tres chorizos, y ya anuncian que, en la semana que comienza, habrá más aumentos. En frutas, verduras y almacén, con disparidades, sucede algo parecido. La llamada cadena de formadores de precios no es otra cosa que una banda de saqueadores, criminales seriales de lesa canasta familiar. ¿Y el Estado a la hora de regular lo que debe ser regulado? Mucho ruido y pocas nueces ¿Precios rebajados para asados, vacío y matambres? ¡No jodan, no es serio! Sólo pueden creerlo los que viven con sus panzas satisfechas o quienes ni por error hacen las compras de cada día. Listo, ya pasaron entonces por la carnicería y vuelven a casa con un orondo matambre de vaca, lo más desgrasado posible. Lo extienden sobre la mesa y lo cubren con un salteado de espinacas o escarolas si apenas susurradas por el vecino ajo, una zarabanda discreta de zanahorias en rodajas caramelizadas, huevos hervidos trozados y, hacedme caso, ciertas aceitunillas verdes que las quiero verdes, como siempre escribo; lo enrollan con suavidad al ritmo que quieran del gran Verdi, al sonar de Troilo lo atan con piolín para cocinar como si de amarrar en puerto seguro se tratase, y lo cuecen en agua que bulle y en la que nadan una cebolla y algunas hojas del glorioso laurel; cuando don Matambre está listo, es decir a punta suave de tenedor, pues lo retiran y lo dejan enfriar – hay quienes dejan que ello suceda entre las agua mismas que van perdiendo temperatura – y lo dejan un rato bien largo, cubierto por eso que llaman film, bajo el peso de algo que lo consolide como tal…Tras desenvolverlo y desanudarlo, y con rumores del gran Miles Davis, al filo severo de la mejor cuchilla lo transforman en rodajas… Y como la Rusa aún está piensa que te piensa en qué hacer, tal cual escribiera el mismísimo Lenin, porque miren que será ella sensible e inteligente que me han dicho probable es que decida amar tanto a uno como a otro, es decir a don Vitelo y a don Matambre, es que para semejante ocasión les recomiendo una ensalada de remolachas hervidas y cebolletas crudas, con aceite de oliva, pimienta poca y un beso de picante hecho en casa, entre un morrón de los colorados y un puñado de putapariós, todo licuado y deshidratado en mucho, al calor de la hornalla… Y sí, seguro que los ortodoxos me silbarán o tirarán con tomates – por favor que sean rojos maduros, los mejores para mis salsas – pero se me antoja que, por ellos, por la Rusa, don Matambre y demás viajeros en las noches de jolgorio, ¡Salud con una sangría de Malbec y frutillas!
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