Es como una maldición venida desde la Antigüedad: el color amarillo abre paso a tantas interpretaciones y asociaciones que abruma. Acá va un repaso vertiginoso que puede que termine en pesadilla. O en posverdad.
Cuando está por terminar Yellow submarine, es decir, cuando los blue meanies se sienten completamente derrotados y cuando el más malo de todos no sabe a dónde ir (“where could we go?”), porque Pepperland ha sido reconquistada, un secuaz le responde con una pregunta. “¿Argentina?”. A partir de ese interrogante, nuestra inserción en el mundo beatle fue también topográfica, y la excusa para escribir lo que sigue.
De chicos creímos saber que los villanos del mundo pop se refugiaban acá al igual que los nazis y ustachas. No en vano, Azul era el uniforme de la policía y nos hacían cantar a desgano “azul un ala”, el aria de la ópera Aurora, esa que comienza con “alta en el cielo”. Podría suponerse que, de haber existido una secuela de la historia del submarinito, los blue meanies podrían haber encontrado un ecosistema cromático ideal en el sur del globo y los Beatles los vendrían a buscar para proseguir la batalla. Pero no: los fab four se separaron y sus enemigos se camuflaron. Como los camaleones, que al sentirse amenazados accionan sus hormonas y transforman el tinte de su epidermis, ellos, los meanies, es decir, los mezquinos, miserables, infames, si nos atenemos a la traducción, se volvieron amarillos. Y así pasó el tiempo, pasaron los años y los gobiernos; pasó tanto que olvidaron su origen añil, la prosapia índiga, y empezaron a identificarse fuertemente con lo áureo. De tan rubios y de ojos celestes que son o se sienten, resueltos a terminar con el bajo perfil, decididos a ser otra vez ellos, porque al fin de cuentas Buenos Aires era mejor que Pepperland, hicieron de lo ambarino su insignia. Y, de a poco, todo se volvió en esta ciudad y en este país amarillo.
En su maravilloso Colores primarios, Alexander Theroux señala que el amarillo tiene, para toda su dramática inalterabilidad, “miles de significados”. Pero no acá y ahora: el amarillo nos atraganta. Devino monovalente. Y así lo vemos en las calles, en los emblemas, en las publicidades, y toda insinuación de lo azafranado, lo ocre y pajizo, pasa ahora por el tamiz de lo que podríamos llamar “amarillo macriano”, un amarillo que duele, irrita. Porque, claro, cierto, es el color del sol, pero también, y lo sé por Theroux, el de la cobardía, con lo que podría estar todo dicho. Pero no, la cosa es más compleja: amarillo es el halo de los santos y amarilla la orina con la que nos mean a diario desde un cielo amarillo. Se esconden en el consenso del pigmento y transforman sus actos en el color de la cobardía, el de la gallina (y el gas pimienta si nos fijamos bien); y nos quieren inculcar el pasto famélico (amarillo) de la retórica coach/estatal.
De McDonald’s al antiguo Egipto
El amarillo se somete a capas continuas de devaluación simbólica. Es el color de la sabiduría, la iluminación, la intuición, lo magnánimo, aunque esos dones estén cancelados. Pero también amarillas son las letras del teleprompter, el traje del payaso Ronald McDonald (para el ministro de Trabajo, en sus fast food podría comenzar la aventura del ascenso social como empleado del mes), amarilla es la peluca de Chirolita y la Casa Amarilla es el Museo de Boca, donde claramente empezó la conquista de todo (lo que faltaba). En el antiguo Egipto, el amarillo representaba la felicidad y la prosperidad, pero en Argentina es la prosperidad de los idénticos a sí mismos. Un atributo. Leo en La Nación –y que nadie, por favor, la confunda con periodismo amarillo ni el posverismo- que la Primera Dama “recibió un sash o banda color amarillo oro que significa su pertenencia a una orden de mérito en honor a su visita a Holanda”.
Hubo un tiempo, en la inmediata posdictadura, que el amarillo se asoció a la fiesta despreocupada a través de la tapa del primer disco de Los Twist, La dicha en movimiento, y después vino Gustavo Ceratti con Amor amarillo, pero como todo pasa por la máquina de reconversión, tenemos un túnel amarillo, el de la avenida Beiró, que se llama Gustavo Ceratti (la disputa imaginaria entre el Soda Stereo patrocinado por la ciudad y el Circo del soleil –amarillo-, de un lado, y el Indio Solari, por el otro, quedo expuesta en la distancia entre las veladas del Luna Park y el barro de Olavarría, metáforas de una larga tradición de lo binario) .
De acuerdo con ciertas condiciones lumínicas, el cerebro puede interpretar con matices un color, lo que establece una diferencia entre lo óptico y lo perceptual. Goethe decía que un único color excita, mediante una sensación específica, la tendencia a la universalidad. Sin embargo, el espectro se nos achica cuando miramos el presente. Todo se amarilliza, como los globos de la Costanera que se sueltan al aire con el acompañamiento de música tecno o Chano. Si veo las páginas de The yellow kid, una de las primeras historietas dibujadas a principios de siglo, aquel personaje montaraz se me vuelve por completo siniestro, avieso, y si, al alba, hay una bruma, que es amarillenta, tiendo a pensar lo peor. Esa tendencia a la reinterpretación no tiene límites: un cuadradito de manteca dejado sobre la mesa de un restorante es la mano que alguna vez te dio –por imposición protocolar- un alabador, como en la China de la dinastía Ming, del único color que podía vestir el emperador. En su inmensa recopilación, Thereaux recuerda que el tercer chakra, uno de los vértices de energía situados a lo largo del plexo o eje del cuerpo –el centro del poder personal, la imagen de sí y las emociones- es amarillo, como es amarillo el LSD, a la que se llamó “yellow sunshine”.
No puedo de dejar de llevar el río del significado hacia la misma desembocadura de este diciembre de bilis (amarilla). Si hasta Colores primarios se invierte y solo me queda lo primario, el número primo del blanqueo, que, sabemos, es amarillo, y, la deriva va de lo primo a lo familiar, el símil, lo calcado y, ¡zas!, me digo, a los gritos, ¡Calcaterra!. Ahí recién tomo conciencia de que lo que empezó siendo un juego con los Beatles abrió la puerta de una repulsión mayor. El otro día vi Loving Vincent, la película polaca sobre Van Gogh que recrea su modo de pintar la realidad a partir de la animación, y de repente aparece el cuadro de la pipa y, otra vez, el amarillo, y ya la historia no es la misma, aunque mismo es el miasma discursivo, el teñido de Elisa Carrió , parecido al de Rita Hayworth en La dama de Shangai, lo que la convierte en nuestra Dama del Chaco, pero sin el juego de espejos. Amarilla es la moneda falsa con la que nos pagan y seguirán pagando. Creo que el azul meanie me sentaba mejor porque era inconfundible hasta para los daltónicos.