¿Te imaginaste alguna vez un helado de mascarpone y vino merlot? Bueno, parece que existe y El Pejerrey Empedernido te lo cuenta, pero también habla de langostinos y otros especímenes marítimos.
Cuando se cumplan las horas que inexorablemente llegarán con la luna que no se ve y que el reloj se emperra en marcar, una por una y hasta el infinito, pese a lamentos y maldiciones, entonces me zamparé una palta enlimonada y picante, así nomás, nada de guacamoles en esta ocasión, y el problema es que me acomete un ataque de culpa. ¿Por la palta? Nooo Ducrot, ¡cómo se le ocurre! Ella esta noche sólo será gentil dama de compañía; lo culposo pega por mi parentela. Escuche lo que le cuento: antes de sentarme a escribir para los cosos esos amigos suyos, los de Socompa digo, dejé un puñado nada despreciable de langostinos, primos más que cuñados al decir verdad, para que se oreen a la fresca y antes de ir a la heladera, donde aguardarán en la oficina del juez que está por darle casorio a Gary Cooper con Grace Kelly, aquel domingo a las diez y media de la mañana, mientras poco falta para la llegada de un tren a Hadleyville…Es decir, para que mis primos esperen la hora señalada en la que saltarán dentro de una sartén de fierro con un algo bien poco de aceite de oliva que pela y quedar rojos entre sus propios rubores y los coronados por ciertas especias de Canarias, y le apunto: que ojalá pudiese acompañar a primos y palta con aquel vino de Benicarló, de Castellón de la Plana, más conocido en el pasado de nuestras copas como viejo Carlón, y chamuyar bajito con el codo en la mesa mugrienta y la vista clavada en el suelo, piensa el tano Domingo Polenta en el drama de su inmigración; y en la sucia cantina que canta la nostalgia del viejo paese desafina su ronca garganta ya curtida de vino carlón (gracias Nicolás Olivari y Cátulo Castillo). ¿Y sabe qué Ducrot? No sólo de culpa se vive de a ratos sino también de recuerdos, y me asalta lo que hace mucho usted me dijo acerca de una sobrina suya, de saludable impertinencia adolescente ante el poder siempre, que al sentarse un medio día de convite a yantar tuvo el tupé de preguntarle algo así como no será que otra vez hiciste fideos con chabones del mar, en insolente sinonimia para significar un plato de tallarines con salsa de mejillones y camarones. En fin, así estamos; dele al yugo y no proteste, mientras le bato una que acaba de dejarme entre resoplidos y cantos de placer: resulta que…No, no, primero esto, y no se haga el gil porque lo afané de un libro que usted mismito escribió y no será la primera vez que lo cuente por estas comarcas del periodismo fronterizo: El verano porteño de 1845 fue muy caluroso. Sin embargo los habitantes de Buenos Aires se sentían felices. La Confitería de los Suizos, orgullosamente enclavada sobre la calle Piedad (actual Bartolomé Mitre, entre Florida y San Martín) había sacado a la venta helados de crema y de frutas. Unos años después, el italiano Francisco Migone, propietario del Café de los Catalanes, ubicado en la esquina que hoy forman las calles San Martín y Perón, también ofrecía helados de distintos sabores. Por aquel entonces, todos los helados de la ciudad eran preparados con hielo llegado desde Estados Unidos y depositado en la heladera del viejo Teatro Colón, construido entre 1855 y 1857. Debajo del sector plateas, el teatro contaba con una heladera con capacidad para mil toneladas de hielo, el que originalmente se utilizó para abastecer cafés y restaurantes. En 1855, todo el hielo que se consumía en la fabricación de cremas heladas y sorbetes llegaba en forma de barras envueltas en paja y depositadas en el fondo de las bodegas de los barcos. Sin embargo, los porteños conocían el hielo desde 1829, año en que un genovés de apellido Caprile lo traía desde los Alpes italianos y cargaba en el puerto de Génova en tres barcos de su propiedad, el Idra, el Apollo y la Adelayde. La primera fábrica de hielo la tuvieron los argentinos en 1860, y fue obra de un alsaciano llamado Emilio Bieckert; pero en las provincias se podían refrescar bebidas, conservar alimentos y preparar helados con el hielo que unos veloces jinetes denominados “heleros” traían desde los picos andinos y sub andinos. En Mendoza, por ejemplo se comen helados desde 1826…Y también lo que sigue, que no es suyo sino que fue afanado por ahí: el queso Mascarpone nació en la Lombardía a principio del Siglo XVI y cuenta que en su destino primero fue decisivo el hecho de que las vacas lombardas manducasen por aquellos tiempos una pastura de heno y flores, la responsable de su sabor de orígenes. Si ya sé, me dirá que muy conocido es porque sin él no existiría el Tiramisú, pero vayamos a lo que quiero que sepa y ya lo anuncié en el título; préstele tención a lo que continúa y después opine. En la Santa María de los Buenos Aires, ciudad capital de las Provincias Unidas del Río de la Plata, que es donde usted y yo vivimos y no haga alharacas por los nombres a los que recurro, existe una heladería que para mi poca humilde opinión se encuentra entre las más mejores de todas las que conocí, y las recuerdo en La Habana, Viena, Milán, Nápoles y Nueva York, por ejemplo y ya que vamos a fanfarronear con eso de los viajes que casi siempre por laburo fueron, porque los Peje laburamos, ¡qué joder!; le refería, sí, la que se llama Heladería Scannapieco y queda por la avenida Niceto Vega 4983, con guasá 11 5859 8791 y también la cachan por el feisbu. Pues bien, allí inventaron una crema helada a base de Mascarpone y vino Merlot caliente que me ha dejado stone stone che, se lo juro…de probarlo al paraíso es un viaje de ida, palabra de pescado errante. Entre chabones del mar, paltas y helados, sin culpa, que para eso puse en la victrola aquello de primero hay que saber sufrir, después amar, después partir y al fin andar sin pensamientos, perfume de naranjo en flor; entre todos y hasta la próxima, ¡Salud!
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