“De estos tiempos voy a recordar la angustia, el silencio, los gritos repentinos, la cacería de los vecinos -improvisados policías-, los runners, los viejos en filas interminables. Como si la libertad fuese desde ya, enseguida, nada”, dice la autora de este texto, una argentina aislada por la pandemia en Italia.
También esta mañana fue difícil correr la piedra del pecho para levantarme. Los árboles florecidos detrás de la ventana subrayan que la única vida que se detuvo es la humana. La primavera italiana del 2020 va a ser recordada como el primer momento en el que la naturaleza ha pertenecido únicamente a sí misma.
Un sol resplandeciente, despiadado, como casi todo el resto, acuna el parloteo del cauce y al único auto vivo que se dispara antes del verde. El hombre solo, de espaldas a la calle, la muleta sobre el banco y la mirada allá, casi perdida, a más de un metro de distancia de alguna otra desconocida. El silencio de afuera dice todo lo que hay que decir de esta pesadilla.
No espero nada espectacular del fin del mundo. Ahora ya sé que puede ocurrir de la manera más banal, como un reality show o mientras vivimos una escena de Rear Window de Hitchcock. Asomarse a las ventanas, invadir los balcones, no es más que una catarsis que responde a la necesidad de interactuar con alguien más allá de la propia esfera, buscar una respuesta, sostener la certeza de no estar solos y sobre todo de no haber desaparecido. El animal social que un mes atrás ponía el himno a todo volumen, que aplaudía como hechizado, me permitía no perder la esperanza y seguir detestando al prójimo: qué alivio, seguía viva. Ahora que ya nadie aplaude ni canta, pero la emotividad permanece alta, un jardín lleno de dientes de león sin niños que los soplen, los perros callejeros que no tienen a quién ladrarle, involuntariamente, son el gatillo.
Si un día todo esto termina, pienso, no querrá decir que volverá nuestra normalidad. De pronto parece que vamos a tener que construir una nueva, una de esas vistas en el cine futurista cuando, todavía, quedarse todo el tiempo en casa era una elección simplemente misantrópica.
El mundo entero ya es consciente de que no se trata de una fase de la vida: esta fase es la vida.
Dos mutaciones están tomando forma en Italia. La justicia social, percibida como algo necesario y la ciencia que vuelve por su honor. Es como si la historia acelerara su ritmo, el capitalismo debilitado y los leaders incapaces de gestionar los eventos nos permitieran entrever el trágico final de un pueblo interrumpido. En silencio se va la generación más golpeada por el mal, con el mismo silencio que había reconstruido un país durante la postguerra. Toda la batalla, en estos años, que explicaba al género humano la desigualdad como una cosa idiota y por mucho tiempo, insostenible, está finalmente dando sus frutos. De repente me invade la idea que al final el capitalismo no va a ser vencido por una lucha de clases, de eso se está ocupando un estúpido virus.
Y mientras los países más ricos de Europa le niegan un préstamo a los pobres italianos desesperados, Albania manda a desembarcar 30 médicos, acompañados por las palabras del premier albanés Edi Rama: “Tal vez porque nosotros no somos ricos ni hemos perdido la memoria, no podemos permitirnos no demostrarle a Italia que Albania y los albaneses no la abandonan”. Pienso: Más que desde Europa, Italia tal vez debiera renacer desde el Mediterráneo. Todo norte tiene su sur, en cualquier lugar del mundo.
En la Península que sigue contando muertos de a mil por día, se empieza a hablar de una fase dos, pero el concepto que se adivina es el de una Italia cerrada hasta el tres de mayo y no el de un país abierto a partir del cuatro. Esta diferencia es decisiva e inequívoca. Otra vez es una incertidumbre, como incierta ha sido desde el principio la gestión de esta catástrofe. La idea de patear la pelota para adelante genera más inquietud, otra fatiga que no permite sostener un pacto con la esperanza. Esa fe que no cura enfermos, pero que sí puede mantener a un país con vida.
De estos tiempos voy a recordar la angustia, el silencio, los gritos repentinos, la cacería de los vecinos -improvisados policías-, los runners, los viejos en filas interminables. Como si la libertad fuese desde ya, enseguida, nada.
Y cuando baja la noche, cuando cede el andamio que puntualmente todos los días cada uno de nosotros construye para sostener el día, las cosas que no resolviste en tu vida salen a comerte la cara. Demasiadas preguntas existenciales para una sola existencia.
Sé que las cosas no hablan, pero hay noches en que los muebles hacen más silencio todavía. Lo sabemos los insomnes, los de las ventanas encendidas como dientes de oro sobre fachadas oscuras. Frente a las mías, uno al lado del otro, dos carteles luminosos me acompañan, me ubican en el universo: una casa de sepelios y una venta de cannabis legal.
Hay una distancia que cuenta más que los kilómetros y también que los años luz. Es la distancia de los cambios.
Nunca estuvimos tan cerca.
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