El colapso es casi total. El neoliberalismo recula y la heterodoxia es la corriente principal. La deuda apremia y el gobierno se plantó. La propuesta sintoniza con la coyuntura global. También con la local. La apuesta es enorme: refundar el Estado. Sin margen fiscal ni crédito, la quita se impone. Un vistazo a la “propuesta Stiglitz”.

Trago amargo para los acreedores. También para sus socios locales. Los mismos que embarran la cancha para abortar un muy modesto impuesto extraordinario a la riqueza. Por el momento solo atinan a perorar incoherencias. Algunos lo hacen con peor estilo que otros. Si el presente los refuta, allí está el futuro para que pronostiquen catástrofes. Las que no vieron venir u ocultaron cuando pasaron cosas. Se quedaron sin argumentos.

Que el Fondo Monetario apoye la propuesta del gobierno para reestructurar la deuda externa no es poco. Los descoloca. Tanto como el apoyo político que recibió Alberto Fernández durante su gira europea. ¿Será el momento de la “eutanasia del rentista” de la que habló John Keynes en Breton Woods cuando propuso subordinar el capital financiero al capital productivo? Muy probablemente no sea para tanto. La city puede dormir tranquila.

Lo cierto es que en un mundo donde la incertidumbre manda, la ortodoxia se deshilacha y la heterodoxia es la corriente principal. La mano invisible no aparece, el emprendedor ya no se hará rico y la libre flotación se hundió. Tan cierto como que la clase obrera, esa formidable invención política del marxismo, no puede ya inmovilizar al capital. Su poder se diluye al compás del home working y de las cadenas globales de producción.

Por lo pronto, las finanzas, ese corazón hipertrofiado del sistema neoliberal, ha dejado de bombear. La industria, su botín de guerra, se paralizó. Aquí y en el mundo. El gatopardismo le echa la culpa al cisne negro. Su última versión, el coronavirus. Mañana verán. La estrategia es conocida: entregar algo para que nada cambie. Lo impulsan hasta el Wall Street Journal y el Financial Times. La Nación, en sus pocas versiones lúcidas, también lo alienta.

Historia vieja se dirá. No viene mal recordarla. Por estas pampas lo practicaron los conservadores en el ‘32, cuando sancionaron el Impuesto a las Rentas, el actual Impuesto a la Ganancias. Lo que le negaron a Hipólito Yrigoyen. Claro está que no lo impulsaron para propiciar la redistribución de la riqueza. El objetivo fue mantener el status quo y zafar de un inminente default. Pragmatismo que le dicen. Algo es algo. Hoy, ni eso se le puede pedir al mentado círculo rojo.

Un primer paso

La oferta del gobierno nada tiene de revolucionaria, pero no deja de ser audaz. Primero: cumple con lo anticipado: nada que no se puedan cumplir. Segundo: se diría innovadora. Sorprendió a tirios y troyanos. Mucha quita en intereses y poca de capital. El repago promete tasas que crecen lentamente hasta un máximo que roza el cinco por ciento anual en el largo plazo. Alta capacidad de repago, menos riesgo país y la posibilidad de volver, llegado el caso, al mercado de capitales a tasas sustentables.

El plazo de gracia, menor al que se esperaba, liberaría recursos hoy por demás escasos y daría tiempo para una recuperación económica que atienda las urgencias sociales y mejore el balance fiscal. El ahorro de 41 mil 600 millones de dólares no es la panacea. Lo que está en juego en esta negociación es apenas el 20 por ciento de la deuda pública total. La mitad de la emitida bajo legislación extranjera. Un primer paso. Luego vendrá la contraída por Cambiemos con el FMI. El año que viene sería el turno de la local en dólares. Sí, la reperfilada. Una buena parte está en poder de los mismos fondos que tienen deuda bajo ley extranjera. No en vano el gobierno adelantó que ambas recibirán el mismo tratamiento.

Tal la complejidad que dejó Cambiemos. La negociación se vislumbra a cara de perro. Va de suyo que habrá rechazo en primera instancia. Las presiones sobre el gobierno son enormes y el tiempo corre. De aquí a fin de año vencen unos 3.300 millones de dólares. Algunos medios agitan ya una fecha que definen como clave: el 22 de abril. Vencen 500 millones del Bono Global 2021. Dicen que si no hay pago hay default. No es así. A partir de allí corren 30 días de gracia. Se verá.

¿Qué puede pasar de ahora en más? ¿Qué escenarios se abren? No muchos. El mejor: que los acreedores acepten la oferta más o menos en los términos en que se realizó. Tal vez con alguna leve mejora. Martín Guzmán no lo descartó. Algunos hablan de un cupón ligado al PBI. ¿El peor escenario? Que no haya acuerdo. No le conviene a nadie. El resto son fantasías. Seguir pagando es imposible. Un suicidio social y político. Tan fantasioso como imaginar un reperfilamieto hasta que el panorama global despeje, como piden bajo cuerda algunos.

Efectos asimétricos

El futuro no es venturoso, pero tampoco puede ser una fábrica de sociedades endeudadas y laburantes culposos. El abecedario de la recesión señala la letra L. El consenso dice que a la fuerte caída de la actividad seguirá el estancamiento. La recuperación será muy paulatina. Los optimistas arriesgan que comenzará hacia fin de año. En el mejor de lo casos será la recesión más severa desde 2008. Nadie se escapará.

Si los efectos sanitarios de la pandemia están a la vista, los económicos recién comienzan. Sus magnitudes comenzarán a visualizarse en los próximos informes del Indec. Para tener una idea: el PBI de China cayó un 7 por ciento en el primer trimestre. El primer traspié del gigante desde 1992. El de Estados Unidos se derrumbó otro tanto. El Covid-19 atravesó fronteras y se instaló como un problema global. Que la situación exige una solución global es verdad de Perogrullo. Su precondición, un liderazgo global, es una posibilidad remota.

Por ahora manda el sálvese quien pueda. Es probable que la balcanización se acelere y la crisis se transforme en enfermedad sistémica. La salida de emergencia es la monetización total de los déficits. Emisión pura y dura, que le dicen. El espanto de la ortodoxia. No queda otra. Lo hacen las economías centrales. También las periféricas. Cada quien según sus posibilidades. Hasta ahí el denominador común. Lo demás son diferencias.

El problema es evidente: Argentina no puede replicar las respuestas de Estados Unidos y Alemania, por poner dos ejemplos. Trump & Cia hacen y seguirán haciendo un uso casi ilimitado de la emisión. El déficit estadounidense rondaba el 5 por ciento antes del coronavirus y saltará al 10 por ciento del PBI a fin de año. Además, los efectos de la pandemia no serán simétricos. La tendencia puede acentuar la dependencia.

Una visión temprana dice que los países que dependen de la exportación de productos primarios verán reducidos sus saldos comerciales por la contracción del comercio internacional. La caída de los precios sumará una presión adicional. También serán menores los flujos de inversión. Lo dicho: la respuesta fiscal tiene un límite. En el caso de la Argentina, lo dibujan la deuda y la necesidad de divisas. Ni qué hablar del posible recrudecimiento de la inflación que acecha detrás de la emisión masiva. Guzmán y Pesce lo saben. Apuestan a que tras la salida de la pandemia la liquidez devenga en crédito para la producción. En lo inmediato procuran rescatar a empresas y hogares. Sin embargo, ¿quién rescatará al Estado? La alternativa de una reforma impositiva profunda y progresiva choca contra la contracción de la economía. Tarea a futuro. El impuesto extraordinario a la riqueza es apenas un parche.

Palabra de Stiglitz

Salga pato o gallareta, a la negociación con los acreedores externos seguirá el FMI. El gobierno aspira a “negociar un nuevo programa”. Guzmán dixit. Punto. Mejor que arriesgar hipótesis es reparar en la idea que impulsan algunos economistas: el FMI como tabla de flotación para los países más pobres. Joseph Stiglitz, entre otros, aboga por un uso masivo de los Derechos Especiales de Giro. “Dinero global”, dice. Los califica como “un ingrediente esencial en el orden monetario internacional”. El que defendió Keynes en Bretton Woods. “Una herramienta para ayudar a los países más necesitados sin que vean afectados sus presupuestos”, escribió por estos días en Syndicate Project.

Stiglitz va más allá. Propone que los países desarrollados donen o presten sus derechos de giro a un fondo fiduciario de ayuda. Subraya un punto central: que el dinero no debe usarse para rescatar a los acreedores. Propone también una moratoria mundial. ¿Argentina leading case? En sintonía con el gobierno, Stiglitz postula que los privados deberían absorber una suspensión de los servicios de la deuda y pregunta: “¿Por qué se les debería permitir continuar acumulando retornos cuando las tasas de interés que cobraron y siguen cobrando ya crearon un colchón suficiente para absorber el riesgo de un default?”.

El premio Nobel asegura que si no lo hacen, muchos países saldrán de la crisis aún más endeudados. Muchos ya no pueden pagar. Sin moratoria habrá incumplimientos masivos y continuos. La otra posibilidad, canalizar aún más ingresos al pago de las deudas en detrimento de la salud de la sociedad es impensable. La mejor apuesta para una explosión social. Su consecuencia sería una creciente inestabilidad política en un desorden mundial donde ya son cuestionadas las instituciones representativas. Pasto para el autoritarismo.

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