En un debate en el que no se sintió del todo a sus anchas, Lilita mostró aquello que ha sido su marca de estilo y que es el arma fundamental de su seguro triunfo en las legislativas: el desenfado y la brutalidad. A partir de estos recursos armó un personaje que se autoadjudicó la tarea de velar el sueño de los argentinos y de alejarlos de la fea política.
Carrió lo hizo de nuevo, la combinación tan exitosa de siempre, brutalidad y desparpajo. Miró a cámaras y dijo: “Hay un 20% de posibilidades de que Santiago Maldonado esté vivo en Chile con la RAM”. El desparpajo le ha servido siempre para no tener que probar ninguno de sus dichos. Por ejemplo, cuando acusó sin el menor fundamento al gobernador de Santa Fe, Miguel Lifschitz de darle falsa información a Patricia Bullrich durante la fuga de los hermanos Lanatta y su amigo Schilacchi. Después quedó claro que no habían ocurrido así las cosas, pero Carrió nunca se disculpó. Hacia finales de 2009 y con toda la sonrisa de que es capaz, anunció que el gobierno de Cristina no pasaba de febrero. Nunca volvió sobre su error. También puede decir mirando de soslayo y en busca de la complicidad de los micrófonos que “en este país no trabaja nadie” o armar tramas inverosímiles en torno de la muerte de Nisman.
Volveremos a esos ejemplos, porque son bastante sintomáticos de cómo entiende Lilita la política, lo que es una clave del éxito que le deparan las encuestas y las urnas para octubre. Pero vayamos a un momento del debate de ayer. Filmus le recordó una denuncia que hoy suena incómoda, dirigida a Mauricio Macri al que alguna vez calificó como “un empresario ligado al robo” y en otra oportunidad demandó que hubiera alguien que le dijera “you are stupid”. Perdió por un rato el sentido del humor que desplegó casi todo el tiempo en el set de un programa que visita a menudo y en el que se siente a sus anchas porque nadie le repregunta nada. Su respuesta fue que creía en la palabra “redención” y que había mantenido con él una charla a fondo donde Macri habría mostrado su voluntad de actuar de otro modo. A la hora de estar a la defensiva (situación a la que no está muy habituada) sale con el mismo tenor de los argumentos que usa para atacar, pero de manera más vacilante, lo que los hace más transparentes. Allí aparece la brutalidad. Cuantificar las posibilidades de que Santiago esté con vida es parte de ese hablar de todo a la bartola. Porque aparecen preguntas obvias que nadie le formulará: ¿entre cuántas hipótesis se divide el 80% restante? ¿Cómo sacó la cuenta? ¿Por qué dio por hecho de que a Santiago lo mataron?
Hay un recurso literario que le encantaba a Borges, la enumeración caótica. Basta leer esa maravilla que es “El idioma analítico de John Wilkins” que fue el punto de partida para que Michel Foucault pensara los temas de Las palabras y las cosas. Hay algo de borgeano abaratado (muy abaratado) en el uso que hace Carrió del recurso: espías del Mossad que suben a las oficinas del fiscal en Puerto Madero luego de ser entrenados en Venezuela. Lo que postula Foucault siguiendo a Borges es que hay un orden, que siempre se impone desde afuera, con el que tratamos de organizar el mundo, pero que no hay ninguna lógica preexistente a ese orden, ese orden en realidad funda una lógica. Para decirlo de otro modo, la enumeración caótica postula un orden y debemos rastrear la lógica. Esa es parte de la búsqueda entre lúdica y desencantada de Borges.
En su propio y probablemente deliberado caos, Carrió postula una lógica que nunca se toma el trabajo de explicar, tal vez porque hacerlo termine por ser contraproducente. Su discurso no procede por articulación sino por acumulación, es una acusación detrás de otra, un nombre que reemplaza al anterior, un delito que se encima sobre otro. Una retórica aluvional que, en el marco de un debate, pese a tener a su favor a Bonelli y Alifano, debe tratar de encontrar un cauce y es ahí donde la enumeración caótica encuentra límites: el tiempo prefijado a cada candidato, la presencia de candidatos en pie de igualdad con ella en lugar de periodistas que la escuchan extasiados y que fingen creer y escandalizarse por cada una de sus denuncias. Para decirlo de otro modo, Lilita debe atenerse a reglas que tienen un matiz democrático. No está acostumbrada porque ella y Macri piensan únicamente en la república, que es un problema de poderes, o de articulación entre poderes, para ser más exactos. Por eso Carrió no arremete contra personajes que no formen parte de algún poder del Estado o sino habla de abstracciones como el narcotráfico (que amenaza con ser un poder). La democracia incorpora otras dimensiones que pertenecen la vida de los ciudadanos, fuera de los paisajes del poder. Por eso, cuando anunció la caída de Cristina terminó por mostrar una actitud antidemocrática. Si tenía información cierta de lo que decía, debía haberla puesto en conocimiento de quien fuera para evitar una crisis institucional. Pero como la lucha es entre poderes estas cuestiones pasan a segundo plano. Por eso democracia es una palabra casi extinguida en su discurso, también del de Macri.
Por otra parte, en este escenario Carrió puede –a través de la brutalidad y el desparpajo- mostrarse como alguien que, a pesar de algunos excesos, dice lo que piensa sin medir las consecuencias y los adversarios y que no se calla nada ni siquiera ante sus aliados. Lilita tiene una contracara cínica: Jorge Lanata. Pero el tipo de personaje funciona, él un periodista que se la juega (va a Venezuela a que lo detengan), ella es una especie de Juana de Arco desaforada y feliz, el tipo de superheroína que de alguna manera derrota a la archivillana política de la mano del ideario republicano. No importa saber si Carrió es o se hace, si tiene o no tiene todos los patitos en fila (como diagnosticó su enemigo Aníbal Fernández). Es un problema entre ella y su terapeuta, si es que lo tiene.
Pero sin dudas ese personaje, el que se niega a denunciar la desaparición de Maldonado, cae bien en una época donde la búsqueda de mucha gente es desentenderse de la política, a la que se vive como un espacio de sufrimiento. Pueden dormir sin frazada, Lilita vela por todos, al menos por la mitad de los porteños.