El gobierno oscila entre la conciliación y el enfrentamiento más o menos abierto con los sectores de poder, económico, mediático y político. Las ideas de cómo se construye el poder sostenidas por el peronismo hoy parecen muy difíciles de poner en práctica sin la gente en la calle.
Sobre todo en los tiempos en que Perón estaba vivo –en especial en la tercera presidencia y sostenida por la juventud de la tendencia- se afirmaba, sin discusiones, que el futuro político se construía en la interacción entre el líder y su pueblo reunidos en la plaza pública. Allí no había mediaciones, el líder interpretaba y ponía en palabras la voluntad del pueblo, al tiempo que éste podría torcer las políticas elegidas desde el poder. La expresión más dramática de esta mitología se dio en la penúltima presentación pública de Perón, cuando la JP intentó revertir desde la Plaza de Mayo la tendencia cada vez más derechista del gobierno. La respuesta fue “aquellos imberbes que gritan”. Perón rompía el mito y trataba de imponer una especie de sensatez de la edad adulta. La respuesta fue que la JP se retirara de la Plaza, con del peso del fracaso del mito a cuestas. Ya no se podía seguir creyendo que fuera válido, algo se había roto en la relación entre líder y pueblo. Adiós a las teorías del cerco y a la permanente derechización de Perón como una estrategia para desacreditar a los burócratas sindicales e iniciar el camino definitivo hacia el socialismo nacional.
Con Menem esta tradición del encuentro líder-pueblo quedó arrumbada, prefería hablar a través de los medios o dejar que Corach lo hiciera por él. Según el ex ministro del Interior, Menem no le dio nunca una indicación de lo que debía decir en las conferencias diarias y callejeras donde, rodeado de movileros, marcaba los temas de la agenda del día. Esta vez no era pueblo-líder, sino un funcionario que interpretaba la voluntad del líder sin que mediaran las palabras, a las que el menemismo se ocupó persistentemente de devaluar.
De alguna manera aquella vieja liturgia se retomó con el kirchnerismo, sobre todo durante los dos gobiernos de Cristina. De hecho, se despidió del poder con una manifestación en Plaza de Mayo. Se recuperó durante sus presidencias la idea de que era posible, deseable y necesaria la ceremonia entre el pueblo y su líder para enfrentarse al poder real. De alguna manera las cadenas nacionales llevaban eso a la práctica en términos mediáticos. Aunque no eran actos en solitario, siempre CFK hablaba en escenarios poblados y mantenía diálogos con algunos de los participantes, muchos de ellos gente de a pie.
Cuando Cristina le aconseja a Alberto que escuche al pueblo y no a lo que dicen los medios está planteando un regreso a una mitología que parece imposible en pandemia. No se pueden hacer manifestaciones por zoom. La respuesta del presidente a ese consejo es institucional, habla con los diferentes sectores que presuntamente representan el pueblo: sindicalistas, empresarios, movimientos sociales, organizaciones del campo, los medios. Pero en el mito el pueblo era una voz única y sus intereses eran unívocos. Alberto Fernández trabaja con intereses contrapuestos cuando no antagónicos. Eso explicaría algunas de sus vacilaciones y marchas atrás. Cuando se escucha a todos, la política sufre y, en cierto sentido, se desdibuja. De allí la sensación en muchos sectores afines al gobierno de que la imagen presidencial está desvaneciéndose.
Lo cual lleva a hacerse dos preguntas: si es posible enfrentarse y presionar al poder con la gente metida en su casa y si la mitología de funcionamiento del poder líder-pueblo es apta para la pandemia. Pareciera que no, lo que abre una disputa sobre quiénes son los que encarnan más acabadamente la voluntad popular que no tiene por ahora acceso a la calle, que por otra parte era una especie de radiografía de la correlación de fuerzas: quien más gente llevaba a los actos, quien más cerca del palco se colocaba podía traducir eso en hegemonía. Ahora están todos igualados y los sectores se diferencian por su capacidad de presión. Allí ganan empresarios, latifundistas y medios hegemónicos. Y, obviamente la oposición, que se vanagloria de haberle ganado la calle al peronismo y se adjudica la representación de los valores de la gente (ya no del pueblo), en especial los de la clase media.
Esto coloca a Alberto Fernández en una disyuntiva que no termina de resolver, porque cualquier decisión que tome implica daños colaterales. Si es CFK la representante de la voluntad popular (algo que se sostiene en su caudal de votos) y se alía de manera menos formal con ella, eso conlleva la posibilidad de la ruptura y el enfrentamiento con los sectores de poder. O si apuesta a la gran utopía gubernamental, el Consejo Económico y Social, se obliga a negociaciones y concesiones que liman la acción de gobierno. En el discurso de Alberto Fernández compiten ambas posturas. Se podría decir que, en términos generales, su discurso institucional juega más a la conciliación, mientras que las declaraciones periodísticas se parecen más a un campo de batalla.
La pandemia es un escenario en el que no es posible seguir con la idea de poder histórica en el peronismo y esa imposibilidad es una pata débil del gobierno, tal vez más que la endeble política comunicacional. No se puede sacar gente a la calle, no se pueden armar manifestaciones de apoyo a alguna medida en particular o al gobierno en general. Un arma por ahora en suspenso y parece que la cosa va para rato. Porque cualquier movilización pro oficialista no tendría la repercusión de la que gozan –gracias al retumbe mediático- las mínimas concentraciones a las que convoca la oposición.
La sensación es que estos son tiempos de replanteo de la estrategia propia más que de enmarañarse en una pelea con los opositores que permite que sean estos los que marquen la agenda, como ha sucedido con el regreso a las clases presenciales. Mientras tanto todo es oscilación.