Alberto Fernández ya no es el mismo, sobre todo después de aquello de los barcos. Ya no responde a todos los requerimientos de cualquier periodista y se ha vuelto más prudente a la hora de tuitear. Una posibilidad de cambiar los destinatarios de las políticas y los discursos.
Después de la pifia con los barcos, las selvas y los indios, Alberto Fernández parece dar dado un giro en su estilo de comunicar, ha cerrado la canilla mediática y se muestra más prudente a la hora de tuitear. Sus intervenciones se producen casi exclusivamente en actos oficiales. Tal vez debió haber sido así desde un principio. Un presidente no tiene por qué ser accesible, entre otras cosas, porque le termina jugando en contra. Pero también porque –para bien o para mal- la sobreabundancia de palabras termina tapando los actos de gobierno, les resta importancia, cuando son los que efectivamente operan sobre la realidad. Una tarjeta Alimentar o un manejo errático de la cuestión vacunas tiene mayor peso en la vida de las personas que un tuit fuera de lugar.
La exigencia de presencia mediática, en especial si se forma parte del sector gobernante, le hace bastante daño a la política. Algo que sigue siendo difícil de aceptar para el estilo elegido por Alberto Fernández, quien decidió desde el principio que era el destinado a terminar con la grieta y que eso exigía estar abierto a todos los requerimientos y a todos los sectores. Al principio fueron tiempos felices, como cuando sacó a pasear a Morales Solá o puso en evidencia delante de cámaras para quién trabajan Marcelo Bonelli y Edgardo Alifano. También se expuso a que Van der Kooy fraguara una entrevista y la usara para hacerle decir cosas que lo autoincriminaban (desde la perspectiva de Clarín, claro) y que nunca dijo. También algunas batallas zonzas como las que mantuvo con Cristina Pérez o Viviana Canosa. Del otro lado, largas visitas a Sobredosis de TV y la ingesta de regulares entrevistas con Gustavo Sylvestre, en las que el actual chef le hacía saber su opinión sobre las cosas.
Ser creyó en un momento que la hiperactividad presidencial suplantaba a una política de comunicación, Y, por otra parte, lo ubicaba en el centro de la escena gracias al monopolio de la palabra estatal. Por un tiempo, esto dio sus resultados, la imagen positiva de Alberto Fernández estuvo por las nubes. Pero así como la pandemia hizo estragos en la vida y en la economía, algo similar pasó con el presidente. El efecto erosivo de la situación terminó afectándolo y poniendo en entredicho la política de la omnipresencia. Y también reveló falencias discursivas, que quedaron más flagrantes con lo de los barcos, episodio que le costó pérdida de confianza entre la tropa propia. Sorprende que el texto de una canción se tome como una cita de autoridad. El lado roquero, que suele mostrar, le jugó una mala pasada y mostró que con eso no es suficiente y que las letras de una canción no lo explican todo. Ese estrecho espectro cultural requiere de expansión, incluso – y sobre todo- cuando de lo que se trata es de generar épica. El mundo de las canciones funciona como una suerte de épica privada y es bueno que así sea. Pero de lo que se trata es de aportar a lo colectivo, en especial en tiempos tan complejos y cuyas zonas más dolorosas transcurren muy lejos de los escenarios electorales.
Eso es lo que ha ido perdiendo Alberto con el paso del tiempo: la capacidad de generar causas y de mostrarse, como hacía Cristina, como el nombre de una causa algo que, con sus pros y sus contras, es un estilo de hacer política. Para decirlo de otro modo, lo que se perdió fue estilo en el afán de ser el nombre de una causa perdida de antemano, el final de la grieta. Y del otro lado de la grieta le responden de manera contundente, inflación, lockout, fuego de metralla mediático y presiones de todo tipo. Frente a eso, Alberto oscila entre la complacencia, la chicana, la ironía y algún golpe sobre la mesa. Lo cual lo deja bastante indefenso en el medio de la tormenta.
Se puede pensar que este llamado a silencio es una señal de retroceso, pero puede resultar útil para pensar para quién se habla y para quienes vale la pena hablar. La grieta, diría el entrañable Galileo, e puor si muove.