“¿Dónde ahora? ¿Cuándo ahora? ¿Quién ahora? Sin preguntármelo. Decir yo. Sin pensarlo.”

Son éstas las primeras palabras que abren El Innombrable y clausuran la trilogía que Samuel Beckett concibió junto a las antecesoras Molloy y Malone muere.

 

La obra se publicó originalmente en 1953 –aunque el ciclo arrancó cuatro años antes y se planteó como un cuestionamiento a las sombras a las que se vio sumida la existencia humana luego de la Segunda Guerra Mundial–, y volvió a ser reeditada por el sello argentino Godot en diciembre último, con una nueva y muy lograda traducción de Matías Battistón.

Se suele calificar a un libro como “oportuno” cuando su contenido se muestra coincidente o revelador respecto al momento en que irrumpe. Por extraño que parezca, es posible afirmar que superado largamente el medio siglo desde su aparición, la obra de Beckett resulta en muchos aspectos elocuentemente luminosa en lo que hace a la representación de la realidad nacional a través del lenguaje.

Alcanza con comprobar en el primer párrafo la caprichosa repetición por tres veces del adverbio “ahora”. ¿No es acaso asimilable a la sensibilidad temporal de cierto arco social que se ve impedido de toda reflexión sobre el pasado y de visión sobre el futuro, atado por siempre a una suerte de eterno presente continuo? O bien la apelación a esa misma clase a través de su pronombre favorito: Decir yo. Sin pensarlo.

Incluso podríamos detenernos en la simpleza del título: El innombrable. ¿Cuántos “Innombrables” reconoce la historia de nuestro país? Si nos referimos a la moderna y aplicado el término a quienes detentaron el poder, unos cuantos. No se trata de aludir bajo el perjurio de apodos más o menos ignominiosos (el Peludo a Irigoyen, la Tortuga Illía, el Turco a Méndez, etc.) No, el acto de magia consiste, precisamente, en la exclusión del nombre en toda su extensión de la memoria colectiva. En tal sentido, el Innombrable paradigmático argentino no fue otro que Juan Domingo Perón. El Decreto-ley 4161 que la así llamada Revolución Libertadora firmó el 5 de marzo de 1956 (apenas a tres años de la publicación deEl Innombrable), estableció en su artículo 1ro., inciso A, que:

“Se considerará especialmente violatoria de esta disposición la utilización de la fotografía retrato o escultura de los funcionarios peronistas o sus parientes, el escudo y la bandera peronista, el nombre propio del presidente depuesto y el de sus parientes, las expresiones “peronismo”, “peronista”, ” justicialismo”, “justicialista”, “tercera posición”, la abreviatura PP, las fechas exaltadas por el régimen depuesto, las composiciones musicales “Marcha de los Muchachos Peronista” y “Evita Capitana” o fragmentos de las mismas, y los discursos del presidente depuesto o su esposa o fragmentos de los mismos.”

Una década después incluso, los simpatizantes de cualquier hinchada de fútbol que desafiaran el orden natural de las cosas por medio del aliento a sus colores al ritmo de la oprobiosa marcha, eran perseguidos y encarcelados, aún sin necesidad siquiera de mencionar el nombre prohibido. “Perón” sólo podía ser recuperado como alegoría infiel, un haiku venenoso pronunciado entre sombras clandestinas. Se hizo ideograma viciado sobre todos los muros de cal: una P clavada sobre el vientre de la V. “Perón Vuelve”. Cualquiera entendía. Perón volvió y fue Cangallo. Escueta recompensa, según algunos.

Luego de eso las cosas nunca llegaron a tanto. Pero se ven manchas, secuelas. El Centro Cultural Kirchner considerado “inútil para todo servicio” por el titular de Medios Hernán Lombardi, tuvo que ser ratificado por el ex Ministro de Cultura de la Ciudad, el pérfido señor Lo (quien, paradójicamente, daría todo por alterar su apellido a cambio de otro con mayor glamour, como Mitre quizá), al aclarar que “el único problema del Centro es su nombre”. O sea, un centro cultural que fue abierto y exhibido en la recepción del presidente de Francia al mismo tiempo era desechado por la carga de su nombre. Demasiado. Puesto nuevamente en funciones, el dilema se resolvió con un absurdo criterio salomónico: no se suprime pero tampoco se pronuncia. Será mentado en toda la esfera pública como el “Ceceká” a secas.

Mucho más categóricas se mostraron las autoridades del partido de Mar Chiquita. Hasta hace apenas un año, quienes se dirigían hacia Mar del Plata podían apreciar a mano izquierda sobre la autovía un predio presentado con orgullo y en enormes letras de metal como COMPLEJO DEPORTIVO PRESIDENTE NÉSTOR KIRCHNER. Se supone que por iniciativa de su actual intendente, el radical Carlos Ronda, el mismo escenario hoy se llama COMPLEJO DEPORTIVO PRESIDENTE. El nombre ausente, en este caso, multiplica las posibilidades de su significado.

Los ejemplos podrían seguir y convendría no olvidar que la supresión de identidades (N.N.) fue una de las más abominables prácticas de la última dictadura cívico-militar. Pero quizás este análisis no resulte del todo justo para con el texto de Beckett, que va más allá de encontrar el nombre del Innombrable. Las líneas de tensión paralela con nuestro presente apuntan en otro sentido. Su escritura devela un lenguaje roto, agujereado, que no gravita en torno a un centro ni ofrece garantía alguna de que se está hablando de algo o de alguien, ni de un tiempo o un espacio precisos. Solo el (lo) Innombrable, sumido en el vacío de una lengua que se niega a sí mismo.

“Nada tengo que hacer, es decir, nada de particular. Tengo que hablar, esto es vago. Tengo que hablar, sin tener nada que decir, sino las palabras de los otros. Tengo que hablar, sin saber ni querer hablar. Nadie me obliga a ello, no hay nadie, es un accidente, un hecho”.

(El innombrable, p. 61)

Estamos frente a un protagonista que, basado en un existencialismo cómico, estático y absurdo, nos ensambla en un enorme universo totalitario ideado sobre un soliloquio consigo mismo que, a la vez, busca su reflejo en los demás. O, al menos, en los que él entiende son “los demás”.

El personaje no tiene nombre, ni forma, ni identidad:

“En ningún momento sé de qué estoy hablando, ni de quién, ni de cuándo, ni de dónde, ni con qué, ni por qué…” (p.63)

Avanza, tropieza, se contradice. Y sin embargo, cuando ese lenguaje habla, algoaparece. No un hombre, no una cosa en su prístina representatividad, sino la experiencia de un lenguaje que sólo alcanza a decir:“hablo”, pero cuya enunciación carece de toda densidad respecto de las reglas más elementales de lo enunciativo. Puede decir “trayectoria impepinable”, definir el aire acondicionado como“elemento disruptivo” y su uso como“cóctel siniestro” o inventar el verbo“descomer”: todo da igual. Sólo hay palabras. El lenguaje opera una vuelta sin retorno hacia el vacío de la representación.

No hay inocencia. El actual presidente del Banco Central, Federico Sturzenegger, ya en julio de 2015 había explicado jocosamente -aunque en inglés y en Miami, como debe ser- la forma en que lo adoctrinó esa suerte de híbrido entre Buda y Goebbels subtropical llamado Durán Barba (a quien de ningún modo habría que subestimar) durante su primer encuentro: “Cuando te pregunten sobre algo concreto”, le dijo, “vos contestá cualquier cosa. Hablá sobre la familia, hablá sobre lo que sea…”

O sea, una estrategia deliberada.“Hablar”, pero un hablar que ya no conserva ningún movimiento de reciprocidad funcional con el mundo, no dictamina nada, se dirige a un afuera contaminado de residuos, como los recuerdos que dejan las olas sobre la playa. Nada significa nada.

Lo curioso es que aun así sostenga un auditorio que no sólo escucha sino que además se empeña en reproducir ese vacío sonoro. Y resulta más extraño aun cuando se cae en la cuenta que a lo largo de una década se intentó -aunque con infinita torpeza, será necesario admitir- imponer la importancia de un“relato”. ¿Qué fue de él? ¿Por dónde anda? En este punto, habría que convenir con uno de los personajes de Dormir al sol, esa joya que firmó el liberal Bioy Casares, cuando sostiene que “A nadie quiere tanto la gente como a sus odios”. Y aun otorgándole todo el crédito a la sentencia, quizá no alcance a explicar el fenómeno.

“Inexistentes, inventados para explicar ya no sé qué. Ah, sí. Todo mentiras”. (p. 53)

Hombres y mujeres se reducirán a nombres sin sustancia, pronombres intercambiables, palabras al fin. Horacio, Mariu, Laurita, Cristian… En todo estás vos. El Innombrable será profusamente nombrado sin importar lo inverosímil del nombre. Y cuanto más mentado, más Innombrable se vuelve su portador. Primero, por la imposibilidad de ocultar el estigma que pesa sobre ese apellido calabrés y la genealogía de desastres que lo preceden (incluso en su gestión presuntamente “exitosa”, como mandatario de Boca Jrs., el futbolista Jorge Bermúdez confesó que en la intimidad del vestuario se lo conocía como Celular: había que ponerle el 15 adelante –por las comisiones de los jugadores con las que se quedaba en cada transferencia). Luego buscó granjear alguna simpatía apelando al nombre de pila: se abría así el falso contacto, una complicidad de extras y cartón pintado. Finalmente, casi por sorpresa, el apelativo retorna como un boomerang, aunque con un matiz: esta vez no lo hace solo.

El 16 de mayo de 2016, en Calilegua, Jujuy, Luis Llanos fue detenido por gritarle“Gato” al Presidente. Lo más probable es que éste no percibiera la ofensa más que como una alusión a la agilidad felina que no posee. Quienes sí detectaron la dimensión del agravio fueron las propias fuerzas policiales, ya que el término reconoce un origen“tumbero”. Si bien una versión inocente lo asocia a los prejuicios que caen sobre el animalito, en particular su individualismo y espíritu traicionero, en el lenguaje carcelario el “gato” es quien ejerce una autoridad prestada sobre los demás, quien recauda para el verdadero Jefe y acepta su servilismo ejerciendo su poder de la manera impiadosa: sólo admira a quien lo utiliza.

La imagen del grito de Llanos se expandió por todos los cuatro puntos cardinales. Ya no se puede ocultar: el Innombrable tiene nuevo nombre.

“No estaré solo, al principio. Lo estoy, claro. Solo. Se dice pronto. Hay que decir pronto. ¿Y cómo saberlo en una oscuridad así? Voy a tener compañía. Para empezar. Algunos títeres. Después los suprimiré. Si puedo. (…) Estoy seguro que podré barrer todo eso enseguida. No veo cómo. Lo más seguro sería no empezar. Pero estoy obligado a empezar. Es decir que estoy obligado a seguir. Tal vez termine agobiado, en pleno caos. Idas y venidas incesantes, atmósfera de bazar”. (p. 6)

Lo firma El Innombrable.

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