Ya pasaron más de tres décadas de democracia, pero hay herencias del gobierno militar que siguen en pie, hoy sostenidas con un gobierno que no puede pronunciar la palabra “dictadura” y que defiende y celebra el gatillo fácil. La democracia no termina de instalarse en un contexto en el que Cambiemos ve a la política como un enemigo.
No hay represores arrepentidos. Algunos ya se llevaron a la tumba los secretos del terrorismo de Estado, otros siguen siendo fieles al pacto de silencio acordado dentro de cada fuerza en la década del 70 y nunca dieron la menor información sobre el destino de los desaparecidos. Nadie se quebró. Tal vez se podría exceptuar a Adolfo Scilingo quien tuvo el impulso de contarle a Horacio Verbitsky la mecánica de los vuelos de la muerte, aunque nunca dijera que lamentaba haber estado involucrado en su ejecución. Es más, un tiempo después de la publicación de El vuelo, presentó a Planeta un libro, digamos propio, que no era más que una mera copia de su testimonio anterior, al borde del plagio. La editorial no quiso publicarlo. Pero indica que era un lugar (el del arrepentido, pero no tanto) que Scilingo no quería abandonar.
Este es el contexto de silencios en el que el diputado Nicolás Massot propuso la reconciliación. Un reclamo que suele ir de la mano de lo que se ha dado en llamar la Memoria Completa, en la que se pretende equiparar la acción guerrillera con el terrorismo de Estado. La memoria completa y la reconciliación serían las formas de cerrar el pasado, aunque no se conozca el detalle del ejercicio de la represión, que solo pudo ser reconstruido, al menos en parte, gracias al testimonio de las víctimas.
Massot es integrante de un espacio político que no usa ni por error las palabras “dictadura” (salvo para hablar de Venezuela) ni “terrorismo de Estado” y que solo en contadas ocasiones apela al término “democracia”. Acá también hay silencio, que va de la mano del negacionismo y del regateo del número de desaparecidos. Si se cierra el pasado, que no quede como una época tan tremenda
Eduardo Feinmann tiene en el cable un programa, Sensación térmica, en el que cada tanto invita a Nicolás Márquez, quien escribió varios libros defendiendo la represión bajo la dictadura y a la presentación de uno de ellos – La mentira oficial: el setentismo como política de estado – asistió Reynaldo Bignone. El conductor es un adalid del gatillo fácil, por lo cual el hecho de que invite a Márquez es una manera de conectar metodologías, la de entonces, la de ahora.
No se trata de emparejar épocas ni de forzar analogías pero, así como pueden marcarse los quiebres no pueden ignorarse las continuidades.
Lo distinto: no hay planes sistemáticos de desaparición de personas, no se secuestran niños; si bien hay una censura en ciernes, aún se puede hablar de ciertas cuestiones sin temores, es posible la actividad sindical y las ideas circulan sin mayores trabas.
Lo de los segundos 70 pareciera ser, al menos por ahora, una etapa superada. Pero van surgiendo cosas que no podrían verse con tanta claridad en los años de democracia pero que de algún modo estaban allí y que de una manera u otra tienen que ver con algo que, para simplificar, llamaremos violencia. El lugar de la violencia política –que fue la mayor excusa del golpe de Estado de 1976- ha dado lugar en el imaginario de una parte de la sociedad, en la circulación de informaciones y en los debates, a la violencia social, cuya representación va asumiendo cada vez más los rasgos del esquema militares-subversión que fue el relato que sostuvo la dictadura.
Ahora hay un ejército –los delincuentes, pero también los mapuches y los que dependen de planes sociales para poder sobrevivir, entre otros sectores- que enfrenta al mundo de la ley que cada vez se encarna menos en los jueces y más en las fuerzas de seguridad. No se cuestiona a Chocobar ni a los gendarmes que mataron a Rafael Nahuel por la espalda, pero sí al juez que decidió la liberación de Cristóbal López. Es más, el presidente lo fustiga en público e implícitamente pone en duda su honestidad. No se plantea reformar el funcionamiento de la policía (pese a la corrupción y los abusos) pero sí se exigen cambios en el sistema de la justicia. No se trata de si esos cambios son necesarios o no, sino de dónde se está poniendo el acento. El aparato represivo está muy bien como está (ni siquiera está expuesto a fórmulas habituales desde el poder como: “se investigará hasta las últimas consecuencias”); no pasa lo mismo con los magistrados que fallan en contra o que no comparten las ideas del gobierno sobre el castigo al crimen. Lo dijo claramente Macri cuando se refirió al caso Chocobar, “espero crear conciencia entre los jueces”.
Alguna vez Ramón Genaro Díaz Bessone –quien fuera comandante del Cuerpo II del Ejército y ministro de Planeamiento de Videla- le dijo a una periodista francesa (que creyó era de derecha): “En cuanto a los desaparecidos, ¿qué podíamos hacer? ¿Fusilarlos? Se nos venía el mundo encima, ¿Encerrarlos? Un gobierno constitucional los liberaría”, además de que de esa manera se hacía pública una represión que se quiso soterrada. La dictadura abolió la ley porque era una traba, cuando se es dueño absoluto del poder lo que menos se quieren son obstáculos.
Hoy las formas del poder son otras: en lugar de actitudes dictatoriales, lo que hay es una dosis importante de autoritarismo que no siempre se ejecuta a la luz del día, pero que exige rituales, como el pedido de disculpas de los cocineros argentinos tras haber pasado el hit del verano. Ese ejercicio fuerte de la autoridad, ese reclamo permanente de orden, casi hasta la obsesión, tiene una cuota de seducción: promete ocuparse de todo, para que cada uno pueda vivir tranquilamente su propia vida. Y ahí los ejércitos extraños –que van incorporando paulatinamente a ciertas colectividades extranjeras- son una interferencia, no dejan vivir en paz, que es el anhelo de todo el mundo. En cierto sentido paradójico, un gobierno autoritario que apela a la violencia se propone –y es aceptado e incluso celebrado por muchos- como garante de la paz.
En ese estado de cosas, se producen ciertos retornos. Cada tanto, La Nación manda un editorial reclamando la libertad de los genocidas, en varios tribunales se deciden libertades condicionales o prisiones domiciliarias para los represores (el último podría ser nada menos que Astiz). Pero sobre todo se sostiene un ejercicio ilegal de la violencia por parte del Estado, que va de la requisa de mochilas a gente con portación de cara al gatillo fácil, los arrestos arbitrarios, las represiones a mansalva en las marchas.
Sin dudas, los sectores que se benefician con las políticas actuales son básicamente los mismos que ganaron durante la dictadura. Pero eso no explica todo, ni mucho menos. No dejaron de existir con Alfonsín, ni con Menem, ni siquiera con el kirchnerismo, al punto que Cristina admitió más de una vez que su gobierno detentaba solo una parte menor del poder real.
Los dueños de la economía siguen siendo los mismos, pero de algún modo, con la llegada de la democracia, entraron en una relación complicada con el poder político, justamente porque se hacía política, algo que no ocurría en los tiempos (para ellos plácidos) de la dictadura. Hoy esa voluntad de política está bastante amenguada y la relación con el poder económico empieza a ser armónica como en los viejos tiempos. O casi. De vez en cuando, hasta Cambiemos tiene que hacer política.
Aun así, la dictadura y sus persistencias no dejan de estar en el menú del macrismo. Más que de un modelo se trata de una inspiración. Hay algo que atraviesa el tiempo, aunque debe ajustarse a otros climas de época y que une el “por algo será” con la justificación del linchamiento. Eso está ahí, no se ha ido. Hoy es el momento del retorno de aquello que siempre estuvo. Sin dudas, Macri no es la dictadura, pero su gobierno mantiene con ella un enrarecido aire de familia.