La unidad no es una flor de invernadero, tampoco un imperativo ético. En política es un proceso de construcción de acuerdos entre partes diferentes.
Hoy se escucha decir con asiduidad que para vencer al macrismo es necesaria la unidad del peronismo. Es ésta una afirmación tan general que podría aplicarse no sólo a una fuerza que proponga cambios a favor de los sectores populares sino también a un recambio sistémico que le sirva a los sectores más concentrados de la economía para proseguir con el modelo que viene implementando el actual gobierno a partir de diciembre de 2015.
Todo lo que hace a la promoción de un “peronismo responsable” o “serio y republicano” gira en torno a ésta última opción. Transformar al peronismo en una de las dos patas de un políticamente correcto bipartidismo es algo que se impulsa no sólo desde afuera de esa fuerza sino que cuenta entre sus adherentes con apóstoles iluminados como el matrimonio Duhalde o “peronólogos” como Julio Bárbaro que no se cansan de repetir que el modelo es el acuerdo Perón- Balbín. Todos ellos obviamente impulsaron la candidatura de Mauricio Macri e intentaron beneficiarse con la intervención del Partido Justicialista durante los primeros meses de este año. Esto sin nombrar a todo un espectro de caciques como los que nuclea el denominado Peronismo Federal o el sindicalismo tradicional.
Preocupa que haya sectores que siendo parte de la movilización social y del peronismo consideren esa posibilidad como el principal ariete para contrarrestar el avance macrista. Si hoy existe en el sentido común un notable desprecio hacia la historia esto no debiera ser igual en los sectores que se movilizan y construyen a diario una determinada cultura militante. Por lo contrario debiera ser la historia misma -fundamentalmente la protagonizada por los sectores comprometidos de otrora-, una de las bases principales para profundizar las intervenciones de coyuntura, dándole perspectiva.
Desde su nacimiento allá por mediados de los ’40, el peronismo se convirtió en una fuerza de amplias mayorías en la que según su líder, la columna vertebral la constituía el movimiento obrero. Esta matriz provocó principalmente tras la caída del peronismo en el ’55 un debate importante en el seno de las organizaciones populares acerca de si un proyecto emancipador debía o no desarrollarse dentro del heterogéneo peronismo o por el contrario hacerlo desde fuera de él en una organización independiente.
La caída de los dos primeros gobiernos de Perón precipitó a partir de septiembre del ’55 el movimiento que llevó el nombre de Resistencia peronista. En términos relativos se extendió hasta entrada la década del sesenta. Con el golpe militar de 1966 se intentó frenar cualquier avance de las luchas sociales pero esto tuvo como desencadenante el surgimiento de una nueva situación política que tuvo en el Cordobazo del ’69 una expresión genuina de lo que estaba sucediendo a nivel de la base de la sociedad argentina. Mientras duró la endeble democracia el peronismo fue una fuerza proscripta. Convengamos que la fuerza de ese movimiento se expresaba fundamentalmente en los puestos de trabajo y en las barriadas populares y la predisposición a la lucha no era paradójicamente un plan orquestado por el viejo general desde Puertas de Hierro. Precisamente haber entendido que las bases obreras carecían de una conducción efectiva hizo que sectores de izquierda desencantados con el Partido Comunista, el socialismo tradicional e incluso con las variantes trotskistas existentes hizo que vieran en el peronismo una acumulación histórica que no debía desperdiciarse y que por ende había que hacerla propia.
La intención de esta nota no intenta tomar partido sobre si es correcta la entrada al peronismo o la construcción externa de otra fuerza que pretenda conducir a los sectores populares. Dirimir esa dicotomía es por lo demás bastante árido y debiera corroborase en la experiencia concreta.
La denominada izquierda peronista consideraba que el movimiento al que se acercaban tenía abierta la posibilidad de conducción. Era un estamento previo a la conformación de una verdadera alternativa liberadora. Por su parte la izquierda situada por fuera del peronismo alertaba del peligro de no hacer otra cosa que llevar agua para un molino equivocado. A riesgo de cometer una extremada simplificación vale decir que la primera opción tuvo cierta vigencia hasta la finalización del efímero paso de Héctor Cámpora por el gobierno. La segunda opción se corrobora acabadamente ante el giro derechista del gobierno de Perón en julio de 1973. De todas maneras también se podría señalar que la acción política realizada por la izquierda peronista tuvo desaciertos que de no haberse producido podrían haber logrado cumplir sus objetivos. Por eso la aridez de un debate que sólo podía resolverse en la práctica y que hoy podría considerarse anticuado. De todas maneras existen principios generales sobre la experiencia política que no debieran descuidarse.
La bendita unidad
Existen términos que repetidos hasta el hartazgo producen cierto imaginario que no se condice con la práctica concreta. Hablar de unidad sin concebir un plan para ponerla en marcha es reducir el término a una invocación, a un deseo. La unidad no es una flor de invernadero, tampoco un imperativo ético. En política es un proceso de construcción de acuerdos entre partes diferentes. Al interior de un abanico de sectores que confluyen es inevitable que no exista una dirección que termine por imponerse. El concepto de unidad es un complemento del término hegemonía. Sin esta última la unidad es abstracta.
Para ejemplificar un poco lo que se viene señalando, bien vale recordar al legendario dirigente del peronismo revolucionario Gustavo Rearte quien en un célebre artículo publicado en 1970 en el diario En Lucha, decía que: “La tarea principal es dar respuestas adecuadas, y para ello el esfuerzo fundamental debe orientarse en la búsqueda de una política que una al Peronismo Revolucionario mediante métodos organizativos que permitan estrechar sólidos vínculos con la base, aislando de ella a la dictadura y a los traidores del Movimiento, condicionando, con el fortalecimiento de la organización revolucionaria y su crecimiento interno, nuevas y más claras perspectivas. Para alcanzar este objetivo es suficiente y necesario lograr la hegemonía concreta, y ello no depende del número sino de la orientación política y de la actividad revolucionaria efectiva”. Bastante claro.