Sonó Bach pero también la marcha peronista, todo mezclado con Atahualpa Yupanqui. Un concierto dentro de la cárcel que tuvo mucho de reclamo y de homenaje, de esos que pueden decirse sin palabras.
Es día de visita en la cárcel de mujeres de Alto Comedero. Es un sábado de sol. La postal es parecida a la de cada semana: algunos niños en las hamacas, pequeños grupos sentados a las mesas de material, los tuppers con comida, los termos.
Uno de los grupos es más numeroso, siempre el mismo. El que se ubica en el extremo de la línea de mesas, al lado de la canchita. Donde Milagro Sala recibe a sus visitas cada miércoles, cada sábado y cada domingo.
Este sábado hay algo nuevo en ese sector: un piano. Bajo los árboles. Un teclado Kawai y dos parlantes que apuntan al grupo. Sentado frente a las teclas, un hombre de más de setenta años habla bajo y toca con garra.
Es Miguel Ángel Estrella.
Arranca con unos acordes enérgicos, una introducción que el grupo intenta descifrar, hasta que llega hasta la melodía conocida: la marcha peronista.
Estrella sonríe. Es casi una provocación y lo sabe. Algunos lo acompañan cantando. Termina con un Viva Perón Carajo y todos ríen y aplauden la travesura militante.
Cuenta después al grupo que conoció a Evita cuando tenía 10 años, en su Tucumán natal. Recuerda entonces el día que Eva murió y la reacción de su padre, un gorila antiperonista que al escuchar la noticia dejó de amasar el pan y dijo “era una gran mujer”, mientras dejaba que una lágrima le recorriera la mejilla.
Milagro por momentos se distrae. Tiene que recibir nuevas visitas. Pide un mate. Prende un cigarrito con el pucho que le extiende una compañera.
Después el pianista le empieza a contar a Milagro, mirándola a los ojos, sin levantar la voz, que todas las mañanas se sienta a interpretar composiciones de Juan Sebastián Bach. Y que mientras toca, cada mañana, piensa en ella. Y le pide “al de arriba” por ella. Le pide que no permita que la destruyan. “Porque sos la mujer más amada del mundo”, le dice.
Milagro está conmovida pero parece no querer aflojar. Todos tienen un nudo en la garganta. Es cuando su esposo, Raúl Noro, se para y se le acerca, la besa con ternura y con ese gesto abre las puertas a las lágrimas contenidas.
Miguel Ángel Estrella sigue hablando de Bach. Cuenta una historia. Hace unos años fue a tocar a un ingenio tucumano, en un homenaje a Eva Perón. Él había preparado algunas piezas de Chopin, que era el compositor preferido de Evita, pero un trabajador del ingenio le pidió que interpretara algo de Bach. El hombre le contó a Estrella que había escuchado por primera vez a Bach en la radio, una noche, mientras cenaba solo, y que había pensado que era un tucumano como él. “Pero Bach era un campesino, como nosotros. Hacía música para su gente, para gente como nosotros”, le dijo el azucarero a Estrella. Y el maestro agrega, en el patio de la cárcel de mujeres de Alto Comedero: “Si Bach viviera en nuestro tiempo, sería peronista”.
Y entonces se pone a tocar a Bach. El grupo escucha en silencio. Por un momento da la sensación de que se ha alterado el ritmo de todo el patio, que la gente habla más bajo y camina más lento. Aunque quizás sea apenas una sensación provocada por una banda de sonido extraña para el lugar. A unos veinte metros, un adolescente de jopo y piercing que habrá venido a visitar a su madre, quién sabe, se queda parado, solo, mirando fijamente al hombre que toca a Bach.
Estrella toca también La Pobrecita, de Atahualpa Yupanqui, que Raúl Noro canta susurrando con los ojos cerrados sin soltar la mano de Milagro. Ella mira al suelo.
Una cueca, una chacarera. Estrella invita al baile pero nadie se anima. Termina el concierto y el maestro envuelve a Milagro en un abrazo de hermano y padre a la vez. Él también, como todos, tiene los ojos regados de emoción. Como ella, que inclina la cabeza sobre su hombro y así se queda.
Unos minutos nomás. Es Milagro Sala. No estará quieta ni callada por mucho rato. Le cuenta a Estrella sobre los actos de hostigamiento que sufre dentro de la cárcel. Pero en el relato también hay bromas, risas, el abrazo de otra de las compañeras presas.
La visita termina. Ya en la puerta del penal, Estrella reflexiona sobre el efecto de la música en un lugar de encierro. Dice que estar encerrado hace que uno hable mucho, que cuente todo lo que le pasa, con detalles, y que entonces la música viene a acallar las palabras y, de un modo mágico, hace que desaparezcan por un momento los muros, los alambrados, las paredes. Lo dice con los ojos llenos de lágrimas. Sabe de lo que habla: de cárcel y de música.