A diferencia de otros tiempos, el oficialismo se enorgullece de aquello que decide ignorar, porque de lo que se trata es de gestionar los propios intereses y lo demás importa poco. Una manera de vivir en democracia sin practicarla.
Durante mucho tiempo, la ignorancia fue un disvalor para la sociedad argentina. Claro, era el país de Sarmiento, que te daba el saber porque así te daba el alma. De todos modos, era un disvalor conflictivo. El ignorante solía ser alguien de buen corazón, de no ser así pasaba directamente a la categoría de bruto y casi como que se caía de la especie humana. El humor se valió mucho de esos personajes poniéndolos en relación con un antagonista “culto” que llevaba a la práctica algo que se podría llamar pedagogía farsesca del oprimido. Dos casos emblemáticos de la tele: Minguito Tinguitella y Toto Paniagua. Que eran sometidos a un incansable proceso de corrección.
No sólo eran ridículos sus “errores” sino también sus nombres. Eran representación y a la vez caricatura. Y pertenecían a dos clases sociales claramente diferentes y que se definían en relación con el dinero: uno era un lumpen, el otro un nuevo rico. Gente que para formar parte del mundo precisaba ser educada. En el caso de Minguito, a quien, por otro lado, poco le importaba ser aceptado en otro espacio que el propio, se trataba de una cuestión de vocabulario, de manejo del idioma, decía mal las palabras, les adjudicaba un sentido equivocado o le pifiaba a la sintaxis. Se lo corregía y volvía a errar, una y otra vez, en eso consistía básicamente el sketch. Con Paniagua, se trataba de problemas de modales, aquellos requisitos que debe cumplir alguien que aspira a entrar en un mundo al que no pertenece naturalmente. Los dos personajes comparten una absoluta impermeabilidad a todo intento didáctico, caen una y otra vez en aquello se les critica. El humor debe mucho al automatismo, los personajes no pueden dejar de actuar como lo que son. Son idénticos a sí mismos y en eso consiste su gracia. Lo que, en este caso, equivale a decir que los ignorantes no cambian.
La ignorancia podía ser compensada con otras cualidades (el buen corazón, por ejemplo, o una inteligencia intuitiva) o resultar graciosa, pero nunca era reivindicada como tal. No era algo de lo cual sentirse orgulloso, aunque fuera una noción problemática y atravesada por cuestiones sociales y políticas. Aun así, había un cierto consenso sobre aquello que era obligatorio saber y que se llamó alguna vez “cultura general”.
Entre las novedades aportadas por Cambiemos, la ignorancia aparece como un gesto sensatamente económico, ser ignorante es un gesto de libertad, resultado de haberse negado a aprender aquello que no tiene una utilidad inmediata y concreta. Y llevan esa idea a la política cultural y a las políticas sociales, a las que emparejan con otras actividades que por definición son o deberían ser rentables.
Lo cual aplana todos los debates. Por ejemplo, hay muchas películas financiadas por el INCAA que tienen muy pocos espectadores. La respuesta oficial es cercenar los créditos sin preguntarse nunca si hay algo que pueda hacerse para promover esas producciones. En este caso, el pedido de restricciones fue fogoneado por Lanata, quien tiene serias dificultades para comprender cómo funciona el mundo de la cultura. No por nada Charly García lo trató de pelotudo cuando él le dijo que se repetía. Jorge, los artistas se repiten, ¿o acaso Borges no escribía siempre de lo mismo? Este es también un criterio economicista, ¿para qué perder tiempo leyendo, escuchando o viendo si creo saber de antemano de qué se va a tratar? El ahorro es un arma cargada de futuro. Tanto que nos deja tiempo para ver Periodismo para todos.
Otro caso: como se descubrió que en las escuelas había libros que no habían sido leídos, se limitó la compra a textos estrictamente escolares. Con lo cual, la biblioteca del colegio deja de ser un lugar para encontrar algo inesperado para convertirse en una operadora de la currícula. Desde la lógica contable, sería lo único para que serviría. Ese es dinero bien invertido, del que se espera un rédito concreto. Y se incorpora a la lectura de los chicos de séptimo grado el libro El regreso del joven príncipe, de Alejandro Roemmers que, con la excusa de escribir una secuela de El Principito de Saint-Exupery, transmite una serie de valores, entre ellos, la resignación y la inutilidad de toda pelea por la causa que sea. La lectura no se desperdicia, se lee para aprender a andar por la vida de acuerdo a un programa armado por los que saben porque son, como en este caso, exitosos y, por si fuera poco, empresarios.
Por estos días, puede verse por la calle una serie de afiches de la UADE (Universidad Argentina de la Empresa, afín al universo sociocultural de Cambiemos) con el slogan “aprender haciendo”. Si te limitás a hacer, para qué los libros, los docentes, la información no vinculada directamente a aquello que se está haciendo. Lo mismo que propone la reforma educativa. La mejor aula es el mundo del trabajo. El ideal es saber sólo aquello que interesa y que pueda usarse no solo de manera práctica sino también inmediata. La práctica es la que define el mundo cultural al que podemos acceder. Lo cual genera una idea que sanciona una situación que, lamentablemente, se está dando de hecho. Los trabajadores no calificados no precisan saber nada, la ignorancia es su vida y su elemento. En su caso, la ignorancia sería un destino, para la nueva clase de CEOS y egresados de las Escuelas de Negocios que nos gobiernan, es una elección a la que viven como plenamente justificada. La lógica empresaria es una lógica de descarte y de uso “racional” del tiempo. Hay que pensar siguiendo el modelo de la cadena de producción inventada por Henry Ford.
Gobernar no es llevar a la práctica una comprensión ni una idea del mundo sino una expertise (la palabra talismán es gestión). Cuando el tema sale de ese universo cognitivo (como cuando se le preguntó a Macri por el número de desaparecidos) la respuesta es no sé, o te la debo. Y cuando hay algo que decir obligatoriamente, se opta por callar como ocurre con el tema del submarino ARA San Juan. Es que no hay respuestas desde la expertise. (¿Cómo dirigirse a alguien que perdió a un familiar en las profundidades del océano siguiendo a un manual de gestión empresaria?). No hay un arsenal de lecturas (claro, si hasta el filósofo oficial, alguien que se supone viene del mundo de los libros, abomina del acto de leer) que sirva para entender la realidad y operar sobre ella. Y sobre todo comprender que hay un mundo que existe más allá del propio y que es algo más que un instrumento a exprimir para que den las cuentas. La ignorancia deliberada permite gobernar en soledad y sin necesidad de atender a los demás sectores de la sociedad. Y Lo que queda fuera de la ignorancia deliberada se califica como ideología o como relato. Y lo que signifique desatender del costado práctico de las cosas es “politizar”.
Estamos en tiempos en que esa ignorancia no se oculta, lo mismo que sucedía con Minguito y Paniagua. Pero era una forma de ser, no un aprendizaje ni una elección. Trump se burla abiertamente de todo lo que no sea el núcleo de sus intereses y ni siquiera tiene en cuenta ciertas cuestiones básicas como cuando no se cuida de hacer comentarios racistas o cuando se burla de un periodista que sufre una discapacidad. O hace comentarios discriminatorios sobre la menstruación femenina. La ignorancia es el ariete con que aspira a voltear las puertas del mundo democrático.
Macri es un tipo de un perfil deliberadamente más bajo y como suele hablar de acuerdo al manual de estilo de Durán Barba, no suele incurrir en estas muestras de ignorancia y las deja en manos de Michetti, Bullrich y Carrió.
Esa idea de la ignorancia como valor no es un problema de formación cultural. No se trata, como en el caso de Menem, de cierta desaprensión picaresca como cuando hablaba de las obras de Sócrates. Sino de un ejercicio voluntario por poner a un lado las relaciones democráticas y en esto mucha gente los sigue. Una manera de decir, argentinos a las cosas y basta de boludeces. En el medio de estas vociferaciones, hay una sociedad que va alejándose de los valores de la democracia y que empieza a celebrar la muerte de las personas que no les caen bien, como Santiago Maldonado o Rafael Nahuel. Dicho de paso, la ministra de Seguridad también lo hace. Claro, en el mundo del pragmatismo, esas muertes sirven para poner a raya a los mapuches. Y si sirven, valen.
Es algo que estaba pero que estos dos años de Cambiemos en el poder ha consolidado de manera acelerada. La ignorancia también se enseña desde el ejemplo.