No son homofóbicos y racistas con la misma intensidad. Pero coinciden en que no importa la legalidad de las armas con la que se enfrenta a la llamada inseguridad. Lo que puede suceder en Brasil con el casi seguro triunfo de Bolsonaro implica el riesgo de  acentuar autoritarismos que vienen dando vueltas entre nosotros. (Fotomontaje: Simón Chávez)

Es Macri un embrión de Bolsonaro? ¿O el brasilero el deseo oculto del argentino? Las diferencias resultan obvias, pero no son pocos los puntos de contacto.

Macri no es homofóbico, al menos no abiertamente, pero en su gobierno no hay funcionarios homosexuales en puestos importantes. Y, por ahora, no se han planteado reformulaciones de la Ley de Matrimonio Igualitario. A diferencia del brasilero, la “normalidad” sexual no parece ser un tema de Estado.

No se puede decir que haya hecho profesión de fe racista, pero su alianza no incluye morochos. (Como morochos, se entiende a  descendientes de negros o de pueblos originarios, que forman una parte muy importante de la población.)

Al respecto, una aclaración. Aquí se aplican las generales de la ley. No hay morochos ni en el PJ, ni entre los radicales, ni siquiera en la izquierda. El morochaje queda destinado al sindicalismo y a las organizaciones sociales. Esto plantea interrogantes sobre cuán representativo es el sistema político argentino.

Tampoco hay sexismo explícito, aunque al presidente de vez en cuando se le escapa algún comentario machista.

Más diferencias. La victoria de Cambiemos en 2015 fue, de alguna manera, el triunfo de un discurso sin cara. Nadie votó a Macri por Macri, en definitiva, las urnas consagraron a una cantidad de promesas cuyo enunciador podría haber sido cualquier otro de la alianza gobernante. La impersonalidad fue parte de su éxito y una idea que nace del mundo empresario: una firma es su nombre y no el de aquellos que se ocupan eventualmente de dirigirla. Ni siquiera de sus dueños, si es que tal cosa sigue existiendo a esta altura del capitalismo global y financiero. Por eso no hacen falta figuras, sino equipos. Emprendimientos y no personalidades. El gobierno practica de manera deliberada un énfasis de baja intensidad.

Una de las publicidades supuestamente espontáneas armadas por seguidores de Bolsonaro, lo llama “el mito”. Incluso hay un jingle que lo presenta como tal. Pocas alusiones (o ninguna) al Partido Social Liberal que encabeza el ex capitán, es él y muy atrás la gente que lo sigue. Ni siquiera circula demasiado el nombre de su eventual vice. Si hasta puso el cuerpo para recuperarse del ataque de que fue objeto. Macri solo pone el cuerpo para bailar. Sin dudas, estas diferencias de estilo dentro de un credo neoliberal común se pueden explicar de varias maneras, uno pertenece al mundo de los negocios, el otro coloca a las armas como gran instrumento de la política (o, en realidad, de la no-política). Al punto que su saludo distintivo es hacer el gesto de disparo con los dedos. Incluso circula un video en el que le enseña a hacerlo a una nena de cuatro años.

En sus distintos estilos, algo los une fuertemente: el tema de la inseguridad. Macri saluda y protege al agente Chocobar, el brasileño dice que “un policía que no mata no es un policía”. Uno de las propagandas a favor de Bolsonaro muestra a un hombre en un auto estacionado hablando con alguien por el celular. Dice que va a votar al PT. En ese mismo momento se le acerca un motochorro, lo apunta con un revólver y le roba el celular y el dinero. Cuando se aleja, el hombre baja del auto con una pistola y empieza a dispararle al delincuente mientras grita el nombre de Bolsonaro.

Siendo jefe de gobierno de la ciudad, Macri justificó los linchamientos diciendo que eran actos de justicia por mano propia resultado de la ausencia del Estado a la hora de proteger a los ciudadanos. Ya siendo presidente, defendió a un comerciante que atropelló y mató con su auto a un delincuente que lo había asaltado, diciendo que era una persona “sana” y que debería recuperar la libertad.

Si se lo piensa en términos de fórmulas químicas, Bolsonaro sería la combinación de Macri con Patricia Bullrich, quien al igual que el brasilero pone al narcotráfico en lo más alto del podio de los males nacionales.

Como sea, y desde diferentes estilos, los dos coinciden en que el monopolio de la fuerza en el Estado y el acatamiento de las leyes por parte de las fuerzas represivas ya no alcanza. Que la justicia por mano propia y el gatillo fácil son herramientas indispensables en este estado de la conflictividad social. Es más, son una solución a ser alentada por el Estado, de manera más o menos abierta.

Otro punto en que se intersectan es en la posición ante las dictaduras previas al advenimiento de la democracia. Como siempre, el brasilero va con los tapones de punta y lamenta que no hayan sido más los muertos. Por estos pagos se regatea el número de desaparecidos, como una manera de decir que no fue para tanto y se pretendió cambiar el feriado del 24 de marzo.

Es decir que lo que está en el centro de las preocupaciones de ambos son la violencia social y la política. Aquí la cosa se pone peliaguda. ¿Cuándo una violencia es claramente política? ¿Cuándo se la asume como tal? ¿O cuando desde el poder se la cataloga como política, como cuando se dice que un paro o una marcha son “políticos”? Toda manifestación en la Argentina que se ve desde el poder como un acto político, es decir que  todas o casi todas son potencialmente reprimibles. Y se busca que haya muestras de violencia política explícita a través de grupos que se infiltran en las marchas para llevar a la práctica cualquier forma de vandalismo. Uno supone que bajo el eventual gobierno de Bolsonaro la cosa no será muy diferente.

De todas maneras, la represión o no de este tipo de manifestaciones depende de circunstancias políticas que el Estado puede manejar discrecionalmente. Y muchas veces el manejo de la represión, una vez autorizada, queda en manos de las fuerzas de seguridad como ha sucedido en la Patagonia.

Aunque no siempre quede en claro de qué forma, detrás del llamado  problema de la inseguridad hay una cierta cantidad de condiciones sociales que el neoliberalismo instituye y refuerza. Es decir que crea a los “inseguros” y luego los reprime. Y esa tarea es algo que compromete a todos y no solo al Estado. Como los ajustes.

Como todavía no entró de lleno en el terreno de la economía como sí sucede con Cambiemos, Bolsonaro puede plantear una especie de épica nacional de la represión, que no se detiene en minucias como las que diferencian lo legal de lo ilegal. Siendo algo que compromete a todos, todos –estatales y privados- tienen el mismo derecho al ejercicio de la fuerza. Aquí en los medios se bordea muchas veces esta idea y el gobierno no se opone claramente a esta posibilidad, aunque por ahora sea menos enfático (salvo Bullrich que encarna una especie de inconsciente armado de la política de Cambiemos) que el candidato brasilero.

Estas diferencias y coincidencias no parecen augurar nada bueno. En un caso y en otro, hay un retroceso –por momentos muy marcado -en derechos sociales y jurídicos que parecían indiscutibles. Sin embargo, esos pasos atrás van acompañados de un discurso que hace fuerte hincapié en la modernización. Ir hacia el futuro neoliberal requiere un retorno del capitalismo primitivo y de los autoritarismos que ejercieron a pleno las dictaduras militares. Pareciera que el mundo está en un acelerado proceso de derechización que en Europa y en los Estados Unidos tiene como gran blanco a la inmigración. Por estos territorios, el enemigo ha nacido en el mismo país y si bien no faltan xenofobias argentinas el problema no son los de afuera.

Todo neoliberal nace autoritario.