¿Violentos? ¿Quiénes son los “violentos de siempre”? ¿Podemos parar la pelota y volver a preguntar de qué hablamos cuando hablamos de violencia?

Sobre los sucesos de Plaza Congreso y aledaños del pasado 18 de diciembre florecieron infinidad de textos: algunos, pocos, pueden ser llamados análisis u opiniones más o menos fundadas, incluso en sus discrepancias. La mayoría fueron diatribas vergonzosas, argumentaciones fáciles e insostenibles que descubrieron, detrás de una cantidad de piedras no demasiado significativa, el retorno de la lucha armada; y en un lanzador de petardos más o menos casero, el inicio de un nuevo foco, ya que no en el monte tucumano, en las plazas porteñas. Fue una epidemia, simultánea, de hipocresía y pánico moral. La hipocresía rayó a gran altura cuando se complementó con los lamentos por la prohibición de uso de armas letales por la policía, con lo que encubría el deseo real: no hay mejor represión que la que concluye con una masacre popular. El pánico moral, en cambio, volvió a poner en escena el segundo gran fantasma de nuestro periodismo: si el primero son los delincuentes –las “bestias salvajes que (te) roban, (te) asesinan y (se) violan (a tu mujer o a tu hija)–, el segundo son “los violentos”.

Por supuesto: eso implica descartar de la discusión todas las barrabasadas sobre el presunto intento de toma, saqueo e incendio del Congreso, prolegómeno del primer golpe de estado en la Argentina que hubiera sido dado sin tanques ni tropas ni ocupación militar del territorio, sino apenas con algunas decenas de arrojadores de piedras con buena puntería. Todas esas tonterías fueron propuestas sin ser creídas –creerlas implica un esfuerzo moral que ni Morales Solá está dispuesto a hacer–, pero servían a los efectos de alimentar el pánico y, muy especialmente, fundar la acusación de sedición sobre los legisladores anarcotroscokirchneristas (acusación que, dicho sea de paso, permite entender por qué el FIT votó en contra del primer desafuero de De Vido: el macrismo presentó una denuncia penal y con pena de cárcel contra sus opositores. El fuero parlamentario ha pasado a ser, entonces, un reaseguro contra la persecución del Estado…).

De Dalmiro Flores a diciembre de 2001

Los sucesos fueron bastante caóticos, sin una secuencia clara: es probable que haya habido un intento de forzar un enfrentamiento para “pudrir” la sesión, es probable que no haya habido un acuerdo político entre todas las fuerzas convocantes; es también probable que ese intento haya sido un error de evaluación, aunque eso es parte de una discusión política que todos los opositores nos debemos, largamente. Es seguro, en cambio, que la represión posterior fue salvaje, que no apuntó a responsables de ningún delito sino a manifestantes aislados o sueltos; que el recuerdo de represiones funestas y con víctimas mortales sea más fuerte que el de las movilizaciones del 19 y 20 de diciembre. Tengo en mi memoria unas cuantas de aquellas, y también el recuerdo de éstas: mis comparaciones corporales apuntan más al 16 de diciembre de 1982, cuando la policía de la dictadura salió a cazar a la bartola una manifestación única –y así mató a Dalmiro Flores–, que al 20 de diciembre de 2001, con columnas múltiples por la ciudad y movilizaciones extendidas por toda la república.

Permítanme entonces desplazar la discusión política y hacer foco sobre los “violentos”, ese fantasma que reaparece cuando algo que puede ser calificado como “violencia” entra en escena. Porque el primer problema es definir la violencia, cosa sobre la que varias bibliotecas disputan: el pánico moral dominante, en cambio, se limita a señalar cualquier práctica más o menos ruda que implique algún golpe, daño o dolor –práctica de la que la policía, en cambio, estaría exenta: la policía no ejerce violencia, sino que apenas administra la ley. Pero definir la violencia supondría un esfuerzo intelectual al que la opinión y los opinadores públicos no están dispuestos –incluso del lado “bueno”: responder con el slogan “la violencia de arriba engendra la violencia de abajo” es un signo de pereza intelectual. Entonces, los comentaristas (periodistas o políticos, opinólogos o encuestados al paso) recurrieron al ejemplo omnipresente cuando ocurre algún tipo de enfrentamiento rudo más o menos de masas (más de veinte, digamos): el “barrabravismo” de “los violentos”.

Contra los irracionales, periodismo deportivo

Entre lo que leí estas semanas, sólo Beatriz Sarlo (en http://www.perfil.com/columnistas/del-aguante-al-quilombo.phtml) hizo el esfuerzo de interpretar los sucesos en relación con nuestros viejos argumentos sobre la “cultura del aguante” –que no es estrictamente una cultura, pero no lo vamos a debatir aquí. Sarlo llevó el debate a la relación entre aguante y quilombo, y tiró algunas puntas que valdría la pena retomar, porque según nuestros argumentos el aguante no se politiza sino en segunda instancia, como un discurso de segundo orden: el aguante es antes que nada una moralidad, un modo de exhibir y demostrar masculinidad, de proponer un mundo ético donde pelearse no sólo está bien sino que es obligatorio. Pero la política está ausente del mundo de las hinchadas o de los roqueros, sino como planteo muy general: contra “los caretas” o contra “el sistema”, vagamente. No contra el macrismo o el neoliberalismo o el capitalismo.

Pero esa no es la discusión que quiero plantear aquí, sino la de la calificación de los sujetos. Repasen las crónicas, los editoriales, las intervenciones, los panelismos: a cada momento se cedía paso a la ontología. Son los violentos, aparecieron los violentos, la culpa es de los violentos. Exactamente el mismo vicio del periodismo deportivo contra el que llevamos veinte años de pelea: no hay sujetos que ejerzan o practiquen actos violentos en contextos específicos –léase una cancha de fútbol, un recital del Indio Solari o una discoteca del conurbano–, sino sujetos excepcionales organizados genéticamente para molerte y molerse a palos. Las consecuencias de esta calificación son enormes y variadas: entre ellas, que la calificación implica una clasificación que expulsa al sujeto del mundo de lo “normal” y lo confina al abismo de lo a-normal –por lo tanto, del estigma, de la discriminación, de la persecución: se puede, así, ser violento, negro, boliviano o judío (o minita, digamos), por lo tanto excepcional, por lo tanto no-gente. Consecuencia inmediata: lo excepcional debe ser eliminado, expulsado, exterminado, porque en tanto excepcional no puede ser reeducado para que se vuelva no-violento, porque como es ontológico lo lleva en la sangre. Y así, hasta el infinito y más allá.

Otra de las consecuencias salta a la vista: el uso del sustantivo “los violentos” (siempre en masculino, no lo olvidemos) se pretende explicativo, no calificativo, justamente porque es sustantivo (sintácticamente, un predicativo: Fulano es violento) y no adjetivo. Por lo tanto, clausura cualquier otra explicación: el argumento es, como dije, genético (son violentos) y sanseacabó. Si el debate pretendiera una “solución” al “flagelo de la violencia”, el uso del nombre lo impide: si son violentos, no hay solución –y por eso es un flagelo: una enfermedad que debe ser erradicada, un castigo divino. La idea elemental, e innegociable, de que debemos comprender las lógicas de cualquier práctica –incluso aquellas que, como tirar piedras o molerse a palos con la cana, parezcan lejos de nuestros hábitos– queda clausurada: no son como nosotros, que no nos peleamos, por lo que son violentos y sólo pueden ser exterminados.

Claro que esto dispara para múltiples lados. Como escribí hace muchos años en el viejo diario Crítica, está por detrás la idea de que toda práctica popular es irracional, intuitiva, con bastante de salvaje, y que debe ser despreciada por la racionalidad dominante como no-racionalidad (es decir, son irracionales). Pero es imprescindible preguntarse seriamente por qué se tira una piedra, y más aún por qué tantas personas pueden enredarse en una pelea con tipos armados hasta los dientes en la que sólo se puede salir derrotado; preguntarse, también, por qué esos tipos pueden reprimir hasta con felicidad. El debate público no parece ir en esa dirección.