Habilitada por el gobierno, la policía ya ni se fija en la edad de sus víctimas. Primero disparan y después averiguan. Desde el poder político y mediático se quiere armar un país dividido en dos. Hay una bala esperando para quien cruce la frontera social. (Ilustración Luis Scafati)
En el final de M, el vampiro de Düsseldorf (1931), dirigida por Fritz Lang y protagonizada por Peter Lorre, se escucha una voz femenina en off que llama a cuidar a los niños. Lorre es un asesino serial de chicos y la película se filmó en la antesala de la llegada de Hitler al poder. El criminal, cuyo aspecto apocado es casi una contraseña, dice que se trata de algo que no puede controlar. Declara ante una corte de delincuentes que lo juzga porque interfiere con su oficio: “No puedo escapar de mí mismo. Y conmigo corren los fantasmas de las madres…de las criaturas. ¡No me abandonan nunca! ¡Nunca! ¡Nunca!”
Se podría decir que el policía que mató a Facundo Ferreira escuchó también algunas voces, pero ninguna lo perseguía, ninguna era un fantasma, no había madres allí. Las voces no lo asediaban sino que lo estimulaban. Una voz es la del gobierno que sentó las bases de la llamada doctrina Chocobar que es en realidad un aval al gatillo fácil. Una argumentación ilegal para tratar de legitimar una ley que se ejerce en la práctica: primero disparar, después preguntar.
Pero no es la única voz. La prensa acompaña la doctrina enunciada por Patricia Bullrich de que las fuerzas de seguridad siempre tienen razón y no corresponde acusárselas de nada. Clarín y La Nación se limitan a reproducir los argumentos de la policía (sospechosos, iban armados, pruebas de parafina). Sin cuestionar nada, sin consultar otras fuentes. Y confundiendo. Se habla de una especie de funeral público en la cancha de Atlético Tucumán, con disparos de armas de fuego, que no tuvo nada que ver con el asesinato de Facundo, sino que fue la despedida de un adolescente aparentemente víctima de un ajuste de cuentas entre bandas.
La confusión no es tal. De esa manera se pretende mostrar que el chico formaba parte de una sociedad delincuente y su funeral, como no hubiera podido ser de otra manera, un ritual violento y desaforado, para peor en una cancha de fútbol, terreno de barrabravas.
Construido así el “enemigo”, no hay nada que justificar. Hoy, en su editorial a página entera, La Nación, bajo el título “Alto, policía”, plantea lo siguiente: “Es, pues, importante no solo clarificar a la opinión pública sobre los deberes y derechos de los funcionarios policiales, sino también empezar a erradicar la corriente que subvierte el orden natural y convierte a los policías en victimarios de los delincuentes, pasando estos últimos increíblemente a ocupar el rol de víctimas.”
Extraña construcción esa de “subvierte el orden natural”. Más allá de las temibles resonancias que evoca es una versión más elaborada de la doctrina Chocobar. Las víctimas son unas y los victimarios otros. Lo demás es antinatural.
Hace rato que se viene instalando la idea de que los delincuentes forman un ejército que incluso se viste de una determinada manera (gorra, capucha, altas llantas) y tiene un color de piel reconocible. Son una irrupción antinatural en la sociedad que proviene de atavismos que la civilización no ha podido erradicar. De allí la idea de que la reinserción es una fantasía imposible de concretar Es una concepción que uno podía encontrar en los talibanes del tema de la inseguridad como Eduardo Feinmann –celebrando cada muerte de un chorro con un exultante “uno menos” –o Baby Etchecopar y su latiguillo “negros de mierda”. Ahora, como sucedió con la cumbia, ha llegado a espacios más refinados, al menos del lado de los recursos expresivos. Feinmann lanza exabruptos, La Nación, y también el gobierno, hacen que argumentan, pero en definitiva se sostienen en cierto temor primitivo a perder lo propio que no tarda mucho, incentivo mediático de por medio, en transformarse en paranoia.
Cambiemos inauguró su ciclo gubernamental con chicos baleados en la villa 11- 14 y una actitud que, pasando por Rafael Nahuel, hoy se continúa con el disparo en la nuca del pobrecito Facundo. No extraña ese ataque a la infancia y la adolescencia. Al fin y al cabo, este es un gobierno que cierra escuelas, que es el lugar donde aprenden y se socializan. El argumento económico no es muy válido cuando se reparten susidios a los colegios privados. Pero el resultado es meterse de prepo y a mano alzada en la vida de los chicos pobres que vaya a saber cómo harán ahora para seguir estudiando.
Ese ataque a la infancia –a la que uno supondría un santuario que no debe tocarse- es la forma más brutal de dividir a la sociedad en dos, marcar territorios en los que no se puede entrar salvo con riesgo de muerte. Ni los chicos pueden pasar la línea, para ellos también hay balas. La edad ya no es un salvoconducto.
Para ejecutar (la palabra parece la adecuada en este caso) este propósito, Cambiemos tiene de un lado la complicidad –esto va más allá de una operación, esto tiene que ver con la vida y la muerte- de los medios para quienes el tema de la inseguridad es un negocio muy redituable. El miedo y la paranoia precisan ser confirmados todo el tiempo. Ya con el Polaquito de Lanata empezaron a instalar la imagen del pibito peligroso. Hoy matan o balean a los polaquitos que les parecen sospechosos o que simplemente andaban por ahí.
En definitiva, los medios, el gobierno, una parte significativa de la sociedad tienen miedo hoy y la única manera en que vislumbran un mundo a su medida es un futuro sin los demás.
Con lo de Facundo se ha sobrepasado un límite. Instalado una lógica de enfrentamiento donde no hay quien se salve. No es un mundo para los chicos.