A partir del engaño de un grupo de cordobeses en Suiza a Macri, se ha lanzado un debate sobre el tema de los beneficios o desventajas de ejercer esta especie de bullyng dedicado a personajes de la política. En verdad, la discusión, que tiene bastante de falaz, habla de cómo se piensa y se representa la relación entre ideologías políticas.
Habría que empezar por diferenciar. Escrache, tal como marca la historia reciente, es el acto de denuncia de los organismos de derechos humanos o de H.I.J.O.S frente la casa de una genocida, una forma de dejarlo en evidencia ante sus vecinos y mostrar la impunidad de la que goza.
En la estrategia de malbaratar el sentido de las palabras y las construcciones sociales, en estos días se zarandeó la historia de la CONADEP, que fue la recopilación de la información sobre el terrorismo de Estado, un hecho único que empezó por allí la puesta en marcha de la justicia contra los genocidas, aun con sus marchas y contramarchas. Hablar de CONADEP de la corrupción o del periodismo es rebajar el sentido de aquella comisión y de los documentos que produjo. Aquello fue un enorme trabajo de memoria colectiva, de revelaciones de las propias víctimas. Lo de hoy no pasa de un juicio moral, gestos con los que mucha gente se queda tranquila.
Algo parecido sucede con los escraches. Abuchear a un ministro como le sucedió a Kiciloff en el buquebus es un abucheo. Burlarse de Macri haciéndole creer que era bienvenido es una burla. Insultar a Cristina en un avión es un insulto. Y una puteada a un funcionario es eso, una puteada. La tautología tiene la ventaja de la claridad y el déficit de lo obvio. Ninguno de estos actos fue un escrache. Por varios motivos. Por un lado, porque no se trata de una denuncia sino de un acto, generalmente espontáneo, para expresar el repudio ante un determinado personaje. Por otro, porque se termina en sí mismo, no tiene, por ser casual, más que la explosión del momento. Lo puteaste y ya está, se terminó y a otra cosa, tal vez con una efímera sensación de alivio. Por el contrario, Las fake news, que son las primas hermanas de estos actos, tienen una estrategia definida.
Algo similar sucede con los acosos periodísticos a funcionarios a través de preguntas incómodas. Aquí aparece otra dimensión de los sucedáneos del escrache: la espectacularización. La mayoría de estas situaciones son filmadas, subidas a redes, emitidas por la tele. Se hicieron para que se vean, es parte fundamental de su sentido, casi su justificación. ¿Su mensaje? Hacerle saber al agredido que se lo detesta, algo que no suele importarle y que no tiene incidencia alguna en la realidad.
Pero la denominación genérica de escrache tiene sus ventajas, no solo minimiza la acción de los grupos de derechos humanos sino que sirve para un deporte nacional en estos tiempos de campaña: todos en la misma bolsa. Planteo al que suele responderse, como sucedió con la gastada a Macri en Suiza, que no todos son iguales. Que, por un lado, están los burladores cordobeses y, por otro, aquellos embarcados en cosas más serías y que no son proclives a este tipo de actitudes, es más las rechazan como principio, entre otras cosas porque no suman si es que no restan.
Pero la toma de posición frente a estos hechos sirve para refrendar su sentido mediático. Si los cordobeses no respetan a Macri, es porque ningún kirchnerista respeta a las instituciones. Si un macrista insulta a un ex funcionario es representante de una manera de ser absolutamente extendida. Se podría pensar que es sobre este tipo de operaciones que se sostiene el discurso y el negocio de la grieta. Si Morales Solá o Andahazi, por nombrar a solo unos pocos, sostienen que hay algo insalvablemente perverso y dañino en el hecho de ser krichnerista, ya no estamos en medio de una disputa de proyectos políticos sino de esencias personales. La denominación política se convierte en un adjetivo descalificativo. Algo que se incentiva como cuando se toman las posiciones de personajes no orgánicos (como Dady Brieva o Mempo Giardinelli) como representantes de aquello que las figuras orgánicas no quieren decir pero que efectivamente piensan. Los que dicen la verdad.
Se ha discutido mucho si los hechos de Córdoba suman o restan. Lo que está mal es la pregunta, porque son accidentes, no continuidades, no van más allá de sus protagonistas y de sus repercusiones mediáticas. Lo querían los cordobeses era gastarle una broma al máximo representante del poder y ganar así sus 15 minutos de fama.
Los escraches son otra cosa.
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