El 16 de marzo de 1991 el edificio del Warnes, que había sido concebido como un hospital de niños ejemplar en Latinoamérica, fue dinamitado. La demolición –a la que asistieron ex dirigentes montoneros- fue presentada con un doble y triple discurso: en lugar del derrumbe de un sueño se habló de monumento a la vergüenza, de horror y del fin del revanchismo político. Esta crónica fue publicada en Página/12 el 17 de marzo de 1991, pleno auge del menemismo, del que la nota es símbolo.

Como un monstruo que fue cobrando vida a lo largo de 36 años, y que en los últimos años recibió cachetazos progresivamente abarcadores -símbolo de la miseria, del oprobio, del horror y hasta del infierno-, el albergue Warnes cayó derrotado ayer en sucesivas explosiones aplaudidas. Fue entre festejos y chicanas políticas de los vecinos de los barrios de La Paternal y Agronomía, que acudieron de a miles al espectáculo gratuito y de los comentarios ácidos de funcionarios que, acaso melancólicos, no dejaron de reiterar el paralelismo entre la refundación doctrinaria del peronismo en el teatro Cervantes y el derrumbe de uno de los sueños del general: el hospital de pediatría más avanzado de Latinoamérica.

Como para que las paradojas se sostuvieran solas, y mientras los periodistas de radio y TV repetían la expresión “monumento a la vergüenza” cada tres minutos, asistieron al espectáculo explosivo Roberto Vaca Narvaja y Cirilo Perdía, ex montoneros, como para despuntar el vicio. Fue al fin de cuentas el fin de la historia, 36 años después, y la nube de polvo de la última explosión, ocurrida a las 18.55, envolvió en los palcos a todos por igual en una única confusión.

Pasado el mediodía, hora de la convocatoria, los alrededores del Warnes eran el escenario ideal del cine catástrofe. Silenciosos y expectantes, los vecinos iban enfilando hacia el lugar intercambiando consignas misteriosas. Movilizados en media docena de vehículos, los de Defensa Civil se paseaban enfundados en chalecos futuristas y el perímetro de los viejos edificios estaba acordonado por 460 federales llevados en 70 patrulleros. Había guardia de infantería, la montada, palos, perros y hombres de la GEO y entre ellos merodeaban en bicicleta batallones de chiquilines, como buitres volando en círculos.

-A las tres lo tiran.

-¿Hay vidrios?

-No pasa nada. Los foquitos, nomás, se pueden romper.

-¡Mirá! Están los del SWAT.

Pasadas las vallas y los controles, se ingresaba al área de los palcos, situados frontalmente respecto de los dos cuerpos del Warnes, tal como se ve en los documentales sobre pruebas atómicas en el desierto del Álamo. Tras los fotógrafos que iban y venían disfrazados de Nick Nolte en Bajo fuego, más vigías apostados a cincuenta metros sobre el nivel del mar en elevadores neumáticos. unos metros más allá, se veían algo así como dos plazas fuertes –viejas construcciones semi destruídas- cuyas almenas aparecían artilladas por cámaras de cine y TV. Filmaba por ahí Pino Solanas, paseaban Alberto Fernández de Rosa y uno del cuarteto Zupay, y emergió también con su ropa de fajina la figura de un hombre corpulento. Marcial y a la vez distendido, saludó a la tropa:

-Buenas tardes.

-¡Buenas tardes, mi contraalmirante mayor!

-¿Cómo andan?

-Bien, mi contraalmirante mayor.

Fue el propio intendente Carlos Grosso el que insistió con las metáforas bélicas. Alguien preguntó para qué sonaban las sirenas -fueron la señal de la primera cuenta regresiva- y bromeó: “Tenés treinta segundos para ponerte la máscara antigás”. Por aquí y allá brotaban diálogos en sorna que suavizaban el ensañamiento contra el pobre edificio que, ya achacoso y arruinado, no merecía tamañas demostraciones de enemistad. Uno de los funcionarios a cargo del operativo, el arquitecto Alberto Schwarzbaum, decía que, aunque no había nada que festejar, hubieran venido bien “unos choripanes y un buen vaso de tinto fresco”. Fue uno de los escasos matices nacional-populares en los palcos. Detrás, encimados trabajosamente como la hinchada de la popular, o más bien como espectadores de potrero, los vecinos eran miles. Llenaban un predio de doscientos metros cuadrados hasta llegar a la estación Arata, con valientes encaramados en lo más alto de los postes telefónicos y algunas decenas, más a lo lejos, en las azoteas de la Química Estrella. Y más allá todavía, devorando choripanes hasta saquearlo todo, había quienes alcanzaban otras azoteas avizorando si había o no explosión.

Porque hubo explosiones, reiteradas entre señales de alborozo. Minutos antes Grosso decía las últimas frases para la radio: “En el ’55 convirtieron esto en un baldío. Esto pretende ser la demolición del símbolo de la frustración de los argentinos. No sólo se derriba un monumento a la injusticia social, sino también al sectarismo y al revanchismo”.

Finalmente, con algunos minutos de demora, llegó la última señal: la bestia debe morir.
La imagen de la mole de cemento sorprendida de pronto con falta de sustentación. La caída lastimosamente lenta. Y recién después un único estruendo seco, brutal, seguido por nubarrones de humo disparados a presión, que en segundos cubrieron todo el edificio. Se necesitaron minutos, tras la caída en desgracia de cada ala, para comprobar la posición yacente de las estructuras, quebradas como fuselajes de aviones.

Hubo entre distintas secuencias -los cronogramas prolijos se descartaron a la segunda explosión, ya que las conexiones de los detonadores saltaban en cada una de ellas- tiempo para todo. Tiempo para que el embajador en Italia, Carlos Ruckauf -supuesto aspirante a la intendencia-, susurrara por ahí: “Me quedo una semana. Vuelvo a Roma. Vengo para las internas. Voy a Roma otra vez. Pero en setiembre estoy acá”. Tiempo para que un funcionario municipal, tras saludar a Vaca Narvaja y Perdía dijera:

-Estuve con los expertos.

-Y le contestaran:

-Para ellos es el sueño del pibe.

Y hubo tiempo también, sobre todo, para que la hinchada se agrandara, ya en confianza, y comenzara a exigir -clap, clap, clap- un poco más de puntualidad entre las explosiones.

Cuando la primera postergación, los expertos dinamiteros –encabezados por un hombre de la Societé Européenne Dynamitage- avanzaron hacia las ruinas y se escuchó: “Apuren, che”. Se acercaron más y fue: “¡Devuelvan la entrada!”. Más minutos y “¡La hora, referi!”. Hasta que uno vociferó: “¡Manden algún funcionario ahí abajo!”.

Ya habían, pasado los codazos del principio en el palco oficial y el reclamo indignado para conseguir asiento -“¡Yo vengo a estar con el Presidente!”- y había pasado la carcajada general cuando un minuto después de la primera ala demolida, un cuzco salió al galope desesperado entre trozos de mampostería.

El cartel de la municipalidad decía que el costo de la demolición fue de unos 8500 millones de australes. Cuando terminen de retirar las 7500 camionadas de escombros, se nivele, limpie e ilumine el lugar, el predio volverá por fin a manos de los nietos del señor Miguel Etchevarne, quien le inició juicio al Estado cuando la Libertadora. En lo que concierne a la hinchada, ayer se divirtió muchísimo.

Pos Data: Un video que visto hoy se hace viejísimo muestras las sucesivas, tristes caídas de las diferentes áreas del Warnes, así como la reacción de los vecinos del barrio.