La construcción teórica del arrepentimiento o la delación premiada tiene en Brasil al juez Sergio Moro –que ordenó el encarcelamiento de Lula – como uno de sus mayores propulsores. Su objetivo es la destrucción del adversario político.

Un detenido delata (y al hacerlo logra la libertad o una cómoda prisión domiciliaria) a treinta personas implicadas en un delito, las cuales a su vez delatan (y al hacerlo logran la libertad o una cómoda prisión domiciliaria) a otra persona que, sí, va a estar muy presa. El resultado es una curiosa progresión del peso de la ley: 1-30-1. Si pudiéramos acompañarla de un gráfico, creo que habría que dibujar la serpiente de El Principito que en el medio de la panza tiene un elefante. Lo cierto es que esta es la lógica de lo que llamamos arrepentimiento en muchos procesos judiciales actuales: una lógica que caló fuerte en el vecino Brasil, y en donde se conoce como delación premiada.

El juez Moro fue artífice del encarcelamiento.

En Brasil, sólo en el marco de una investigación puntual (aunque enorme) como es la llamada Lava Jato ya se otorgaron 187 acuerdos de reducción de pena por cooperación, esto es, por delación. Si uno mira el perfil de los “premiados”, la mayoría de las veces se trata de grandes empresarios, los cuales, gracias a delatar a un político importante, se beneficiaron con la suerte de cumplir su reducida condena desde sus propias quintas con jardín y pileta, teniendo incluso el derecho a salidas regulares prácticamente al destino donde se les ocurra –siempre que avisen, claro– y poca o nula obligación de usar dispositivos de control –las tobilleras electrónicas quedan para otra arquitectura de prisiones domiciliarias, más emparentada con las favelas que con los countrys o las quintas. El uso judicial de la herramienta que legitima esto, la delación premiada, “estalló” en Brasil gracias a la ley de 2013 que lo reglamentó (una ley sobre la que hace pocos días, durante una visita a Londres, Dilma Rousseff hizo un mea culpa por haberse aprobado durante su mandato). De todos modos, es una herramienta que los jueces y fiscales brasileños ya venían implementando desde hacía unos diez años –porque había leyes anteriores tenuemente habilitantes, y porque son jueces. En Argentina el tema es reciente y se da con la Ley 27.304 por marco, sancionada en 2016 en pro de un predecible lollapaluza de empresarios arrepentidos.

Pero este artículo se quiere detener en algo que comúnmente la prensa deja de lado: la construcción teórica del arrepentimiento o la delación premiada, que en Brasil fue hecha en simultáneo con sus primeras implementaciones concretas, casi diez años antes de la reforma de la Ley de Organizaciones Delictivas (2013). Este es un tema que nuestros periodistas vecinos han venido estudiando, desde distintas posiciones ideológicas, basándose para ello en los escritos teóricos de los mismos jueces que promovieron el uso de la delación. A la cabeza de estos jueces se ubica Sérgio Moro, el hombre que más acuerdos de cooperación con delincuentes ha homologado hasta la fecha –un juez creador de un “neogarantismo”, podríamos decir, que hace que los empresarios que caen bajo su lupa tengan casi redactada su excarcelación– y uno de los que más ha escrito sobre el tema que nos ocupa.

El juez Moro y Laura Alonso.

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La historia teórico-judicial de la delación premiada arranca en Brasil en torno a 2004, esto es, a poco del inicio del gobierno de Lula. Ahí es cuando Sérgio Moro, que todavía no es “el juez Moro”, y que acaba de regresar al Brasil de sus estudios de posdoctorado en Estados Unidos y sus asistencias a cursos dictados por el US State Department, empieza a publicar en medios brasileños sus argumentos en favor de la implementación de los acuerdos de delación. La coyuntura en la cual un juez se pone a pensar una herramienta nunca es menor, y es algo que a su vez pone en evidencia su preocupación política. El periodista brasileño André Petry es uno de los que, recientemente, han puesto la lupa en la importancia de esos textos escritos por Moro: ante todo, en uno llamado “Considerações sobre a Operação Mani Pulite”, que se publicó en 2004 en una revista jurídica, y que propone como modelo para la acción judicial brasileña la célebre operación italiana.

En otro artículo (“De la delación como una de las Bellas Artes”) ya cité algunos trechos del texto de Moro. El rasgo quizás más llamativo es la refinada conciencia –explícita, por lo demás– de que jueces y medios de comunicación deben actuar juntos. Moro celebra “el uso de la prensa hecho por los responsables de la operación Mani Pulite”. Dice: “La publicidad (de la acción judicial) tiene objetivos legítimos y que no pueden ser logrados por otros medios (…) Mientras la acción judicial esté apoyada por la opinión pública, estará en condiciones de avanzar. De lo contrario, difícilmente tenga éxito”. El esquema presupone, entonces, un primer movimiento que es la detención de una o más personas por orden de un juez, y enseguida su difusión por la prensa, cuyo efecto y rédito es que transmite a la ciudadanía una señal de que, aun en “sistemas judiciales morosos”, la justicia puede prevalecer. En medio de la detención y la publicidad viene la tercera pata del esquema: la delación premiada.

Como es el punto más álgido, el de las delaciones es en consecuencia el que más preocupación teórica requiere. Está claro que cuando la justicia premia, se quita valor a sí misma. Buena parte del arsenal retórico de Moro sobre esta cuestión apunta a esquivar o felpudear el grueso de sus implicancias (institucionales, públicas, morales, éticas). Hablar de ellas obligaría a tener en cuenta aspectos como los que señala el jurista brasileño Lenio Streck: la delación premiada puede servir como mecanismo de presión, viola el derecho a no acusarse a sí mismo, disculpa al Estado de combatir la criminalidad, se somete a la estrategia del delator (que acusará a unos u otros a conciencia de lo que conviene al proceso y a sus promotores), etc. Sobre estos aspectos, los jueces como Sérgio Moro prefieren no detenerse, o lo hacen con evasivas tales como sugerir que hay muchos otros mecanismos de presión que violan garantías individuales y aun así existen. El centro de su argumentación “positiva” es que sólo la delación premiada puede acabar con el gran mal que aqueja al país: la corrupción política. Es una necesidad, guste o no. Así, si uno le preguntara al juez si cree que el Mani Pulite acabó con la corrupción política en Italia, su respuesta tendría que ser afirmativa. Por suerte para él –que es una autoridad moral en los medios de su país–, en general lo invitan a charlas en las que puede excusarse de aceptar preguntas del público.

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Vanderbroele, uno de los premiados.

La delación premiada es, también, el tema que Sérgio Moro no puede dejar de “ilustrar”. Como un profesor que siempre está tratando de mejorar su eficacia oratoria para un mismo tema, Moro optimiza recursos, renueva ejemplos (literarios también). En una conferencia en 2016, y basándose en un escrito de un jurista estadounidense, el juez en cuestión tomó este ejemplo: un caso ocurrido en Estados Unidos en 1883, en el que un fiscal validó el “arrepentimiento” del ladrón Dick Liddil, miembro de la banda de Jesse James, gracias a lo cual pudo apresar a buena parte de los integrantes de la famosa banda del oeste. Moro deja pasar, en ese ejemplo, el hecho de que la cooperación redundó en un incremento del peso de la ley; que, como en un cuento clásico de Borges, la traición de uno hizo posible la prisión firme y definitiva de cinco (desconozco en detalle la suerte de aquel grupo, aunque entiendo que redundó en el encarcelamiento del hermano de Jesse y de otros forajidos). Sin embargo, muy distinta es la herramienta tal como Moro la pone en uso. Amoldándonos a su propio enfoque –esto es, sin detenernos en la dimensión ética del uso de un delincuente como colaborador–, aun así hay que decir que su eficacia es limitada. En sus operaciones no hay incremento del peso de la ley, sino lo contrario: canilla libre de premios y escasas condenas rigurosas, realmente efectivas.

La imaginación literaria de Moro prosigue, en la misma conferencia de 2016, con otro ejemplo que no quiere salirse del siglo XIX y de la seducción de la gran literatura:

Es imposible conocer la motivación exacta de un delincuente que decide colaborar, pero normalmente son tres motivos.  Yo los comparo con aquel cuento de navidad de Charles Dickens: o es el fantasma de las navidades pasadas –un arrepentimiento sincero–, o el fantasma de la navidad presente –el hecho de padecer una restricción de sus derechos, como la de una prisión cautelar– o eventualmente el fantasma de las navidades futuras –la perspectiva de una condena y una prisión por venir.

Lo que sin duda es un fantasma, para estos promotores de la delación, y un fantasma que a ellos les viene bárbaro, es el estatuto de culpable transitorio, calculadamente fugaz, que cabe para gran parte de los inculpados en las causas judiciales de corrupción. El “espíritu” de la herramienta-delación es quizás ese: crear el fantasma de la acción decidida, firme, amplia, universal, sólo para cazar a alguien, a un particular “espectro” (en términos de Marx) que acecha al statu quo. Cuando rememora a Dickens, Moro se traiciona: a veces lo único que se puede conocer de un delincuente es qué cosa lo motivó a hacerse amigo del comisario. Cuando un mecanismo muestra que todos los grandes empresarios pueden zafar de prisión efectiva si delatan o inculpan a un político de peso, evidentemente cada uno de esos empresarios ya va a prisión sabiendo que lo esperan algunas semanas oscuras, fantasmagóricas como mucho, entre un viaje a Miami y otro al sudeste asiático.

Y eso es lo que ha venido ocurriendo efectivamente en Brasil gracias a un proyecto elucubrado a la sombra de los primeros éxitos de la política social de Lula y puesto en práctica desde entonces, primero de a poco, luego a gran escala. Un proyecto que es a todas luces una eficaz (y despreciable por donde la miremos) forma judicial-mediática de hacer política, con un objetivo claro en los hechos: voltear, por medio de una maraña sumamente mediatizada de culpas provisorias, al enemigo político singular cuya libertad no conviene que exista.

 

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