Constituyen la columna vertebral de la soberanía alimentaria. El “feriazo” en la Plaza de Mayo, la ausencia del Estado y una ecuación que no cierra: apertura importadora y caída del consumo interno.
Producen verduras, hortalizas, miel, tabaco, algodón, yerba, leche, frutas, caña de azúcar, quesos, huevos, pollos, cerdos… La lista es casi interminable. “El 60 por ciento de los alimentos que se comen día a día en los hogares del país. A pesar de eso y de la dignidad de nuestro trabajo, vivimos, producimos y comercializamos en condiciones muy precarias”, resume Lautaro Levetatto, de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP). Su voz es una de las que se hicieron oír en la Plaza de Mayo durante el “feriazo” concretado por pequeños productores y campesinos para reclamar soluciones ante la crisis que atraviesa el sector. “El problema viene de arrastre, te diría que desde hace años, pero se agravó con las políticas de Macri”, explica Roberto Solano, dirigente de la Asociación de Medieros y Afines. La entidad reúne a los productores de frutas, verduras y flores de las quintas del conurbano de La Plata y es otra de las organizaciones que convocó a una protesta que contó, además, con la presencia de la Federación Nacional Campesina (FNC) y el Frente Agropecuario Regional Campesino (FARC).
Repasar algunos números permite dimensionar la relevancia del sector. En el país hay unos 220 mil pequeños productores que representan el 65 por ciento del total de las explotaciones agropecuarias y aportan el 20 por ciento del valor total que genera el campo. Ocho de cada diez no son dueños de la tierra que cultivan. El resto son propietarios de pequeñas superficies. En muchos casos se trata de familias que viven en condiciones de vulnerabilidad. Muy pocas pueden progresar. Las escalas de producción y el escaso capital de trabajo las ponen en un estado de indefensión ante las cadenas de comercialización y los proveedores de insumos. Los quinteros de Berazategui y Florencio Varela son un ejemplo. El panorama se repite con variantes en el interior del país, incluso allí donde la tecnología y los volúmenes de producción son mayores, como en el sector frutihortícola del Valle del Río Negro.
“La diferencia entre lo que nos pagan y el precio de venta al consumidor es enorme y puede llegar al 400 por ciento. Pasa con la cebolla, la zanahoria y la lechuga que consumen los porteños”, explica Solano. Sobran ejemplos. El kilo de morrón que se abona en la tranquera de una chacra a no más de 20 pesos el kilo se vende a 80 pesos en la góndola de un supermercado. Lo mismo ocurre con las zanahorias que llegan desde Santiago del Estero. En el sector le apuntan a las cadenas de comercialización. Subrayan como nocivo para consumidores y productores la desregulación y concentración del mercado. Las consecuencias son conocidas: fijación de precios e imposición de condiciones de pago.
En el cordones frutihortícolas de La Plata, Buenos Aires, Mendoza y Córdoba, donde se concentra el 50 por ciento de la producción de hortalizas, se siembra, cultiva y cosecha sin precios de referencias. La rentabilidad es casi imposible de calcular. La incertidumbre manda. El camión pasa a la madrugada y determina el precio. El juego de la oferta y la demanda es una ilusión. Por el carácter perecedero de hortalizas y frutas, los quinteros no pueden retener los productos a la espera de un mejor precio.
El panorama es crítico. Luego de la recesión de 2016, cuando la demanda cayó en forma muy significativa, las inundaciones terminaron por poner al borde de la quiebra a muchas familias. Las medidas del Gobierno nacional, como la declaración de zonas de emergencia y desastre agropecuario, no alcanzan a los pequeños propietarios. Menos aún a los campesinos que arriendan pequeñas parcelas. El incremento de los costos completa el panorama. Muchos están atados al dólar, como el nylon para la construcción de invernaderos, los agroquímicos, los fertilizantes y las semillas.
Los integrantes del FNC explican que el Ministerio de Agroindustria que conduce el radical Ricardo Buryaile vació de contenido a la Subsecretaría de Agricultura Familiar y que todas las medidas de Cambiemos favorecen al sector del campo más concentrado. “En un año y medio de gestión no existió una sola que alivie la crisis que arrastramos”, dice Solano. Entre otras cuestiones denuncian que desde hace tres meses no funcionan la inscripción al Monotributo Social Agropecuario y el Registro de los Productores Familiares. Puntualizan, además, que Buryaile eliminó el Programa Cambio Rural que brinda asistencia técnica a pequeños horticultores y excluyó a los productores que no son argentinos.
La apertura importadora
“Los datos confirman lo denunciado por distintas organizaciones que definan la crisis en el sector por el efecto combinado de la apertura de las importaciones, la caída del consumo y el aumento de los costos”, señala un informe del Centro de Estudios Económicos y Sociales Scalabrini Ortiz (Ceso). El trabajo agrega que la importación de hortalizas y alimentos enlatados ponen en riesgo la continuidad de la producción local, incluso por la pérdida de los canales de venta. No sólo eso. La apertura también presiona en forma negativa sobre el mercado laboral. La razón: la cantidad de mano de obra empleada por unidad de superficie plantada es mucho mayor que en los sectores primario o agroindustrial.
Sobre este último punto, el trabajo del Ceso precisa que la actividad hortícola demanda 30 veces más mano de obra, 20 veces más insumos y 15 veces más inversión en maquinaria y equipos por unidad de producción que el sector agropecuario en su totalidad. “La producción de hortalizas y legumbres –puntualiza el informe- absorbe más de un tercio de la mano de obra del sector primario”. Esto sin contar los empleos que genera el resto de la cadena en las tareas de selección, empaque, comercialización, provisión de insumos y transporte.
Con relación a las importaciones, los números son elocuentes. El trabajo –realizado sobre la base de datos oficiales- consigna que desde 2015 las compras en el rubro alimentos crecieron un 23 por ciento. Totalizaron unos 700 millones de dólares. Un número nada despreciable. La balanza comercial del país cerrará este año con un déficit de unos 10 mil millones. El ítem correspondiente a las importaciones de alimentos incluye carne, leche, huevos, miel, hortalizas, tubérculos y frutas, además de alimentos preparados.
Un análisis más detallado revela incrementos en rubros impensados. Es el caso de la manteca, que pasó de 48 mil kilos en 2016 a 394 mil kilos en 2017 (712%). En 2015, por ejemplo, no se registraron importaciones de batatas, zanahorias y naranjas. Hoy ingresan en grandes cantidades. La avalancha incluye alimentos de origen animal, como el llamado “queso azul”, que pasó de 70 kilos en 2015 a 9.367 kilos en los cinco primeros meses 2017 (13.000%). Similar situación exhibe el renglón “pollos trozados”, que pasó de 95 kilos en 2015 a 1,5 millones de toneladas en el mismo período (1.118%). Hay otros ejemplos, como la carne de cerdo (250%), los quesos en general (240%) o incluso la bondiola (726%).
Quienes argumentan en favor de la apertura sostienen que la política de Cambiemos genera un ambiente más competitivo, incrementa la oferta y, en consecuencia, presiona a la baja sobre los precios internos. En síntesis: que redunda en una mejora del poder adquisitivo de la población. Los efectos positivos, sin embargo, no se verifican. La inflación en el rubro alimentos y bebidas no alcohólicas acumula un avance del 21 por ciento en los últimos doce meses. Algunos alimentos básicos registran fuertes incrementos -incluso por encima del promedio-, como la leche, los lácteos y los huevos (30,4%); las frutas (23,7%); o el café, la yerba y el té (23%).
La producción frutihortícola
El sector profundizó en 2017 la crisis de 2016. La retracción del consumo interno, los menores volúmenes procesados de productos primarios y el retroceso de las exportaciones minaron la actividad. Los datos que confirman la crisis son muchos. En 2016, la producción de peras y manzanas fue la menor de la última década. Un 15 por ciento inferior. Las ventas al exterior de frutas en general cayeron casi un 10 por ciento. Sin embargo, el promedio encubre derrumbes casi sin precedentes, como las ventas de ciruelas sanjuaninas (-94%), duraznos neuquinos (-73%), peras mendocinas (-46%) y manzanas de Río Negro (-18,2%). Sobre este panorama, además, opera la apertura importadora.
El año pasado se importaron unas 4 mil toneladas de frutas de carozos y pepitas. No es extraño. El contexto global se caracteriza por una sobreabundancia de oferta. Los actores más competitivos ganan mercados. Los productores reclaman subsidios directos y una mejora de los márgenes de rentabilidad. También piden un debate profundo sobre la cadena de comercialización. Dicen que de lo contrario las unidades pequeñas y medianas serán inviables y el país resignará su posición como quinto exportador mundial de manzanas y el primero de peras en el Hemisferio sur.
El problema impacta de lleno en Río Negro, Neuquén y Mendoza. La región concentra casi la totalidad de la producción de manzanas, peras, duraznos y ciruelas. “El 80 por ciento se exporta. El complejo productivo genera unos 100 mil puestos de trabajo entre directos e indirectos –solo comparable al enclave critícola-. En las tres provincias se localizan unos 6 mil productores y unos 500 galpones de almacenamiento y empaque; además unas 30 firmas que elaboran jugos, mermeladas y otros procesados”, señala un relevamiento de la Universidad de Avellaneda.
En la base de la actividad hay un gran número de pequeños productores que cultivan la fruta en viveros para su posterior implante. La actividad requiere abundante mano de obra. Además del cultivo, implica tareas de fumigación, curado, poda y, finalmente, la cosecha. Entre los productores hay diferencias. Unos pocos integran los procesos de empaque y comercialización. La gran mayoría, por la baja escala productiva y los elevados costos de la tecnología, depende de las transformadoras y comercializadoras. Los pocos que realizan la conservación y el empaque, venden en forma directa a las exportadoras. Son las cooperativas que trabajan en la región.
El segundo eslabón lo constituye la producción industrial. Aquí el grado de concentración es muy alto. Son grandes compañías que receptan, clasifican, lavan, empacan y almacenan en cámaras frigoríficas. Casi todas operan en el mercado exportador. Son el eslabón intermedio y exhiben una gran capacidad para formar precios. Otro actor es la industria alimenticia. Algunas de estas empresascompran de manera directa al productor; otras a las comercializadoras. En conjunto, sin embargo, se trata de un actor secundario en términos de volumen comparado con las comercializadoras de frutas frescas.
Unos y otros, el mismo reclamo
Hace unas semanas, la Federación Agraria Argentina (FAA) elevó al Ministerio de Agroindustria un documento con las cuestiones que la entidad califica como prioritarias para aliviar la situación de los pequeños y medianos productores. El texto señala la preocupación por la creciente importación de alimentos, reclama un aumento de los fondos previstos para emergencias, la ejecución de obras en las zonas inundadas y un ordenamiento territorial que promueva sistemas productivos más sustentables.
El documento, además, pone de relieve los problemas que atraviesan las economías regionales y la necesidad de consolidar con mayores fondos a las cooperativas agrarias. Con relación a los productores más pequeños, la FAA reclama una revisiónde la carga impositiva y el desarrollo de herramientas de financiamiento. El texto, finalmente, insiste en otros pedidos históricos: un régimen de semillas que garantice el uso propio, una nueva ley de contratos agrarios y la reglamentación de la Ley de Agricultura Familiar.
El reclamo coincide en líneas generales con el planteo de los pequeños productores y campesinos que se congregaron en la Plaza de Mayo. Unos y otros se ven afectados por una ecuación que no cierra: debilidad exportadora, apertura de las importaciones y caída del consumo interno. En síntesis: un panorama que atenta contra el precio que recibe el productor de alimentos y concentra la ganancia en los últimos eslabones de la cadena de comercialización.