¿Estamos volviendo en el así llamado Poder Judicial un regreso a la Edad Media? La arbitrariedad retorna y llegan otra vez la delación y el secreto, los edictos de gracia, las sentencias blandas si se delatan a los “cómplices”.

 Nadie será objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia, ni de ataques a su honra o a su reputación. Toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra tales injerencias o ataques.

Art. 12. Declaración universal de derechos humanos. Naciones Unidas. 1948

 

Decía un ser irreprochable llamado Don Quijote que “no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello.” Lo decía en los primeros años del siglo XVII en libro de lo más majestuoso, moderno, imaginativo, vital, divertido, doloroso y perfecto. Libro entre los libros que sólo cien años después ya no existirían en España. ¿La peste? No. La aplicación de la pedagogía del miedo de la Inquisición, trama de perversión y venganza que tuvo su negro curso castigando la libertad religiosa, después la libertad de la filosofía, de la ciencia, de la vida y por fin de la imaginación, cuando sus hordas envilecidas irrumpieron en los textos para prohibirlos, expurgarlos o eliminarlos en los papeles o en las mentes de sus creadores.

Las palabras del personaje de Cervantes no fueron sólo un pensamiento memorable, eran una cita histórica, el diálogo de un perseguido con sus perseguidores, la revelación de una indignidad superlativa, la denuncia de la máxima perversión a la que pudo llegar una época. ¿Cuál fue desde la implantación en 1478 el instrumento por excelencia del Santo Oficio? ¿Las hogueras, la tortura del agua, la polea, el potro y otros artefactos a veces exhibidos en exposiciones? No. La delación. La delación como herramienta de la justicia. El furor de denunciar, porque denunciar no suponía castigos sino premios: no ser denunciado, apropiarse de bienes, vengarse de los enemigos, luchar contra el miedo, liberar la monstruosidad, la grosería y la fealdad ilimitada de almas enviciadas por la maldad y el odio.

Aquellos remotos días vuelven al presente en las explicaciones y en la defensa de la “delación premiada” como mecanismo jurídico y policial de América Latina, en la figura del “arrepentido”, en el despliegue de procedimientos ajenos a las tradiciones democráticas del derecho y de la justicia, en la proliferación, con la ayuda de los medios de comunicación y de las redes sociales, de una increíble obscenidad que multiplica, con la monotonía de una calesita, imágenes de los “reos”, de sus “bóvedas” o de cualquier cosa falaz que tenga la virtud de ser simple y repetible.

Sombra del Santo Oficio

De la Inquisición como institución europea, española y americana quedaron cuadros fabulosos, iconografías, investigaciones formidables, libros, archivos, documentos, congresos, mitologías, los lugares físicos, las cárceles húmedas, los manuales de tortura, la memoria de los penitenciados, los sambenitos de las iglesias. Pero lo más relevante del Santo Oficio no está. Es como si la historia lo hubiera diluido en cadáveres, en extravagantes exterminios como quemar en efigie a los que no se había podido apresar o ahorcar a un maestro rousseauniano sosteniendo una latita con llamas pintadas porque el siglo XIX ya no permitía los alborotos de las hogueras. Lo diluido, es eso lo que vuelve. La función de la Inquisición:  disciplinar una sociedad en la obediencia y el miedo.

En los siglos oscuros había pocas maneras de defenderse. Los familiares de la Inquisición formaban una perturbadora red de supervisión y espionaje crecida desmesuradamente por la miseria española de la época y destinada a encerrar a los habitantes en embelecos o en mazmorras con pestilencia, soledad y muerte. Los funcionarios mentían sobre los cargos, representaban simulacros de confesiones, pagaban alcahuetes que trataban de sonsacar a los detenidos y cualquier denuncia por falsa que fuese podía ser “verdadera”. Los juicios del Santo Oficio eran secretos. El acusado no sabía ni de qué ni quiénes lo acusaban, desconocía a sus delatores y lo que decían. La “justicia” inquisitorial no tenía que justificar la culpabilidad, era el acusado quien tenía que demostrar su inocencia.

El Santo Oficio desapareció por fin en 1821 y, aunque en el último siglo su influencia fue inexistente, nunca se desmintió oficialmente que, desde sus orígenes, la Inquisición y no la lengua fue la verdadera compañera del Imperio. La secularización de la sociedad, los derechos del hombre y del ciudadano, las democracias parlamentarias, el constitucionalismo, las garantías del derecho y de la justicia la fueron borrando del mapa y sólo se mantuvo como trama necesaria de las novelas góticas y del cine gore de todos los tiempos.

No para todos los públicos. En la rumorología del mundo aquellas perversiones parecen estar reviviendo como Drácula y señalando con su dedo cadavérico un rastro ensangrentado hacia el pasado. La arbitrariedad retorna y  llegan otra vez la delación y el secreto, los edictos de gracia, las sentencias blandas si se delatan a los “cómplices”, las instrucciones de oficio, sin parte contraria y sin testigos, con secuestros de bienes antes de los juicios y de las condenas. Llega otra vez la vieja barbarie.