La falta de propuestas de siempre, pero nuevos rituales. A la hora de postularse como oposición, Juntos por el Cambio trajo a la palestra la patria y los “valores”, para así tratar de construirse como la opción de  derecha que pueda regresar al poder.

Los actos no suelen construir identidades políticas, en todo caso pueden llegar a consolidarlas. Desde la derrota en las PASO, el macrismo descubrió que debía instalar una marca y que, si bien el sustento era y sigue siendo el antiperonismo y el rechazo furioso al kirchnerismo, había que agregar algo más con vistas a futuro. En ese momento, lo más inmediato era tratar de forzar un ballotage, luego de los resultados del 27 de octubre, lo que había que garantizar era una continuidad que permitiera una presencia en el tablero político y seguir siendo el partido elegido y confiable para los sectores a los que había favorecido mientras era gobierno.

Para ello se incorporó a la propuesta lo que se dio en llamar “los valores”. La propia palabra es imprecisa, ese es uno de sus principales méritos. Se trata de abstracciones como la “libertad”, “la independencia de los poderes” que el periodismo se expresara sin “ninguna clase de presiones”, la “honestidad”. Sería muy fácil demostrar que el gobierno de Cambiemos no aplica para ninguno de esos valores. Pero tienen sus ventajas: como se supone que los que no son cambiemitas no cultivan ninguno de ellos, en algún lado hay que ponerlos y qué mejor que en territorio propio. Aparte provee a quienes votaron por Macri un argumento más espiritual que el odio a CFK, a los negros planeros o a las chicas que se embarazan para cobrar un subsidio, que, como se pudo ver en varias de las declaraciones de los asistentes a Plaza de Mayo, vuelven muy pronto al primer plano y generalmente en voz muy alta.

De manera deliberada o no, el acto del 7D agregó a inquinas y valores otras dimensiones. El macrismo parece querer empezar a disputarle al peronismo (que la ha detentado históricamente) la representación de la patria. Una enorme bandera colgando del balcón de la Casa Rosada desde donde Mauricio comenzó su periplo al palco. Escenografía patriota desde los dos lados, las banderas argentinas eran abrumadora mayoría entre los asistentes. En el medio, se entonó el himno, al que Hernán Lombardi había impulsado a cantar con unción “cada palabra”. Le hicieron caso. Con lo cual un acto partidario se transformó en una ceremonia oficial, en una celebración del Estado.

Habría que recordar que Macri no incluyó la patria en el juramento de su asunción. Por entonces se pensaba como un ciudadano del mundo y al país disuelto en las corrientes de los usos y costumbres universales. No es casual que ahora el latiguillo repetido hasta el cansancio de que “el mundo apoya lo que estamos haciendo” se haya casi esfumado y haya empezado a flamear la bandera celeste y blanca. Además, en su breve discurso, Macri repitió al menos diez veces la palabra “argentinos” dando a entender con bastante claridad, aunque no de manera explícita, que el gentilicio solo se aplicaba a quienes defienden los valores de Cambiemos. O sea que la argentinidad pasaba a ser un valor más, eso sí, solo para los nuestros.

Hubo otras dos dimensiones: una familiar que se viene repitiendo a través de la presencia que se ha hecho costumbre de Juliana Awada. Eso incluyó una dedicatoria especial a la primera dama saliente, a sus hijos y a sus amigos. Probablemente esto tenga que ver con la intención de Macri de presentarse como una persona común, con sentimientos, un Mauricio como todos. Nada nuevo, pero sí lo fue el hecho de que el presidente eligiera como su compañero en el palco de su último acto a Miguel Ángel Pichetto, quien fue ovacionado por toda una plaza dispuesta al afecto fácil como si fuera el Muñeco Gallardo.

Para despedirse, Macri no eligió a ninguno de los funcionarios que lo acompañaron en su gestión de gobierno, sino al que llegó último para vestirse el traje de candidato a vicepresidente. Como si, pese al discurso reivindicativo emitido, ya no quisiera presentarse como ex presidente (donde no tiene demasiados créditos para mostrar) sino como un candidato a futuro, la gran esperanza blanca. Ya se presenta como jefe de la oposición, incluso anunció como actuará en ese sentido, colaborativo pero vigilante. En cierta forma, no hace sino repetir el recurso usado entre las PASO y las elecciones: cargarse la campaña sobre los hombros. Con la aspiración de ser responsable exclusivo de la remontada y tratando ahora de despegarse de la derrota.

En este papel central, hoy Macri no parece tener demasiada oposición interna. El radicalismo actúa sus pataletas y nunca termina por definir nada. María Eugenia Vidal carga con una derrota tremenda y, aunque trató de compartir culpas, terminó quedándose sola. El único en condiciones de pelear ese lugar de liderazgo es Horacio Rodríguez Larreta, quien por ahora no parece dispuesto a meterse en el barro.

La pregunta es si esa amalgama de inquinas, valores y vocación exclusivista de patria tiene futuro, si ya constituye el nombre de la identidad de derecha en la Argentina. La realidad nacional suele llevarse puestos los pronósticos. Pero lo cierto es que, pese a su desastrosa gestión, el macrismo, que en 2015 era un experimento que armaba su relato tomando prestado de aquí y de allí, sobre todo de la letra que le pasaban los medios, hoy parece una espacio más nítido y consolidado. Por de pronto, hoy cuenta con el apoyo de los medios, habrá que ver si puede armar nuevas alianzas con los factores de poder a los que los fracasados los espantan. Pero la apuesta es a consolidar ese bloque de adhesiones (más sentimentales que políticas) para que le sirva de base y de allí volver a jugar en las ligas mayores.

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