La votación de anoche en el Senado, que terminó con la aprobación del acuerdo-entrega con el FMI, fue también la firma del certificado de defunción de la coalición electoral llamada Frente de Todos. Los sueños húmedos de Alberto sobre un nuevo mandato, el error político de origen cometido por Cristina y la gran victoria de la oposición amarilla.

No hay vuelta atrás. Más allá y más acá de los silencios y de las palabras contemporizadoras, de los intentos de minimizar lo que es a todas luces evidente, de mantener una ficción de unidad más allá de las diferencias, el Frente de Todos ya no existe.

Su certificado de defunción quedó firmado oficialmente ayer cuando el Senado aprobó por 56 votos a favor, 13 en contra y 3 abstenciones, del proyecto que le otorgó el permiso al Gobierno para reestructurar la deuda con el Fondo Monetario Internacional (FMI). O quizás un rato antes, cuando la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner, en un gesto calculado, abandonó el recinto para no estar presente en el momento de la votación.

No es intención aquí relatar la larga agonía del Frente, que comenzó con síntomas casi imperceptibles y se hizo irreversible en el desacuerdo interno frente a la firma o no de las imposiciones del FMI, disfrazadas de “acuerdo” en la jerga eufemística de los laderos del presidente Alberto Fernández.

Las votaciones en las Cámaras de Diputados y Senadores dejaron en claro otra cosa: el “acuerdo” sólo pudo aprobarse gracias a los votos de la oposición amarilla. Fueron muchos más los legisladores de Juntos que le dieron el voto positivo a la entrega que los de los bloques divididos del Frente de Todos.

El panorama que se le presenta al gobierno, es decir a Alberto Fernández y los socios que le quedan, es por lo menos complejo: el presidente deberá cogobernar con el FMI, que marcará hasta los lineamientos finos de la política económica, pero también deberá hacer constantes concesiones a la oposición amarilla, sin cuya ayuda ya nada podrá aprobar en el Congreso.

La correlación de fuerzas (esa fórmula que tanto les gusta a los justificadores del no cumplimiento de las promesas electorales de la coalición que accedió al gobierno en diciembre de 2019) es muy desfavorable para Alberto Fernández, a quien le quedan apenas unos veinte senadores y menos de cien diputados fieles en el Parlamento.

Deberá negociar en desventaja y aceptar demasiadas exigencias de la oposición amarilla, que se relame ante la posibilidad de desgastarlo para que llegue apenas gateando a la carrera por un nuevo mandato.

En un artículo de hace unos días en Socompa, este cronista planteó que la aspiración de participar exitosamente en la próxima elección presidencial era señal de que Alberto Fernández sólo se informa con el “Diario de Yrigoyen” que le ponen todas las mañanas sobre el escritorio los miembros de un entorno duro que quiero borrar del mapa a Cristina Fernández de Kirchner y erigirlo en líder de vaya uno a saber qué engendro político-electoral.

Un liderazgo que se le presenta casi imposible por múltiples razones: es un hombre de cero carisma, sus gritos disfónicos desde la tribuna – cuando los emite con esfuerzo – distan mucho de parecerse a la contundencia discursiva de Perón, Alfonsín, Néstor o Cristina. Su pasión por recular después de hacer anuncios lo muestra como lo que es en realidad: un dirigente forzado, débil y vacilante.

Tal vez pueda lograr algunos refuerzos para su equipo comprando los pases de algunos de los que hoy aparecen como “kirchneristas duros” apelando a la agencia de empleos gubernamental. El cambio de bando es un fenómeno habitual en la política argentina desde 1983 hasta la fecha, pero tampoco se le presenta fácil: en política son muy pocos los que apuestan a perdedor.

El proceso de ruptura del Frente de Todos repite una enseñanza básica de la política que a la mayoría de los políticos argentinos les resulta difícil aprender: una cosa es una coalición electoral y otra muy diferente una coalición o un frente de gobierno.

Cuando en mayo de 2019 anunció la fórmula Alberto Fernández – Cristina Fernández de Kirchner, CFK realizó una jugada que desde el punto de vista exclusivamente electoral resultó magistral: pegó con moco a casi todo el peronismo dividido para ganar en las urnas. Y lo logró. “Con Cristina sola no se puede, sin cristina tampoco se puede”, fue la fórmula mágica del pegamento.

Pero al pensar la jugada electoral, Cristina Fernández de Kirchner olvidó una de las reglas básicas que cualquier político en posición de mayor fuerza debe tener en cuenta al armar un frente. No sólo basta con construirlo, es fundamental hegemonizarlo para gobernar en la dirección que se le pretende dar una vez ganadas las elecciones.

Esa, y no otra, fue la mayor equivocación de CFK. La que explica gran parte de este presente.

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