Los tiempos han cambiado. Estamos en épocas de vacas flaquísimas y el país está acosado por la deuda y un contexto continental adverso. Ya la vieja épica muestra tropiezos y los cambios de hoy no tienen mucho que ver con las machacadas diferencias entre Alberto y Cristina.
El remanido argumento del doble comando viene fatigando a declarantes y analistas políticos. Se trata, básicamente, de que hay dos líneas en pugna dentro del gobierno, una que responde a los propósitos de Alberto Fernández mientras que la otra está al acecho esperando el momento para imponer los designios de CFK. Sobre este esquema se tejen algunas variantes. En la primera, Alberto es un moderado que lucha por resistir los embates radicalizados del kirchnerismo. Es la que por ahora tiene menos adeptos. La que gana abrumadoramente es la que postula que el presidente va a hacer todo lo que quiera su vice, sobre todo garantizarle la impunidad en los varios juicios que se le siguen. Aquí siguen las derivaciones, ella renunciaría a sus ambiciones de imponer la línea de gobierno a cambio de esa impunidad. Además de quienes sostienen que AF es simplemente un títere, un lobo con piel de cordero y una Cristina travestido. Hay, como siempre, una indagación psicologista, de la que se encargan sobre todo Morales Solá y Majul, de si Cristina ha cambiado. El diagnóstico coincide, es la misma de siempre, gente como ella no cambia jamás.
Todas estas especulaciones, que hasta ahora no se apoyan en pruebas concretas y que no pasan de la deducción contable (por ejemplo, cuántos ministros son afines a Alberto y cuántos a Cristina) son un síntoma de la incapacidad de pensar más allá del esquema de la grieta y está en la base de una oposición que no puede formular alternativas concretas. Pero también abren una oportunidad para analizar los rumbos actuales del kirchnerismo y cuánto los movimientos internos como la situación nacional y el contexto internacional lo están obligando a reformularse. Obviamente, el kirchnerismo no fue nunca un espacio claramente definido, pero sin dudas hubo una serie de líneas de acción, de relación con los poderes y de caracterización del contexto que se fueron manteniendo con el tiempo, sobre todo hasta diciembre de 2015.
Uno de los caminos tiene la cara del presidente, que no es el único pero que parece ser por ahora el rumbo hegemónico. Por un lado, la reivindicación de dos figuras, la de Néstor Kirchner y la de Alfonsín, una variante simbólica de lo que se conoció como transversalidad y que se terminó el día en que Cobos emitió su “voto no positivo”. Nunca se analizaron a fondo los motivos del fracaso de aquel proyecto y hoy está más enunciado que puesto en marcha. No hay dirigentes que no tengan origen peronista en ningún espacio gubernamental, aunque los hay réprobos más o menos estentóreos del kirchnerismo como Béliz, Marco Lavagna, Claudio Lozano o Vilma Ibarra.
El radicalismo actual no parece ser una opción sólida a la hora de pensar transversalidades. Con una procrastinación pasmosa, los disidentes del partido (Storani, Ricardito) siempre están dilatando su salida de Juntos para el cambio, esperando una nueva barrabasada –que nunca alcanza- para terminar de decidirse. De todos modos, Alberto Fernández, tuiteó: “Agradezco y celebro el apoyo transversal (el subrayado es mío) de casi todos los bloques de Diputados al proyecto de Ley de Restauración de la Sostenibilidad de la Deuda Pública.” La idea sigue estando, aunque por ahora la palabra más pronunciada sea unidad, que es un tanto más abstracta.
Por su lado, Cristina viene manteniendo silencio y jugando a no salirse de la institucionalidad y el protocolo –como su presencia en la inauguración de la represa Néstor Kirchner, en Santa Cruz, o la anunciada visita a la Casa Rosada con motivo del Día de la Mujer, el 8 de marzo. Uno podría suponer que esa actitud es parte de una sobreactuación, pero es una hipótesis poco interesante. Tal vez sea más productivo pensar qué del cristinismo está en condiciones de funcionar en este contexto de vacas flaquísimas. El kirchnerismo instituyó un sistema de redistribución de la riqueza y de inclusión social. Más allá de la voluntad política para hacerlo, contaba con varios elementos a su favor (el aumento de las commodities, un gran momento del populismo en la región). Entonces el trabajo político desde el poder, tan reivindicado por CFK con su “no fue magia”, estaba al mando de la situación. Incluso la iconografía buscaba refrendarlo, en algún momento circuló una imagen que la mostraba en el timón llevando el barco hacia las mejores orillas. Para eso ayudaba la convicción de encarnar los valores positivos (aquello de “la patria es el otro”) y de colocarse en una tradición correcta, Evita, Jaureteche, los 70. Bueno eso no alcanzó. Ni los valores eran tan compartidos por una parte importante de la población y la intervención de la política en la vida cotidiana fue vivida por muchos como una invasión, cuya mayor expresión eran las cadenas nacionales.
Algo de todo eso aparece en el discurso de Alberto: la reivindicación de Esteban Righi (pese a que apela más a su condición de jurista que a su actuación política), el afán redistributivo y el peso del poder político para cambiar las cosas. Ya pasaron los tiempos de colisión con los medios. Fernández no responde, Cristina lo hace poco, el único que parece mantener algo del viejo espíritu es Axel Kiciloff cuando se pelea con los medios sobre la información que dan acerca de la deuda bonaerense.
También hay una actitud más amplia hacia el mundo exterior que juega a dos puntas, por un lado, apoyo a Evo y a Lula y búsqueda de alianzas con López Obrador, por el otro lado, un ecumenismo que no tiene enemigos.
En un encuentro que tuvieron altri tempi en la tele, se produjo un intercambio entre David Viñas y CFK, donde ella planteó que siendo política el optimismo era parte del oficio. Y sin dudas, sus gobiernos expresaron esa convicción. Lo que ha llegado con Alberto es un baño de realismo (la unidad es parte de ese realismo). Lo que es una señal de que, al menos por ahora, no se hace lo que se quiere sino lo que se puede y, sobre todo, que se está más a merced de la situación que en control de ella. En ese esquema, que CFK acepta (tal vez resignada) con su silencio, no hay mucho lugar para el estilo cristinista.
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