Después de doce años de gobierno, un proceso de cerrazón y desgaste, el acto de CFK en Sarandí abre nuevos interrogantes: ¿Es un nuevo punto de partida para la reconstrucción de fuerzas populares? ¿Se proyecta más allá de la coyuntura electoral? (Foto de portada: María Eugenia Cerutti).
Aviso necesario para el amable y comprensivo lector: gran parte de las líneas que siguen fueron pensadas/masticadas/escritas mentalmente después del acto de CFK en el club Sarandí, pero antes de que se conociera la lista de candidatos que Unión Ciudadana dio a conocer para competir en las próximas PASO el 13 de agosto. Quien esto escribe estima que por un elemental sentido de seriedad el texto se reproducirá tal cual fue concebido, sin las eventuales modificaciones que la confirmación de la ex presidente como candidato a senadora y el resto de las listas podrían llevar a introducir en el mismo. El lector dirá entonces cuanto de consistencia o inconsistencia existe entre los conceptos vertidos y la realidad.
Ayer
En los arduos días de finales de 2001, el hartazgo generalizado con el gobierno de la Alianza generó una crisis de representación política que puso en duda la capacidad del sistema de partidos tradicionales, especialmente de la UCR y el PJ, para contener y encauzar las demandas en la calle no sólo de obreros y trabajadores, sino de una pequeño y mediana burguesía urbana y rural exasperada por la confiscación de sus ahorros y su violenta caída en el nivel de vida y status social. Esta situación, donde “los de abajo ya no querían vivir y los de arriba ya no podían gobernar como antes” generó tres fenómenos diferenciados pero íntimamente entrelazados en su dinámica política: la muerte de la UCR , el nacimiento de la anti política (cuya expresión más acabada iba a ser el macrismo) y el surgimiento del kirchnerismo, o si se quiere de una versión del peronismo que intentaría dar cuenta de la crisis desde una perspectiva que tuviera en cuenta los intereses –por lo menos inmediatos- de los sectores populares.
La irrupción de Néstor Kirchner encaja perfectamente en los que los historiadores llaman “accidente”, un evento imprevisible para la lógica del momento pero también entendible en el marco de la crisis y la confusión. Dio el puntapié para un cambio de rumbo que puso un freno al desencanto del “que se vayan todos” y con la política como arma convocó a la sociedad a desarmar la herencia del neoliberalismo y a redesplegar banderas que parecían olvidadas. Néstor fue un “líder inesperado” que se auto legitimó en la acción, superando la relativa precariedad electoral marcada por el bajo porcentaje de votos obtenidos en 2003 y el retiro de Carlos Menem.
Amplió su base política de apoyo dentro y fuera del peronismo, generando una mística militante y consolidando un liderazgo carismático con las típicas aristas paternalistas del peronismo tradicional. Pasó así de la debilidad electoral a una fortaleza política que inauguró un ciclo de crecimiento económico inusitado (las famosas “tasas chinas”) con gran consenso social que a grandes rasgos se mantuvo por lo menos hasta comienzos del mandato de su esposa y sucesora.
CFK fue depositaria cabal de ese capital político y en las elecciones de 2007 ratificó el nuevo rumbo cuando fue electa presidente con el 54% de los votos, relegando a la UCR al tercer lugar con un escuálido 17%, sellando así electoralmente el deceso apuntado más arriba. Todo parecía marchar sobre ruedas con la economía en crecimiento, el sector externo pujante a favor de los altos precios de los commodities, una adhesión militante y juvenil con resonancias de antiguas luchas y amplios sectores sociales que se encolumnaban aparentemente sin fisuras tras banderas de sentido transformador.
Pero apenas un año más tarde, en 2008, lo que parecía ser un mero trámite administrativo, la imposición mediante resolución nro. 125 del ministerio de Economía, de un sistema de retenciones móviles a la producción agrícola, desató una rebelión de las patronales agropecuarias lideradas por la Mesa de enlace que contó con apoyo significativo de muchos sectores medios urbanos y rurales y por supuesto de la derecha política y los grandes medios hegemónicos. El reclamo agropecuario, de origen corporativo pero de inmediata trascendencia política e institucional se transformó en un punto de inflexión, un ensayo general de la derecha argentina no sólo para condicionar al Gobierno e imponer sus objetivos sino de ocupar la escena política en forma integral, con movilizaciones, cortes de ruta y manifestaciones callejeras.
El conflicto culminó no sólo con una derrota legislativa del Gobierno sino con un cuestionamiento callejero –el fuerte histórico del peronismo- que de alguna manera había superado el dispositivo movilizador oficialista. La situación fue muy bien sintetizada por Hugo Biolcati, dirigente de la Sociedad Rural: “dimos la batalla en las calles y se la ganamos, dimos la batalla en el Congreso y se la ganamos.”
La reelección de Cristina con el 54 % de los votos en 2011 a caballo de la recuperación de una importante masa de votos en el Interior coincidió con el inicio de una situación económica marcada negativamente por la caída en el precio de los commodities agrícolas y la extensión de un nuevo ciclo de crisis financiera internacional. Los superávits gemelos se esfumaron, las reservas –que se habían recompuesto luego de la exitosa renegociación de la deuda externa- comenzaron a disminuir, las economías regionales comenzaron a padecer dificultades y la inflación –absurdamente negada por el gobierno- comenzó a erosionar los ingresos de los asalariados.
La derecha, por supuesto, no descansaba e inició una persistente guerrilla de desgaste, apoyada en un eficiente y extendido aparato mediático de propaganda y difusión, buscando no sólo limitar o condicionar medidas de gobierno sino construir consenso político y social para disputar el poder del Estado. En esta dinámica debe entenderse la consolidación de la “anti política” generada en el 2001, la aparición y consolidación del PRO con su ideología “gerencial” sobre la gestión estatal y su política de gradual absorción de los restos de la UCR y la captación incluso de dirigentes de origen peronista, no pocos barones del conurbano y punteros barriales y villeros. Los cacerolazos del 2012 y el 2013 que congregaron a no pocos ciudadanos a lo largo de todo el país fueron una de las expresiones más visibles de esta política, la de ocupar un territorio tradicionalmente en manos de la militancia: la calle. Tras las manifestaciones que se produjeron a raíz de la muerte del fiscal Nisman, Horacio Verbitsky afirmó en su columna de Página 12: “la marcha que un grupo de fiscales de Comodoro Py encabezó bajo el temporal del jueves 18, constituyó la presentación de una nueva derecha política que además de capacidad electoral en algunos distritos, comienza a desarrollar aptitud para la movilización callejera, un rasgo distintivo del centro hacia la izquierda de la política argentina”.
Nada de esto fue advertido cabalmente por el oficialismo y sus apoyos políticos e intelectuales que no sólo ningunearon o subvaloraron la importancia creciente de este fenómeno sino que se fueron encerrando progresivamente en un ombliguismo fatal que en lugar de enfrentar el creciente descontento de un sector no despreciable de la sociedad con políticas concretas comenzó a girar en el vacío de discursos épicos, descalificaciones personales y auto elogios que fueron obturando cada vez más las posibilidades de reencontrarse con capas sociales que por razones reales o imaginarias comenzaban a girar hacia el canto de sirena de promesas de transparencia, honestidad y austeridad republicana como opuestas a la “demagogia populista”.
No es aventurado afirmar que en esta mala apreciación de la coyuntura, en esta subestimación de la capacidad de construcción de consenso de la derecha, aprovechando debilidades e inconsistencias de la gestión oficialista para explotar el creciente descontento de las capas medias, se puede ubicar el nudo central del proceso de desgaste que culminaría con la derrota electoral del 2015. La política es un escenario en donde se dirimen conflictos de clase y la resolución de esos conflictos depende de la relación de fuerza existente entre los contendientes, sea en el terreno callejero, electoral o –en ciertas circunstancias históricas- directamente militar (Gracias Gramsci!).
Subestimar las fuerzas del enemigo es sinónimo de fracaso seguro en la batalla y si a ello le sumamos otros acciones poco virtuosas como las alianzas con personajes impresentables del conurbano y las provincias, las relaciones “amigables” con sindicalistas empresarios y buchones y agrupaciones juveniles excesivamente apoyadas en el aparato y no en el trabajo de masas, la consecuencia no puede ser otra que lo ocurrido: la pérdida de tres millones y medio de votos en la primera vuelta de 2015 con respecto al triunfo del 2011. Muchos funcionarios, dirigentes y militantes del kirchnerismo deben recordar con amargura una frase punzante que dirigían a la oposición: “si quieren gobernar que armen un partido y ganen las elecciones”.
Hoy
Como era lógico, la derrota electoral desató una ola de cuestionamientos, acusaciones, divisiones y pases de factura al interior no sólo del oficialismo sino del peronismo en general. Tampoco fue una novedad la rendición de muchos gobernadores, intendentes y dirigentes a los dictados de la “realpolitik” y su consecuente alineación con los imperativos de una “gobernabilidad” hábilmente utilizada por el nuevo gobierno para domesticar –con garrote y zanahoria- el peronismo no kirchnerista. Similar política aplicó con la burocracia sindical que a cambio de varios favores recibidos se dedicó en estos dos años de catástrofe social, desocupación, cierre de fábricas y despidos a protestar tibiamente y amagar con medidas de fuerza que no tiene intenciones reales de concretar.
El kirchnerismo, por su parte, agredido mediática y judicialmente en la persona de su conductora y varios de sus funcionarios y en las de miles de activistas y militantes discriminados o despedidos de sus trabajos ha logrado sobrevivir, si no intacto por lo menos con capacidad de convocatoria, algún grado de organicidad y abroquelado en su decisión de encontrar el camino de reconstrucción y retorno. El relativo silencio de CFK hasta su reaparición plena en la arena de la política en el acto de Sarandí podría leerse como una táctica política signada por la necesidad de asegurar previamente la consistencia de la fuerza propia y sus aliados esperando el momento más oportuno en el que su presencia sea vista como una “necesidad” de la coyuntura y su (renovada?) figura como la aparición casi providencial que retoma un diálogo con el pueblo que había sido interrumpido por la derrota electoral.
Más allá de la escenografía del acto que pareciera haber estado de acuerdo a cierta austeridad (“albisturiana”?) por oposición a las exuberancias “grossmanianas”, más allá de la vestimenta sencilla, mimetizada con la de cualquier ama de casa camino a la feria, más allá del tono sosegado de su discurso, más allá incluso de llamativas ausencias, es inevitable pensar en el “retorno” como uno de los grandes mitos del peronismo. Su líder histórico JDP pasó 17 años en el exilio y su regreso a la Patria constituyó el sueño obsesivo de miles y millones de argentinos que se hacían eco de infinidad de rumores que lo ubicaban regresando en un avión negro, desembarcando en Uruguay, entrando por Brasil, por Bolivia, disfrazado, vestido con su uniforme o con simples ropas de civil pero siempre con su gorra Pochito en la cabeza. Cuando volvió, su discurso no tronó por el “cinco por uno”, ni pidió a la multitud que le diera “leña” a los opositores. Se autodefinió como un “león herbívoro”, se amigó con Balbín, habló de paz y concordia y creó un Frente que ganó las elecciones de 1973 con el 50 % de los votos.
CFK no es Perón ni las circunstancias históricas son las mismas, pero es indudable que la posibilidad de regeneración/retorno de un movimiento o partido político depende no sólo de las circunstancias sino de la capacidad de sus dirigentes para hacerse eco de nuevas demandas, para superar errores, para establecer vínculos con actores sociales amplios –golpeados por políticas antipopulares- para plantear alianzas políticas sólidas hacia afuera de la propia fuerza, en suma, para consolidar y ampliar vínculos con la sociedad.
La construcción del sujeto social que condicione y derrote esta nueva aventura neoliberal necesita liderazgos y organización. CFK ha demostrado sobradamente su capacidad política, pero también sus falencias en la elección, formación y promoción de dirigentes y cuadros políticos. Un viejo militante del campo popular lo expresó con mucho humor: “si Cristina se engripa entramos en pánico”.
El acto de Sarandí ¿es demostrativo de un nuevo punto de partida para la reconstrucción de fuerzas populares? ¿Implica la adopción de nuevos criterios de acumulación política y promoción de liderazgos? ¿Se proyecta más allá de la coyuntura electoral?
Preguntas que sólo Cristina y la tozuda realidad pueden responder.