La sesión especial de la Cámara de Diputados para expulsar a Julio De Vido y la ancha pared que separa al Palacio de la calle, discutidas entre vasos de orujo y una vieja lectura de Jean Baudrillard.
Que uno se venga a descansar a Villa Gesell y la llovizna no pare un segundo durante todo el miércoles es un buen motivo para el mal humor. Más aún si, durante el forzado encierro – porque, claro, hace ya muchos años que dejó de tentarme la aventura de caminar por la playa debajo de la lluvia para terminar empapado y con un resfrío en puerta – uno deja de lado las alternativas amables, como la de seguir leyendo Profundidades, de Mankell, o buscar una buena película para mirar, y finalmente entra all sitio web de la Cámara de Diputados para seguir en vivo el debate sobre la expulsión o no de Julio De Vido, dizque por “inhabilidad moral”.
Entrada la noche me envolvía la sensación de haber visto una mala película –de esas de ciencia ficción Clase B – donde un grupo de hombres y mujeres encerrados en un edificio juegan a matarse entre ellos sin aber qué sucede en el mundo exterior, donde pudo haber tenido lugar el Apocalipsis sin que ellos se dieran cuenta.
En otras palabras, el día ya había sido lo suficientemente malo cuando escuché unos golpes en la puerta y al abrir me lo encuentro a Argañaraz parado debajo de la lluvia con una botella en una mano y un librito en la otra.
Hay que joderse, Argañaraz, si no fuera por la botella lo habría confundido con un testigo de Jehová, le digo.
(He contado en más de una ocasión que a Argañaraz lo trato siempre de usted para guardar las distancias, porque mis peores partes siempre tienden a identificarse con él).
Error, Cecchini, me contesta esbozando una sonrisa torcida, esos nunca andan solos y tampoco predican de noche.
No lo invité a venir, lo corto sin correrme de la puerta para dejarlo pasar. Es más, no sé cómo carajo me encontró.
Yo siempre lo encuentro, Cecchini, me dice, imperturbable, y después de una pausa enarbola la botella e insiste:
Vamos déjeme pasar que traje un orujo gallego para alegrarnos la noche.
No tengo vasos para eso, Argañaraz, le digo sólo por resistir un poco más.
Vamos, Cecchini, me dice, que si la bebida es buena usted es capaz de servirla en una lata de tomates vacía para mandársela por el gaznate.
Bueno, pase, le digo vencido y voy a la cocina a buscar un par de vasos.
Seguro que estuvo viendo el show del Congreso, me dice minutos después, ya acomodado en un sillón con el vaso de orujo en la mano. Seguro que se lo vio entero, como buen masoquista.
Más que un show me pareció una parodia, le digo. De las malas, porque no hizo reír a nadie.
Seguro que Durán Barba sí se rio, me dice.
No me venga con esa boludez de echarle la culpa de todo el ecuatoriano, le digo, que entre todos armaron un simulacro republicano.
No armaron nada, no fueron ellos, lo que pasa es que la República es un simulacro, me dice.
Lo miro mientras trato de entender a dónde quiere llegar. Argañaraz se ríe de mi silencio y después de unos segundos de suspenso me descerraja la pregunta:
¿Se acuerda de cuándo leíamos a Baudrillard?
No me joda, Argañaraz, eso fue hace mucho tiempo, le contesto.
Por eso me traje este librito, me dice, para refrescárselo. Sirva de nuevo los vasos que yo mientras tanto le leo.
¿Y qué me va a leer?
Simulacro y simulaciones, ¿se acuerda?
No joda, Argañaraz, me repito, ¿y lo quiere leer todo?
No, unos cachitos nomás, me dice y empieza a leer con voz impostada:
Del mismo orden que la imposibilidad de redescubrir un nivel absoluto de lo real, es la imposibilidad de representar una ilusión. La ilusión ya no es posible, dado que lo real tampoco es ya posible. Es el problema político completo de la parodia, de la hipersimulación o de la simulación ofensiva, el que se plantea aquí.
Está bien, Argañaraz, ya sabemos que la democracia es una simulación, lo que me preocupa hoy es que, por decirlo de algún modo, en el Palacio se exacerba la simulación pero en la calle ya no hay margen para sostenerla. El choque es inevitable, le digo.
Es más que un choque, Cecchini, me dice, mucho más que un choque. No se trata simplemente de diputados auto gratificándose adentro y de desocupados y hambrientos afuera. Escuche lo que dice el bueno de Jean:
Sería interesante ver si el aparato represivo no reaccionaría más violentamente ante una toma de rehenes simulada que ante una real. Al fin y al cabo, la real sólo cambia el orden de las cosas, el derecho a la propiedad, mientras que la simulada interfiere con el mismo principio de realidad. La transgresión y la violencia son menos dañinos, puesto que sólo desafían la distribución de lo real. La simulación es infinitamente más dañina, puesto que siempre está sugiriendo que la ley y el orden en sí mismos podían realmente no ser más que una simulación.
Ya veo hacia dónde quiere ir, le digo. Usted está usando un texto viejo de Baudrillard para decirme que el camino de la simulación tiene un único destino, su propio desastre. O que, al fin y al cabo, la realidad es imposible de forcluir.
Argañaraz se ríe. ¿Vio, Cecchini? Ahora es usted el que está usado conceptos viejitos. Hace años que no escuchaba hablar de forclusión.
Váyase al carajo, Argañaraz, le digo.
No se enoje, Cecchini, que ya termino. Préstele atención a este último párrafo y le prometo que no le leo nada más, me dice y lee:
Al estar históricamente amenazado por lo real, el poder arriesgó la disuasión y la simulación, desintegrando toda contradicción a través de la producción de signos equivalentes. Cuando es amenazado hoy por la propia simulación (la amenaza de desaparecer en el juego de signos), el poder arriesga lo real, arriesga crisis, juega con la remanufacturación de las bases artificiales, sociales, económicas, políticas. Esta es una cuestión de vida o muerte para él, pero es tarde.
No sé si por cansancio, por efecto del orujo, porque quedé asqueado del simulacro republicano montado en la Cámara de Diputados o, simplemente, porque Argañaraz me tiene harto, le digo de mala manera:
Déjese de joder, Argañaraz, tanto quilombo para decir: ¡Guarda que van a chocar los planetas!
Argañaraz se ríe, sabiendo que, como siempre, se va a quedar con la última palabra.
Yo se lo puedo decir más fácil, Cecchini, con una consigna fuerte y combativa que gritamos hasta quedarnos roncos en la adolescencia, me dice.
Ajá… Y cuál es…
¡A coger que se acaba el mundo!, dice y se ríe otra vez, torcidamente.