Aquel largo fin de semana quedó como una marca. Hubo mucha gente en plazas y calles en defensa de la democracia que amenazaban las bravatas de Rico y sus amigos carapintadas. Que se recuerden hasta hoy esos días demuestra que la historia no está saldada y que queda aún mucho por discutir.

Foto destacada: Guillermo Loiácono

Hay momentos políticos que impactan y que suelen quedar en la memoria colectiva, al punto tal de resumirse en la pegunta: ¿dónde estabas cuando…? Ocurre con el asesinato de John Kennedy o con el Tejerazo (o, como dicen los españoles, 23-F, por el 23 de febrero, fecha del fallido golpe de estado de 1981). En ambos casos los medios jugaron un rol congelando esos instantes: está la película de Abraham Zapruder, que capta el magnicidio de Dallas; y la grabación de Televisión Española, que registró el asalto al Congreso, pistola en mano, del teniente coronel Antonio Tejero. En la Argentina contemporánea, ese momento tal vez sea el discurso de Raúl Alfonsín en la Casa Rosada el 19 de abril de 1987, domingo de Resurrección, anunciando a la multitud en Plaza de Mayo el fin de un alzamiento militar. Todos recuerdan que dijo “¡Felices Pascuas!” y “La casa está en orden”. Casi todos dirían que lo vieron por TV, si es que no estuvieron en la plaza esa tarde otoñal. Nadie reconocería que su vida transcurría normalmente, en el descanso de Semana Santa, ni siquiera que lo oyó por radio en el auto mientras volvía de vacaciones. Porque sería culposo, varias décadas después, reconocer que se desconectó de la realidad, que no alteró su vida cotidiana, aun cuando cientos de miles salieron a las plazas de todo el país en una crisis que tuvo en vilo a la ciudadanía  durante más de cien horas.

El primer motín carapintada se suele resumir más o menos así: un grupo de oficiales se sublevó para exigirle al gobierno radical el fin de la persecución judicial a los honorables soldados de la Patria que, como actos de servicio, se habían dedicado a secuestrar, torturar, asesinar y desaparecer a miles de ciudadanos; se atrincheraron en Campo de Mayo y le sacaron a Alfonsín la ley de Obediencia Debida, generando una enorme decepción en la gente que se había movilizado a favor de la democracia. Fue así, pero un poco más complejo.  Sobre todo si hablamos de una rebelión que duró cuatro días. Y cuyas causas hay que rastrearlas antes incluso de la vuelta a la democracia.

Cuando se produjo la derrota militar de Malvinas, las Fuerzas Armadas afrontaron un quiebre que formaba parte  de la naturaleza de las cosas: los mandos medios criticaron la inacción del estado mayor a la hora de planificar la guerra. Coroneles y mayores comenzaron a levantar la voz. Los inflamaba una verba nacionalista, anti-liberal y, en algunos casos, ultracatólica. Por si fuera poco, surgió otro grupo: los que habían participado de la represión ilegal y empezaron a preocuparse por su suerte, temerosos de cargar con las culpas por haber cumplido órdenes de sus superiores. Para peor, había un grupo no menor que tenía en común ambas cuestiones, por ejemplo, Alfredo Astiz. Así se mezclaban la ESMA y el Monte Longdon, los vuelos de la muerte y el hundimiento del Sheffield, la picana eléctrica y los estaqueos a conscriptos en el archipiélago, “Somos derechos y humanos” y “Que se venga el principito”. Era una mezcla explosiva.

No todo nació de la guerra

¿Fue Malvinas el detonante de la implosión final del régimen? Muchos dicen que sí. Para quien esto escribe fue, antes que causal directo del llamado a elecciones (la democracia volvió recién un año y medio después de la caída de Puerto Argentino),  el detonante del juicio a las Juntas, dado que enfrentó a la junta de la troika Galtieri-Anaya-Lami Dozo al escarnio del Informe Rattenbach y el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas. A nivel interno, el Proceso comenzaba a judicializarse. De ahí a la revisión de los crímenes contra la humanidad había sólo un paso. El Consejo dictaminó la legalidad de la lucha antisubversiva que había evitado que la Argentina, el país del peronismo, fuese una segunda Cuba. En el medio había ganado un candidato presidencial que prometía anular una autoamnistía escandalosa y se abrió la caja de Pandora de los juicios a militares en tribunales civiles. El punto 30 de la sentencia a los comandantes habilitó juzgar hacia abajo. Alfonsín había planteado tres niveles de responsabilidad. Los que habían dado las órdenes ya estaban juzgados y, en algunos casos, condenados. El gobierno tenía que resolver la situación de los que habían obedecido y los que se habían excedido. ¿Cómo establecer el exceso si la justicia, en un proceso judicial sin parangón, había dictaminado la existencia de un plan sistemático? La frontera se borraba, nadie quedaba a salvo. Ante ese panorama, la idea original, ante ese panorama, fue mandar un documento a los fiscales militares para que accionasen en los casos en los que hubiera habido excesos. Dictámenes que quedaban a cargo de un fiscal de un órgano militar. Un órgano que había establecido la limpieza quirúrgica del Proceso mientras la Conadep denunciaba un genocidio. Sonaba a chiste de mal gusto y hasta algunos referentes de la UCR se plantaron en contra. La salida al atolladero fue la ley de Punto Final en diciembre de 1986.


Foto: Alejandro Cherep

La norma, arguyeron los radicales, iba a terminar con el aura de sospecha permanente que impregnaba a toda la oficialidad, buscando acelerar causas que no avanzaban. Una vez sancionada la ley, habría dos meses para querellar. Después de ese plazo no sería posible y se extinguiría la acción penal. Lo cual escandalizó a los organismos de derechos humanos: gente que no se animaba a denunciar, o que seguía recabando pruebas, se quedaba sin justicia.

En el verano de 1987 las denuncias se multiplicaron. Llegó marzo, y con el nuevo mes el fin de la posibilidad de hacer denuncias. Entonces ocurrió algo no previsto: los procesos judiciales se aceleraron a un ritmo mucho más rápido que el imaginado. Había citaciones todos los días. Y con cada citación crecía el resquemor en los cuarteles. No faltaba mucho para que saltaran a la palestra los oficiales implicados en la represión y/o derrotados en Malvinas que desconfiaban de sus mandos superiores. La chispa la prendió Ernesto Barreiro.

A pintarse la cara

 El jefe de los torturadores de La Perla, el mayor centro clandestino de detención de Córdoba, se negó a declarar el miércoles 15 de abril de 1987. Prefirió refugiarse en un regimiento, donde lo recibieron con los brazos abiertos. Estaba comenzando la Semana Santa. Alfonsín viajaba a su pueblo natal, Chascomús, sabiendo lo que había ocurrido, pero confiado en que la situación terminaría por  resolverse. Esa noche le avisaron que el panorama era más grave de lo que pensaban: Campo de Mayo se había amotinado.

Al mayor Barreiro salió a apoyarlo el teniente coronel Aldo Rico, veterano de Malvinas. Rico prestaba servicio en Misiones, pero si quería solidarizarse con un compañero de armas lo mejor era venirse  al centro de la escena. Así que sublevó a la tropa de Campo de Mayo con otros oficiales y reclamó una amnistía. Los carapintadas se presentaban en sociedad.

El jueves 16 el país asistió a lo que era un cuartelazo. Alfonsín, cual Churchill prometiendo ante el Parlamento que no se rendiría, aseguró que no iba a transigir. Lo dijo muy claro: el país asistía a “una meditada maniobra de un grupo de hombres, cuyo objetivo es crear un hecho consumado que obligue al gobierno a convertir en materia de negociación su política”. Anticipó en 72 horas lo que terminaría ocurriendo. Aunque en el Congreso dijo que “no hay nada que negociar”.

Cambio de escenario

Barreiro se escapó del regimiento cordobés y el centro de la acción se trasladó a  Campo de Mayo. El general leal de más alto rango salió a reprimir. Se llamaba Ernesto Alais. Partió con sus tanques desde Rosario y nunca llegó. Los chistes sobre la patrulla perdida perduran. Lo que ocultan es que el Ejército no quería reprimir. Al mismo tiempo, Rico no tenía chances de que prosperara un golpe liderado por mandos medios, algo inédito en la historia argentina. A esto se sumó un nuevo y determinante elemento: la movilización popular en defensa del sistema democrático, con todos los partidos repudiando el alzamiento.

Aquí conviene detenerse en el Viernes Santo, día de la huida de Barreiro. No había Internet y el día anterior había sido el dramático discurso de Alfonsín en el Congreso. Ese viernes  no hubo diarios, como cualquier Viernes Santo. La gente se movilizaba y las radios y los canales de TV se convirtieron en guías, con programaciones especiales. El país estaba en vilo y se desbordó Campo de Mayo. La movilización, sin nadie que la condujera, había llegado a la puerta del cuartel sublevado. El miedo a un enfrentamiento pasaría a dominar todos los análisis. Principalmente  la mente de Alfonsín, quien durmió por primera vez en la Casa Rosada.

El sábado, el ministro de Defensa, Horacio Jaunarena, hizo retroceder a Rico en sus reclamos de mayor presupuesto y de descabezar el generalato. Respecto de la amnistía, le prometió una ley que ampliara los alcances del Punto Final. Rico aceptó pero, para entregar el regimiento, el domingo a la mañana exigió la presencia de Alfonsín.

El presidente coqueteaba con la idea de la Transición española. En el discurso de la “economía de guerra”, dos años antes, había dicho que no quería que la democracia inaugurada en 1983 fuese un paréntesis en la historia argentina. La misma expresión, la de “no quiero que la democracia sea un paréntesis”, la usó Adolfo Suárez el 29 de enero de 1981, cuando anunció por TV su renuncia como presidente del gobierno español. Tres semanas más tarde, mientras se votaba a su sucesor en el Parlamento, ocurrió el Tejerazo. El ¿Ricazo? Alfonsín lo sufriría dos años después de parafrasear a Suárez.

Alfonsín estaría cara a cara con un insurrecto, como Suárez frente a Tejero. Con la diferencia de que el presidente iba de motu proprio y no había un Congreso secuestrado. Y que Rico, aun estando fuera de la ley, no estaba impulsando un golpe de Estado. Así, Alfonsín fue a Campo de Mayo y los carapintadas cedieron. Pero antes, cedió él.

 

Foto: Eduardo Grossman

Fue antes de subirse al helicóptero que lo llevó a Campo de Mayo. Cedió antes de pernoctar por primera vez en Balcarce 50. Cedió antes del discurso en el Congreso. Cedió antes que Jaunarena le avisara del cuartelazo en Campo de Mayo. Cedió casi un mes antes. Exactamente el 23 de marzo, la víspera del onceavo aniversario del golpe militar. En Las Perdices, provincia de Córdoba, en medio del malestar de los oficiales citados, el presidente anunció el envío de un proyecto de ley al Congreso para ampliar los alcances del Punto Final. No dijo su nombre. El país conocería el concepto de obediencia debida cuando, tras el levantamiento, Alfonsín anunció por cadena el envío de un proyecto que sometía a la república parlamentaria a discutir que el único exceso había sido el robo de bebés. Ese proyecto de ley, jugado como una supuesta carta bajo la manga, fue el que le explicó a Rico en Campo de Mayo.

En rigor, la obediencia debida estaba en la plataforma radical del 83, cuando la disquisición entre los tres niveles, que el proyecto del 87 hizo añicos respecto de órdenes y excesos. Por cierto que el primer proyecto, el de Carlos Nino en 1984, no fue el que se aprobó en junio de 1987. No contemplaba la tortura como el cumplimiento de una orden y sólo dejaba fuera de la capacidad de discernimiento de las órdenes, respecto de su inmoralidad, a los oficiales de más bajo rango. La ley que se aprobó no hizo ningún corte y sólo contempló como exceso el robo de bebés. Hechos como el empalamiento del adolescente Floreal Avellaneda quedaban fuera de toda órbita judicial, como actos de servicio.

El reino de las jactancias

Así las cosas, Semana Santa ya no se parecía tanto al 23-F español, a no ser por la gente en las calles. Tejero fue preso, Rico protagonizó un segundo alzamiento y pretendió refutar a Descartes con su célebre aforismo: “La duda es la jactancia de los intelectuales” para luego hacer carrera política en el peronismo, siendo que los golpistas españoles de 1981 fueron a la cárcel. Si a algo pasaba a parecerse Semana Santa era al Boinazo chileno de 1993. En ausencia del presidente Patricio Aylwin, de gira por Europa, los militares chilenos salieron a la calle como si fueran a la guerra. A diferencia de un oscuro teniente coronel, quien lideró la asonada fue el jefe del Ejército chileno, un tal Augusto Pinochet. Y no lo hizo para frenar cualquier atisbo de proceso judicial por los crímenes de su régimen, mucho menos para promover un nuevo golpe: lo hizo para presionar por un caso de corrupción en el Ejército que le podía traer más de un  dolor de cabeza. La aspirina para el general fue el cierre de la causa de los llamados “pinocheques”. En el caso argentino, tuvo forma de dos hojas con membrete del Congreso, de apenas siete artículos: la ley 23.521, la que le garantizaba impunidad al cuerpo de oficiales.

La Semana Santa del 87 cifra en gran medida la transición democrática, los límites y las posibilidades, los sueños y frustraciones. La primavera de tres años y medio dio pie al invierno del descontento. La democracia, infinitamente preferible a cualquier otro experimento, no terminaba dar de comer, de curar y de educar. Y encima dejaba libre a la mano de obra de la represión. El precio a pagar porque no hubiera “sangre derramada entre hermanos” como graficara Alfonsín en el primer discurso en Plaza de Mayo, antes de ir y volver con la imagen de “héroes de la guerra de las Malvinas (…) que tomaron esta posición equivocada”. En tres días pasó de “una meditada maniobra” a una “posición equivocada” en su apreciación de la asonada. Curioso, siendo que era un hombre tan cuidadoso en el uso del lenguaje.

Tan cuidadoso que pesó más en él la idea de evitar violencia. Cosa que consiguió, descomprimiendo la tensión. El precio extra que tuvo que pagar (el otro lo pagó toda la sociedad con la benemérita ley) fue la memoria selectiva. Así “La casa está en orden y no hay sangre en la Argentina” quedó en el recuerdo por la primera parte. Un orden que no era tal, dada la componenda con los amotinados. Pero que en la cabeza de Alfonsín  sí lo era desde el momento en que se reducía a cero la posibilidad del enfrentamiento, lo que quedaba plasmado en la segunda parte de la frase. El final pacífico de la crisis, más allá del costo político posterior, fue algo que se le reconoció mucho más tarde.

No está de más reconocerle ese mérito, tanto como que cedió demasiado. Al punto de acompañar la anulación de ambas leyes, Punto Final y Obediencia Debida, en 2003, porque los tiempos habían cambiado. No hacía falta, pues, sostener la tesis del proyecto de ley cuyo trámite resultó posterior al de un motín que precipitó los acontecimientos. Pero Alfonsín y los que lo rodeaban siguieron con esa postura, que en Las Perdices había estado la supuesta solución y que Barreiro y Rico pecaron de apurados. Quizás porque, antes que nada, el líder radical fue un hombre de su  partido y actuaba según la lógica del partido. Entre cualquier cosa y la UCR, optaba por sus correligionarios. No es que esté mal; esa lógica se perdió porque los partidos se vaciaron, explotaron en 2001, más o menos se recompusieron, ahora son artefactos al servicio de cualquier cosa y apreciamos eso desde el presente, cuando esas estructuras ya no son las mismas que en 1987. Cuando en Plaza de Mayo había banderas de todos los partidos apoyando la democracia.

Alfonsín prefirió sopesar la tensión de Campo de Mayo, cuando el golpe era imposible, antes que considerar la movilización popular como fiel de la balanza que se inclinaba a su favor. Y trasladó el empate del domingo (un cuartelazo aislado pero tensionante frente a un Ejército que no iba a reprimir) a la peor versión de la Obediencia Debida, limitando excesos al reparto de hijos de desaparecidos.

La “meditada maniobra” que luego rebautizó, en forma más que compresiva “posición equivocada” buscaba “imponer al Poder Constitucional una legislación que consagre la impunidad”, dijo ante el Congreso. “No podemos, en modo alguno, aceptar un intento extorsivo de esta naturaleza; nos lo impide la ética, nos lo impide nuestra conciencia democrática, las normas constitucionales, así como las que rigen a las fuerzas armadas basadas en la disciplina”, agregó Alfonsín/Churchill ante el Parlamento el Jueves Santo frente a la amenaza de Rico/Hitler. “No hay nada que negociar, la democracia de los argentinos no se negocia”, remató en medio de una ovación.

Ante la extorsión

En Memoria política,  Alfonsín cuenta la génesis de la ley anunciada en Las Perdices. Con toda candidez dice, respecto del proyecto a debatir cuando se produjo la rebelión: “Tengo presente que le expresé a mis colaboradores mi fastidio ante la posibilidad de que, después del alzamiento, ese proyecto de legislación se interpretara como producto de la presión”. O sea que todo fue una cuestión de formas, porque que los carapintadas apuraran al gobierno era “un intento extorsivo”: reclamaban algo que el gobierno iba a darle a los militares.

Con la misma lógica, el apoyo de Alfonsín a la anulación de las leyes podría verse como el reconocimiento de su parte de que esa legislación fue una especie de “astucia de la razón”; un alto en el camino mientras decantaban tiempos más propicios para avanzar en la búsqueda de Memoria, Verdad y Justicia. La negativa radical a tratar ese proyecto cinco años antes, en tiempos de la Alianza, invalida el razonamiento, porque las condiciones de 1998 no eran las de 1987.

Al comenzar este texto uno se preguntaba ¿dónde estabas?; cabría preguntarse ¿qué hubieras hecho? Había que estar en el lugar de Alfonsín, en sus zapatos. Hoy se juzga con el diario del lunes. El hombre que en gran medida colaboró en desintoxicar a la sociedad argentina de medio siglo de autoritarismo falló en el momento decisivo, pero su lógica lo hacía ver las cosas de otro modo. Por eso es una figura más compleja de lo que usualmente se cree. Llevó al plano parlamentario el empate del domingo de Pascua. Más de mil represores esquivaban la Justicia, pero la asonada que le sonsacó una ley que igualmente tenía en las gateras no derivó en hechos de violencia, sería el razonamiento. Como de costumbre, la vieja disquisición entre ética de la responsabilidad y ética de la convicción. El caudillo radical solía esgrimir esos conceptos de Max Weber. Sopesó ambas, y eligió por lo que consideraba responsable. Quizás no vio que había una tercera opción: ambas éticas funcionando de manera inseparable, unidas la responsabilidad y la convicción. Quien sabe; mejor no hacer elucubraciones con algo que, más que diario del lunes, es del martes.