Fue como la previa de un triunfo anunciado, donde CFK marcó el ritmo, la gente la siguió, Alberto combinó emociones y firmezas y Kiciloff vislumbraba un futuro de estrella. Mientras tanto las cámaras paneaban caras más o menos previsibles.
Cristina Kirchner fue la tercera y penúltima en hablar, en el acto de cierre de campaña del Frente de Todos en Mar del Plata. Imposible no abrir este análisis sobre lo visto en el acto sin empezar por ella.
Alguna vez, hace años, cubriendo un aniversario de la muerte de Carlos Gardel, me paré al lado de la pantalla del cine Loria, donde había un homenaje con tres de sus películas. El blanco y negro iluminaba la sala, así que podía ver cada rostro, cada gesto. Cuando Gardel sonreía, todos repetían su sonrisa, cuando cantaba, el entrecejo de hombres y mujeres acompañaban los tonos y la letra; las lágrimas se enjuagaban con pañuelitos delicados si eran mujeres, o rápidos movimientos de una mano si se trataba de señores con pudor. Yo lagrimeaba, sin culpa: tenía 21.
La multitud en el acto de Mar del Plata replicó cada gesto de Cristina como en aquella sala donde el Mudo le daba a la gola y a la sonrisa irresistible.
Ella fue maternal, contenedora y también filosa, sobre todo cuando destacó las virtudes que han tenido como diputados Axel Kiciloff y la candidata a intendenta de la ciudad, Fernanda Raverta, a la hora de no apoyar leyes oficialistas como la reforma previsional.
“No se dejaron tentar los cantos de sirena”, dijo mientras algunos de los presentes tragaban saliva, ay, y “cabeceaban el golpe”, como aconseja en el boxeo, como para no quedar groggy. El director de cámaras estuvo piadoso o distraído, y el poncheó llegó después, como para no hacer asociaciones muy directas.
Así es ella, la 1. Marca terreno, sonríe, reta amablemente a los que silban y les dice que esto se soluciona con votos, no con abucheos. Después repasa la historia, se pone sentimental, la gente se emociona y, ¡ops! también el número 1.1, Alberto Fernández.
Lágrimas traviesas sitiaron sus ojos cuando CFK recordó su trabajo como Jefe de Gabinete de Néstor Kirchner, “En los años en que se les devolvió la dignidad a los argentinos”. Touché. Por suerte no hubo más recuerdos, solo el reencuentro después de la distancia, que es lo que vale ahora.
Cristina no se detuvo en números ni en la fácil: abusarse de la dialéctica macrista, lo más parecido a un mamut en una cristalería. Es más, ni siquiera personalizó al rival político, intuyo porque sabe que las figuritas siempre son intercambiables.
Habló del neoliberalismo como modelo económico. En Argentina hubo tres ‒Martínez de Hoz, Cavallo y Macri y sus muñecos‒y todos terminaron en el mismo desastre. “El neoliberalismo nunca más en Argentina”, repitió, colocando el bisturí exactamente donde debía.
La diferencia entre CFK y cualquier cuadro político de su mismo sector o los demás, es abismal. Por nivel intelectual, capacidad discursiva, carisma y creatividad. Parte de esa creatividad cerró el acto. No era fácil.
Recuerdo algún caso, no necesariamente de la política. En 1967, en el festival Monterrey Pop, a algún genio se le ocurrió programar a Jimi Hendrix para cerrar, después de que tocaran nada menos que The Who. ¿Cómo se logra la atención del público después de semejante despliegue sobre el escenario? Bueno, era Hendrix. Fue tan bueno o mejor.
Peor le fue a Rodolfo Terragno en un acto que tuve la ocasión de ver en el estadio de Villa Lujan, Tucumán, en 1997. Alfonsín había aceptado ser candidato a diputado nacional, pese a que iba a quedar tercero cómodo, detrás de Fernández Meijide y Chiche Duhalde, meses antes de la creación de la Alianza. El estadio quedó maravillado con la palabra de Alfonsín, que improvisó durante hora y media. Después, le correspondía cerrar al presidente del partido. Terragno habló con medio estadio en retirada.
No, no es fácil.
Alberto Fernández arrancó tibio y se fue calentando poco a poco. Es su estilo. Su discurso fue directo a la coyuntura, a los datos de la realidad, donde al macrismo hace agua por todos lados. Allí se siente seguro, así que insistió con su efectivo slogan: “Entre los bancos y los jubilados nosotros elegimos a los jubilados” y sus correspondientes variaciones.
También supo devolverle el guiño progre a CFK, como para confundir aún más a los que lo definen como un conservador tibio, un blando, un chirolita K, o un potencial traidor. Fue cuando recordó un diálogo con Néstor, que le dijo: “Alberto dejemos de ser el polo progresista de grupos conservadores, hagamos nosotros lo que tenemos que hacer, convoquemos nosotros a los argentinos y seamos nosotros los que levantemos la bandera del mejor progresismo”.
También citó a Alfonsín y volvió a invitar a otros a que se vayan sumando al frente, una versión siglo XXI del viejo cantito del primer justicialismo: “Los que están / con Perón / que se suban al camión!”. Dedicado a ciertas boinas blancas y hasta la gente de Lavagna, que quedó naufragando en el río seco del medio. Una unidad necesaria, pero compleja, o incómoda, como toda unanimidad. Por ahora, es el camino, sobre todo si hay que achicar con las manos y sacar el agua para que el bote no se hunda. Después, se verá. Nada es para siempre, cantaba la Cantilo.
Cerró, pragmático, con un jueguito interactivo con el público, usando una consigna instructiva: “Boleta completa y…”, dice el candidato. “¡Adentro!”. Responde la multitud, obediente.
Pero no todo fue la 1 y el 1.1. También estuvo la estrella de rock que, inesperadamente, surgió en el peronismo.
Cuando Horacio Verbistsky hablaba en enero de este año del fenómeno de Axel Kiciloff, que recorría con singular éxito uno a uno los pueblos de la provincia de Buenos Aires, hablando con todos, votantes potenciales u opositores férreos, no le creí. Pensé: “debe ser amigo y le quiere dar una mano”. Me equivoqué feo, por suerte.
Lo de Kiciloff es un fenómeno fantástico porque hizo política al viejo estilo, dando la cara, sentándose a tomar mate con todos, tratando de convencer. Nada de marketing, ni Big Data, ni las frases de papel de caramelo o autoayuda en las que nos fue sumergiendo Cambiemos. ¿Era posible hacer política como hace 40 años? Y, sí, fue posible.
El candidato casi seguro para gobernador era un intendente y el hombre parecía ser Insaurralde. Mientras tanto, el tiempo pasaba, el Clío de Axel seguía parando en todas y un día, cuando midieron las encuestas, Isaurralde tenía 10 puntos, los demás menos, y Kiciloff, 30. El mismo Insaurralde presentó la fórmula Kiciloff-Magario en su cuenta de Twitter. En las Paso fue goleada, con más del 50%.
Y ahí está, petiso, ojos celestes, voz áspera sin llegar al grito desbocado, ideas claras. El tipo seduce, se ve. Será gobernador y tal vez algo más. Tiene una ventaja sobre otros: no tiene la voz finita. Un candidato peronista no debe tener la voz finita. Lo digo yo, nomás, pero tómenlo como una ley irreversible. Veremos, dijo Stevie Wonder, puso primera y aceleró a fondo.
Un acto sencillo, prolijo, en el asombroso estilo prolijo de este peronismo inédito de los Fernández, que casi parece un partido inglés, o escandinavo.
¿Qué más? Caras, nomás. La habitualmente inexpresiva de Scioli, la sonriente de Massa porque lo enfocaron cuando Alberto Fernández recordó algo que hicieron juntos, el rubio mejorado de la Magario, la barba oscura y bien recordada del highlander Insfrán, también Felipe Solá, siempre re paquete y canchero. Demasiados, como para recordarlos a todos.
También estuvieron personajes como Marilina Ross, que alguna vez subió al avión de Perón en 1972, Luisa Kuliok, la que recibía los cachetazos de André en tiempos no deconstruidos pero de mucho rating; Brancatelli el amigo K habilitante del programa Intratables, la tanguera Mora Godoy y el Gato Silvestre, que solo dijo “enseguidita” una docena de veces.
No, a la gente de Clarín no se la vio, al menos mostrándose públicamente. Mucho menos Héctor –“Que no me deja mentir”, diría AF‒ ni siquiera Rendo, que es de compartir cafés. El año que viene se verá, como sigue la historia.
Fue un cierre tranqui, sereno.
Porque parece que la cosa ya está escrita y lo que viene, después de este desastre, no será un picnic. Habrá que poner todo, con bastante más que sudor y lágrimas.
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