La detención del ex ministro de Cristina fue vivida como una fiesta por el oficialismo. La corrupción, medios mediante, ha dejado de ser sólo un delito sino que involucra ideas sobre el dinero, restricciones a la hora de pensar y manejar según convenga la presunción de inocencia. Mientras tanto, todo transcurre como si el país fuera una república.
El día de la detención de Julio De Vido, su traslado al penal de Ezeiza fue transmitido por la tele en cadena. No había nada para ver, no se mostraba al ex ministro, era sólo una camioneta rodeada de policías, todo acompañado de palabras que opinaban más que informaban. Tampoco había mucho que decir, ni la sola imagen, ni las mil palabras. Claro, la corrupción es un delito que no tiene nada de visible, no sólo porque ocurre en lugares secretos sino porque no concita adhesiones como puede llegar a ocurrir con otros delitos. Un ladrón o un estafador pueden ser objetos de alguna forma de devoción, ya sea por su habilidad, su simpatía personal o por quiénes fueron sus víctimas elegidas. La cosa puede llegar más lejos en algunos casos: en Estados Unidos hay clubs de fans de serial killers y en Internet es fácil conseguir memorabilia de Charles Manson o de Ted Bundy. En la Argentina, el odontólogo Barreda es un ídolo para mucha gente que ve en él un vengador antes que un femicida. Pero no hay corruptos que puedan generar alguna forma de adhesión. Es un delito oscuro, que no implica riesgo alguno, que aparece como protegido por alguna forma de poder y que se cree impune. Para decirlo en términos narrativos, los corruptos no son personajes interesantes. De hecho, su palabra sólo interesa si puede comprometer la situación de otras personas. Nadie se pregunta –como en el caso de otros delitos- qué es lo que hace de una persona un corrupto. Lázaro Báez y ahora De Vido interesan en tanto puedan llevar al personaje que realmente interesa, que es Cristina.
El relato de la corrupción es la historia de una cacería que culminará el día en que Cristina vaya presa. Lo dice con todas las letras Joaquín Morales Solá en La Nación (“Esto termina en Cristina”, titula un editorial del mismo día del encarcelamiento del ex ministro). Allí está todo el suspenso, al fin y al cabo, ¿a quién le importa De Vido, un personaje oscuro, sin carisma, al que solo los cargos en su contra le han dado cierta popularidad (si es que vale en este caso el término)?
La cuestión es que el tema de la corrupción en tanto delito viene atravesado desde dos espacios que le son bastante ajenos: la política (Carrió festejó la detención del ex ministro como si ella hubiera sido su víctima dilecta) y su dinámica narrativa, su capacidad de hace relato. Puesto en esa trama, es imposible tener la certeza, al menos para los ciudadanos de a pie, de la culpabilidad o la inocencia de De Vido.
Lo difícil, también es sustraerse a la convicción de que fue o no un corrupto. No hay modo de afirmar ni una cosa ni la otra, además de la cantidad de chantajes morales que nos acechan, al estilo de que si uno no condena de una a De Vido es que avala la corrupción. Aunque el juicio ni siquiera esté iniciado, ya ha sido condenado y es de bien nacido aplaudir esa condena.
En ese contexto, la corrupción cumple un rol que va más allá de la aplicación del derecho. Por de pronto, parte de un axioma que tiene que ver con el dinero. Quienes lo traen desde la cuna no son corruptos porque tienen una relación sana con él. Conviven con él desde que nacieron, es parte fundante de su educación sentimental. Los otros, los que llegaron después a la guita, los Kirchner, Lázaro Báez, ahora De Vido, tienen, lo dijo Stolbizer respecto de Cristina, una relación patológica con el dinero. No sería ontológicamente posible que Macri afanara, está en la naturaleza de Cristina hacerlo. El dinero, dicen, sirve para comprar muchas cosas, también mitologías.
Como garantía infalible contra las acusaciones de corrupción, el macrismo, al igual que lo que sucede en otros lugares de ese mundo al que aspira integrarse, adhiere a otro axioma: lo opuesto a la corrupción es la transparencia, no la honestidad, que es algo más personal, mientras que la transparencia tiene todos los aspectos de una política de Estado. El presidente subraya una y otra vez su compromiso con la transparencia. La Ley de acceso a la información pública tiene como objetivo: “traer transparencia y participación para el acceso a la información de todo lo que se hace en el Estado”.
Esa manera de apuntar a la transparencia tiene sus problemas. Se sostiene en la idea de que poner a disposición la información estatal es una garantía en sí misma en la lucha contra la corrupción. Y que esa información es fidedigna por el solo hecho de que ha sido el gobierno el propulsor de la ley que la hace obligatoria. Esa puesta a disposición es una prueba de inocencia. ¿Quién que tuviese algo que ocultar abriría acaso un espacio destinado a instaurar la transparencia?
Hay algo de tautológico en el pensamiento del macrismo. Las cosas son como son porque son como son. Lo que tiene sus efectos: por un lado se cumple desde la palabra –y en este caso desde la ley- con una promesa de campaña. Después de que se la sancione, la corrupción será imposible. Por otro lado, la tautología impide tener que explicar. Pensar las cosas de otra manera sería ser corrupto. Y listo, a otra cosa. El país macrista es un lugar simple como la vida misma.
En principio, fue el mundo mediático el que se hizo cargo del relato de la corrupción, pues el macrismo no tenía todos los galones necesarios ni todos los papeles en regla como para ponerse al frente y armar la estructura narrativa necesaria. De a poco esta situación se ha ido matizando, los medios dejaron de ocupar el lugar autoadjudicado de guardianes de la moral pública para ser socios del gobierno en la denuncia serial, con Carrió a la cabeza. En ese relato se instala una especie de corruptómetro que siempre señala hacia el lado del kirchnerismo pero en el que los actos de gobierno no logran mover el amperímetro. La judialización que importa es la que afecta a López, Báez, De Vido o la misma Cristina. El populismo, parece decirse, es más afín a la corrupción, como si fuera su verdadera razón de ser. La corrupción de las economías abiertas, como la que pretende instaurar la alianza Cambiemos, es un hecho aislado justamente porque se maneja con concepciones que van más allá de las intervenciones personales, como puede ser la mano invisible del mercado o el libre juego entre la oferta y la demanda.
Desde esta perspectiva, la corrupción sería la inserción de un enclave socialista en medio de la libertad capitalista. La intervención en ese libre y feliz devenir que se conoce como mercado es el paso previo y necesario a la corrupción, pues no solo se interviene de manera autoritaria donde no se debe, sino que se alteran los mecanismos de autorregulación que garantizan la transparencia del mercado. Una economía abierta es el fin de la corrupción, esta es la utopía no del todo dicha de Cambiemos.
Por otra parte, en torno a la corrupción se generan algunas cuestiones que la exceden o que van más allá del hecho delictivo. Durante mucho tiempo, el gran acusador mediático de la corrupción fue el abogado Ricardo Monner Sans, quien siempre se presentó con un denunciador independiente, aunque su hijo fuera funcionario de Macri en la ciudad. Monner Sans no se representaba más que a sí mismo. Denunciaba sin intereses ulteriores, lo hacía, si puede decirse así, por amor al arte. Era una conciencia moral que se había tomado el trabajo de investigar al poder. Pronto la posta de Monner Sans sería tomada por Carrió. Ya la denuncia de la corrupción era parte de una estrategia de partido.
Carrió denunciaba ya no como persona, sino como integrante de la conducción del ARI primero y de Cambiemos después. Lo que era patriótico o patológico –de acuerdo a quien opinara sobre Monner Sans- ahora pasaba a formar parte de un proyecto de poder. Es decir que la lucha contra la corrupción pasó a ser parte, casi en exclusiva, no solo de una plataforma política, sino de la construcción de un liderazgo. Y funciona. Carrió y Stolbizer son estrellas mediáticas.
Por otra parte, en torno al tema de la corrupción se fue dando un proceso al que se caracterizó como “judialización de la política”. Lo cual cambió el rol del Poder Judicial, que por mucho tiempo había estado abocado a los conflictos individuales o, cuando se ocupaba de cuestiones políticas, era con relación a temas vinculados al pasado cuando se ocupaba de cuestiones políticas resolvía temas vinculados al pasado –como el Juicio a las Juntas o los procesos por ilícitos a Menem y a varios de sus funcionarios, una vez terminada su permanencia en el poder–. Eran intervenciones postfacto. Con Cristina Fernández de Kirchner la justicia comenzó a funcionar en tiempo real. Los procesos a Báez comenzaron antes del cambio de gobierno, lo mismo que los llevados en contra de Boudou o Aníbal Fernández o las cautelares del grupo Clarín contra las disposiciones de la Ley de Medios.
De a poco, el Poder Judicial fue interviniendo de manera directa en el devenir político y social del país, algo que se ha ido convirtiendo en una costumbre. De allí que se investigue a funcionarios que siguen en sus cargos –como es el caso de Gabriela Michetti- o se detengan medidas tomadas por el gobierno, como fue el caso de las cautelares contra los tarifazos. El macrismo, que en su lucha por terminar con el kirchnerismo ha encontrado un aliado en sectores del Poder Judicial, de pronto vio su accionar entorpecido por él. Como describe el fiscal Jorge Di Lello, para quien hay una sobredosis de Comodoro Py: “El borde entre lo personal y la política no es muy definido y eso permite la denuncia penal como lucha política”.
El factor que ha construido este poder mediático –aliado actualmente al oficialismo- ha sido la corrupción, que tiene la ventaja de tener múltiples usos. Entre ellos que la verdad se decida según quien tenga el poder. La vinculación medios-gobierno en el tema de la corrupción también conspira contra la división de poderes. ¿Qué juez –aun no siendo adicto a la cruzada moralizante, como es el caso de Bonadio- se va a animar a ir en contra de semejantes certezas que condenan a las personas antes de que sustancie un juicio?
Al escribir esto no se me escapa que podría ser leído como una defensa de De Vido. Tal vez las cosas se puedan pensar de una manera diferente. Pensar diferente es un ejercicio democrático que el sentido común lilista no puede tolerar. Que De Vido se rinda si quiere, no sería bueno que los ciudadanos lo hiciéramos.