El hombre se tomó en serio aquel personaje risible que encarnó, Juan Carlos Batman, y lo convirtió en algo semiserio, conservador, muy berreta. Habló de flanes y obtuvo flashes. Tan berreta todo que Macri posó con flan y Bullrich balbuceó más flanes en su discurso en el Senado.

George Reeves fue el primer Superman televisivo. La serie de los años 50 empezaba con una descripción sobrenatural: era más veloz que una bala, más potente que una locomotora y no temía a las alturas. Cuando se lo veía desde el llano, con los ojos hacia el cielo, se exclamaba: “¡Es un pájaro; no, es un avión; no, es Superman”! Un hombre de acero algo chirle con esos rollitos a los que Adam West le daría en los sesenta a su Batman mayor carnadura.  Reeves filmó 104 episodios, cayó en el olvido y se mató de un balazo en la cabeza. Pero por mucho tiempo corrió un rumor, casi con estatus de leyenda trágica: como creía haber adquirido los poderes de Superman, se subió a un edificio para demostrar que podía volar. Y claro, cayó.

O sea que Reeves, según esa versión, no había podido separarse de Superman. Lo había internalizado hasta llegar a un punto de no retorno.

El teatro o la ficción filmada ponen en juego un verosímil indispensable para su funcionamiento y que nos lleva a aceptar que ese que está al otro lado de la cuarta pared (o la pantalla) es Hamlet y su locura, inexorable. La convención tiene una regla de hierro y su efecto se disuelve cuando concluye la obra. A nadie se le ocurriría pensar que, terminada la función, aquel que sobre un escenario y frente a una calavera había sostenido que “la conciencia nos hace cobardes a todos”, reclama, lejos de las tablas y las tramoyas, seguir siendo considerado el verdadero príncipe de Dinamarca. Se lo tomaría por chiflado. Daniel Day-Lewis aprendió a vivir en los bosques, a cazar y despellejar a los animales. Quiso saber cómo se construía una canoa para darle densidad al Hawkeye que interpretó  en El último Mohicano. Jamás se le ocurrió internarse luego en los bosques de Carolina del Norte para vivir en la naturaleza. Devenir mohicano.

Juan Carlos Batman

Pero fíjense en lo que le sucedió al alguna vez hilarante Alfredo Casero. En los noventa había protagonizado en el programa Cha Cha Cha a Juan Carlos Batman. El hombre murciélago nacional recorría Buenos Aires con su automóvil destartalado y sin poder enderezar entuertos. “Qué corrupción, la puta madre que lo pario”, protesta el paladín adiposo. Se siente solo. Quiere un joven Maravilla. “Devuélvanme a Robin o me hago malo”, dice. Y vaya si cumpliría. Parece que quedó tomado por el Juan Carlos Batman de la chapuza, y en el proceso de transmigración ocurrió algo inesperado: la mofa devino otra cosa. El justiciero ridículo mutó en encapotado mediático de la restauración conservadora, temerario propagador del sentido común de la era macriana y la pulsión de venganza social.

Su progresivo adelgazamiento fue apenas un trocado de antifaces. Ha quedado un Juan Carlos Batman con by-pass gástrico (tiene algo  del porte de Reeves cuando promocionaba los cereales Kellogg’s): le sacaron también la chispa. Quiso no obstante probar su reverdecida piel de héroe sin peso durante la marcha en la que se pidió el desafuero y la prisión de CFK.  Lo reconocieron en la calle como uno más. Un Batman de a pie. Hubo exclamaciones.  Lo vivaron. Se tomaron selfies a su lado. Los manifestantes hicieron suya su consigna, “Queremos flan”. Extraordinario resumen programático.

O sea: un Batman, otra vez, bizarro, claro, y que, bajo tutela del mundo CEO, se inmiscuye en la política real de la ciudad. No deja de ser extraordinaria la articulación entre Casero y MM, y cómo la consigna del bufón tan festejada, en la Blitzkrieg mediática se convierte en signo del poder. Al día siguiente MM se dejó/ hizo fotografiar con un postrecito sobre la mesa y puso en escena algo más que la inercia del dispositivo espectacular. La TV trash y sus extensiones en las redes no son solo un modo de esquilmar subjetividades: organizan el léxico y las representaciones en el mismo corazón de la República.

También indignado por las emanaciones pútridas de los cuadernos escolares, necesitado de colocarse de manera inequívoca del lado del orden, el senador ultramontano Esteban Bullrich glosó a Juan Carlos Batman, durante su intervención parlamentaria: “hubo muchas denuncias, muchas obras que no avanzaron, ¿sabe porque no avanzaron? Porque repartieron flan. Flan para el juez, flan para el fiscal, flan para el periodista militante, flan para acallar a los que denunciábamos la corrupción. Y así pasamos once años sin que avanzaran las causas. Flan, flan, flan, flan… Y como todo cocinero o cocinera sabe, cuando uno cocina mucho flan en algún momento se queda sin huevos. Y en la Argentina hubo escasez de huevo para que avanzaran las causas de corrupción”.

¿Empalagoso? Y, sí. Pero fiel a la receta. Si algo caracteriza al flan es su inconsistencia, la endeblez: en cualquier momento puede derrumbarse. El flan Casero es, en ese sentido, una anticipación del estado de las cosas por venir: apenas la mascarada de un Estado flan que no dejará ni siquiera el caramelo de recuerdo.

 

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