Todo es un desastre, algo que, por si hacía falta, nos confirman los medios todos los días. La situación invade las conversaciones y las redes sociales y casi es como si no se pudiera hablar de otra cosa. Un clima como para empezar a buscarle una salida.

Hay decadencias que tienen que ver con el tiempo, ese agente que hace que nuestra voluntad y nuestros cuerpos se distancien cada vez más. La vida de la mayoría de los argentinos pasa hoy por decadencias que distancian nuestras expectativas de nuestras realidades. Esa decadencia tiene nombres técnicos, ajuste, recesión, caída del consumo y de la actividad productiva y otros etcéteras.

Pero en la vida concreta esa decadencia sin nombre exacto habla de otras cosas, se expresa en otras cartografías. Porque, a diferencia de lo ocurrido en el 2001, donde todo, hasta lo más precario, se derrumbó de pronto (fueron unos pocos días de represión, corralito, Estado de Sitio, helicópteros, donde casi no había palabras) el proceso de estos cuatro años, sobre todo los últimos dos, tiene algo de agonía lenta y con pronóstico de perpetuarse, de volverse permanente. Es como despertarse cada día con la sensación que hoy es un poquito peor que ayer, que podremos comprar un poquito menos que ayer, que habrá una nueva renuncia a un placer o a una necesidad, temores permanentes o renovados. En definitiva, cuando se puede, cae un salvavidas temático desde la esfera de lo privado.

Esa decadencia tiene el raro valor de no borrarse nunca. Los encuentros entre amigos rondan el tema de lo mal que está todo y cuesta mucho salir de ahí. Tiene un aspecto invasivo que es casi incontrolable. Estamos ante una especie de síndrome de Estocolmo de la crisis constante. Nos tiene secuestrados con el riesgo de que, como resultado, ya no queramos salir de allí.

Por supuesto esta relación tiene sus responsables, algunos muy evidentes. Durante mucho tiempo nos hemos preguntado quiénes son estos tipos que nos gobiernan (hubo unas cuantas notas sobre el asunto en las primeras épocas de Socompa, que fueron raleando con el paso del tiempo y yo escribí un libro al respecto), luego, una vez caracterizados –bien o mal, pero por un buen rato- la pregunta se transformó en ¿cómo puede ser que los sigan votando?

Ahora esas preguntas se agotaron, o porque creemos saber la respuesta o porque no tenemos más ganas de seguirle dando vueltas al tema. Ya sabemos nombre, vidas y milagros (es una forma de decir) de los responsables, activos y pasivos. ¿Hasta cuándo durará el furor puteandis cuando el gobierno se apoderó ya del hit del verano y lo usa como instrumento de propaganda electoral?

En realidad, esto no es más que una extendida pregunta: ¿cómo carajo se hace para vivir en este clima? No hay recetas. Desde los medios opositores al gobierno lo que hay es una larga letanía, ejemplificada con miles de historias, cifras, énfasis que ilustran como nos están cagando. Es más, pareciera una necesidad de esos programas obligarse a reforzar el énfasis, tanto que, en sus dos últimas emisiones, el programa de Guido Bercovich (que hasta entonces tenía un tono zumbón, tal vez un poco sobreactuado, y con mucha data) mostró una visita al FMI en plan CQC –asedio a Lagarde, preguntas imposibles- y, el anterior, un grupo de esculturas vivientes para ejemplificar cómo está repartida la riqueza en la Argentina, con tortas incluidas. Y todo  larguísimo. Con el predominio de  este tono, prender la tele es asegurarse un rato más de desdichas, propias y ajenas. Pero el rating de C5N crece y seguramente no es porque, parafraseando a Sylvestre, dice lo que otros callan y ocultan. La mayoría de las informaciones que allí circulan ya aparecieron en Página/12, en sitios como El Cohete a la luna o a través de las redes.

Una pequeña digresión no del todo fuera de lugar: entre las formas periodísticas, la televisiva es la más pobre, por lejos. Pocas investigaciones, sobredosis de opinión, amenazas y operaciones. Así fue históricamente y es todavía más pobre en estos tiempos donde se escuchan cosas y tonos que prescinden del más mínimo esfuerzo de elaboración. Pero, por comodidad, por gratuidad aparente, la tele parece ser el medio favorito, por sobre la radio y la prensa escrita.

Primera hipótesis, así como en la dictadura leer Humor era una contraseña que nos identificaba, ese mismo papel parece representar el sentarse frente al televisor para escuchar a quienes piensan lo mismo o parecido que nosotros. Porque sobre todo se trata de escuchar, en esos programas se habla muchísimo más de lo que se muestra, se leen whatsapps y mails, noticias del diario o expedientes judiciales. Dos canciones, una de Charly, “no puedes ser feliz con tanta gente hablando a tu alrededor, dame tu amor a mí le estoy hablando a tu corazón”. Son palabras que perturban y que no llegan al corazón, no lo estimulan a actuar. Fomentan la pronunciación permanente del “¡qué barbaridad!” Otra forma parte de la banda de sonido de Cowboy de medianoche y dice algo así: “todo el mundo me habla, no escucho nada de lo que me dicen, solo los ecos de mi mente”. En esos programas, en la tele en general, no hay siquiera un simulacro de diálogo, entre otras cosas porque las palabras vienen desgastadas. Ajuste es hoy más una contraseña que un concepto. “Ajuste, léase Macri”.

La verborragia televisiva hace prescindibles las palabras en el sentido de que las que no recordemos hoy nos las van a repetir mañana. Una especie de estética del tic y del latiguillo. En definitiva, se trata de un modelo de comunicación con roles diferenciados e inamovibles, el proveedor de información e interpretación de esa información es siempre el mismo, o se acuerda en un todo o se hace zapping. Con la lectura hay otra forma de actividad y de relación. Uno puede pararse a pensar y luego seguir leyendo. A diferencia de la tele, existe el tiempo, en la pantalla todo es instantáneo, apenas transcurre antes de desvanecerse. Se puede acordar en lo general y disentir en parte. Tenemos un rol más activo. Y si leemos a alguien con quien estamos en completo desacuerdo, podemos tratar de imaginar las razones e intenciones detrás de lo que escribe.

Segunda hipótesis, la inmovilidad nos confirma en el lugar de víctimas. O sufrimos el mismo desastre que nos cuentan o sentimos que ese puede ser nuestro futuro. Lo cual de algún modo sostiene que hay solo dos clases de individuos sociales, los victimarios y las víctimas y que de ese lugar no se sale.

De todas maneras, se siguen dando batallas parciales que ocurren fuera de los sets y que suceden muchas veces lejos de las cámaras. Algunas son luchas de alcance sectorial, como aquellas que se emprenden contra los despidos de alguna empresa. Otras son más multitudinarias, pero pocas con éxito, como sí fue el caso de la marcha contra el 2×1. Sin embargo, la calle se llena de presencias de esas que, para los grandes medios, solo sirven para entorpecer el tránsito. De algún modo, los piquetes sirvieron no solo para visualizar un conflicto social sino para sacar al gobierno de la anomia mercadista. No se puede decir que hayan conseguido mucho, pero han interferido en un escenario que se creía fijado de antemano y condenado a la inmovilidad. Con medidas parciales, paliativos de ocasión, el gobierno se vio obligado, seguramente tapándose las narices, a ocuparse de ellos. Cosa que no ocurre con quienes no pueden mandarse a la calle, como es el caso de los jubilados.

 

De todos modos, el relato de la política (sea del signo que sea) plantea grandes escenarios, grandes pujas de poder. Lo cual explica cierta dificultad para expresar el descontento social y la construcción constante de espectadores (y la tele es la cifra de esta situación) que asisten aterrados a una batalla cuyo resultado está afuera de su alcance. Aun así, lo que pasa, mucho o poco, pasa en la calle.

Así estamos, entre la melancolía, la lucha, la desesperación y una esperanza que por ahora tiene mucho que ver con la magia.

 

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