El gobierno tiene que dar malas noticias y ella se ocupa de que todo parezca mejor de lo que es porque para la diputada la política debe ser un show, con formato televisivo y la alegría y la denuncia no se negocian. Parece que no son tiempos de dar espectáculo, los mercados piden otra cosa y el aura de moral de Carrió cada vez está más apagada.
En los comienzos de su carrera política, Elisa Carrió se cansó de anunciar que guardaba en enormes cajas los documentos de la corrupción menemista. Las cajas nunca fueron abiertas ni mostradas. La diputada alguna vez acusó al gobernador santafesino Lifschitz de haberle mentido a Patricia Bullrich durante la triple fuga. Se supo que no había sido así, pero las disculpas nunca llegaron. Cuando acusa, la realidad puede demostrar lo que quiera, ella por principio nunca se equivoca. Puede mezclar sus denuncias con referencias a la lozanía de su cutis. Alguna vez dijo que se caía el gobierno de Cristina y afirmó que no iba al Congreso durante ese tiempo porque temía por su vida, pues había planes para asesinarla. Primero fue contra Angelici y después se olvidó y pasó a Lorenzetti, llegando incluso a acusarlo de mantener una relación extramatrimonial con una de las personas que trabaja con él. Al juez de la Corte Suprema vuelve cada tanto, pero cada vez más esporádicamente. Hoy apela al remedio mágico de las changas, luego de haber declarado hace un año que “en este país no trabaja nadie”. La lista podría seguir hasta el infinito o hasta donde llegue la memoria. Lo cierto es que poco ha aportado al juzgamiento de los delitos que dice haber descubierto y que sus anunciados apocalipsis, caídas de gobiernos, estallidos sociales no han ocurrido. Para evitar la tentación psiquiátrica, por ahora digamos que no es una persona confiable y que sus armados discursivos son, para decirlo suavemente, muy inconsistentes.
Sin embargo, es hoy una figura central en la trama política nacional. Al punto que Mario Wainfeld dedicó casi la mitad de su editorial del domingo en Página/12 a demostrar que lo de las propinas no solo no tiene ni pies ni cabeza sino que demuestra una concepción clasista y paternalista del ejercicio de la política. Por su parte, Lanata la retó públicamente en su programa luego de dedicar un largo párrafo previo a su elogio y Morales Solá la escucha en silencio y embelesado cada una de sus palabras como si estuviera entrevistando a Borges. Es habitué de la mesa de Mirtha y Majul acude a ella como si fuera un oráculo infalible, el último reservorio de la verdad. Eso sí, nadie le repregunta nada. Puesta en situación de debate, la estrella desbarranca, como con la comparación de las circunstancias de Santiago Maldonado con Walt Disney.
¿Por qué alguien que no es confiable ocupa semejante espacio? Carrió, que circula por el mundo mediático con el seudónimo de Lilita, representa una idea de la política que se emparenta con la de Lanata: que se transforme en espectáculo. Que sea algo visible, que circule de la mano de los sentimientos, del enojo, de la risa por momentos (Carrió se ríe bastante a cámara). Lanafa es la cara cínica de Lilita. Mientras el conductor pareciera decir “no tienen remedio, hay que aguantarlos, por lo tanto, riámonos de ellos y hagámosles fuck you”, ella se presenta como la única salvaguarda de la política. Sola frente al mundo con el arma de sus palabras, sus amenazas, sus denuncias y sus secretos que nunca terminan de revelarse del todo. Ella es pelea mientras Lanata es desánimo risible, ella es la que apuesta y al mismo tiempo el objeto de la apuesta. Reúne en sí misma todo para ser la gran showoman de la política nacional y lo viene logrando.
De todos modos, su figura aparece en leve declive y no tiene que ver con sus declaraciones (tal vez sí con su acumulación). Ha dicho cosas peores y más disparatadas que lo de las propinas. Lo que empieza a estar en crisis es el lugar espectacular de la política. Este es un gobierno que, aunque en cierto sentido sea de su deseo oculto, debe huir de lo espectacular, de lo épico. Los mercados nada tienen que ver con las hazañas. Y de repente, los mercados ocuparon el centro de la escena. En algún momento importó más la cotización del dólar que saber quién iba a ser el suplente de Chiquito Romero en la selección.
La economía y ya no la política. El sueño anhelado de Cambiemos y su peor pesadilla. Que los números le ganaran por goleada a las palabras. Y en ese sentido pueden entenderse las propuestas de las propinas y las changa. El problema es crear algo que parece imposible, una épica del ajuste. ¿A quién puede entusiasmarle ajustar? Ni siquiera da para slogan.
Ahí Carrió encuentra, por el lado del absurdo y en su afán de que no desaparezca la política como show, una épica del ajuste. Que no sea algo que haga el gobierno, sino que apela a la clase media (la única destinataria de su discurso) para que se involucre en la tarea de reducir los gastos del Estado, que de cierta manera reemplace, cada uno desde su módico lugar, aquello que va a faltar. Eso nos hará mejores cada vez que tomemos un café y dejemos un billete debajo de la tacita. Y nos transformará en seres de lo más solidarios si le encargamos a alguien que plastifique la terraza.
Carrió representa, o más exactamente busca representar, el ajuste con rostro humano. Eso que no puede ofrecer el hieratismo y los mantras de Macri. Para seguir en el poder hay que tener una épica y enemigos menos abstractos que “pasaron cosas” o la “pesada herencia”. La diputada trata de inventar al ajuste como una aventura nacional y ponerles rostro a los enemigos a los que hay que combatir, con las palabras y llegado el caso con la espada. Pero cada vez le cuesta más.