La recuperación económica y las vacunas llegan, pero lentas. Marzo/abril de 2021 se parecen al 2020. Hay una sensación en el aire de ausencia de novedad, estancamiento. ¿Muestra el gobierno un rumbo suficientemente claro en épocas de cansancio y escepticismo? Las encuestas reflejan… un cierto distanciamiento social.

Llegué al poema que disparó esta nota en una mezcla de inquietud política y casualidad presunta. Cautivado por la actuación de Gillian Anderson en la (nada vieja) serie The X-Files, se me dio por saber cómo interpretaba a Margaret Thatcher en otra serie, The Crown, a la que nunca quise ver. Cauteloso, siempre sospecho del conservadurismo eventual de esas producciones inglesas que viven de la melancolía monárquica o victoriana.

La serie presenta –bien- una relación tortuosa entre la reina Isabel II y Thatcher. Se están conociendo. La Dama de Hierro la corre por derecha cuando la reina le pregunta si no va demasiado rápido y duro con su revolución conservadora. Si no son demasiados los quiebres, irritaciones, quejas y enemistades que se está ganando con sus thatchernomics aplicadas –decía Menem- sin anestesia.

Durita, solemne, muy firme, Gillian/Thatcher le recita a modo de respuesta y argumentación un poema del poeta, escritor y periodista escocés Charles Makay (1814–1889). Lo hace de un modo exasperantemente lento, como diciéndole a la reina vengan de a uno, no te tengo miedo. Cito el poema (circuló mucho en redes) algo libremente y en prosa:

“¿No tienes enemigos, dices? Una pena, amigo mío, ese alarde es vano. Aquel que participa en la refriega del deber, que los valientes soportan, debería haber hecho enemigos. Si no hiciste ninguno, es pequeño el trabajo que has hecho. Si no has escarmentado a ningún traidor, si no has apartado ninguna copa de labios falsos, jamás has tornado lo malo en bueno, Entonces siempre has sido un cobarde en la lucha”.

Alguna vez Thatcher dijo en la vida real que ella era una política de convicciones, no de consensos. Pero lo que me importa no es Thatcher sino otra cosa. A medida que Gillian/Thatcher desgranaba el poema a mí me emergió el Satán que todos llevamos dentro y se me apareció la figura amable, dylaniana, de Alberto Fernández. Arrugando, sí, no enfrentando “enemigos” con la suficiente fiereza. No fue la Razón. No fue “un debate de ideas” dentro mío sino algo más parecido a una pulsión, una intuición, una incomodidad.

Lo que me presentó Satán fue una pregunta que me vengo haciendo en incómodas cuotas y para la cual no tengo respuestas: ¿Alberto se está pasando de contemplativo, de cauteloso, de blando? No tengo la más mínima intención acá de socorrer la fatigada y fatigosa discusión que acompañó durante años a los gobiernos kirchneristas. Aquello de la razón populista, Ernesto Laclau, Carl Schmitt, lo que la derecha denunciaba a los gritos como el empeño kirchnerista de fabricar enemigos para hacerse fuerte y malo.

¿La hora de la espada?

Escribo esta nota mientras desfila la enésima versión de titulares que dicen que el gobierno acaso anuncie restricciones por la pandemia. O que puede que deje hacer lo que puedan a los gobernadores de cara a la segunda ola, “para no pagar los costos”. Ya llegamos tarde para reprocharle o no al gobierno nacional que delegue la toma de decisión sobre restricciones en los gobernadores o quien fuera. También vivimos la enésima versión de que aquello que dice Cristina (plantarse ante el FMI, que no pierdan los salarios) erice la piel de los medios hegemónicos, presentando (de vuelta) enésimas versiones de ruidos entre presidente y vice, aunque lo que digan ambos se parezca mucho, no en los tonos, los escenarios, la oportunidad.

Cuando el poema del escocés –el que pide a lo Perón que suene el escarmiento- me agarró con la guardia baja, asocié inmediatamente con otra idea, no necesariamente ligada a la blandura presunta de Alberto. Pensé en ciertos consultores políticos que, con sonrisas suficientes, repiten aquello de que una campaña electoral debe contener un par o más de “ideas-fuerza” que atrapen al electorado y que generen un sentido, contención, pertenencia, un imaginario de gobierno. Ahí también tragué saliva, aun cuando sospecho de la facilidad de palabra con que los consultores tiran sus recomendaciones (tome una de estas cada ocho horas y listo el pollo).

Me pregunté: ¿a esta altura de la gestión “la gente” tiene claras las “ideas-fuerza” de la gestión Fernández? ¿El intento inicial y a veces continuado de Alberto de gobernar con consensos se diluye en una suerte de nada peligrosa, una nada algo inconducente? ¿Debería AF ser más Thatcher y más CFK y gobernar más desde las convicciones, látigo en mano, meta pegar sablazos desde un brioso corcel? ¿Terminó bien Cristina con eso?

La última pregunta tiene una premisa más bien falsa porque estoy seguro (desde la Razón, la intuición, el corazón) de que Alberto Fernández gobierna desde sus convicciones y esas convicciones, aunque moderadas, me parecen en general correctas, compartibles. El problema surge cuando las convicciones deben convertirse en políticas concretas y esas políticas demoran, o no son eficaces (precios) o no benefician a todos parejito, o no son compartidas por todos, ni siquiera por parte de la propia tropa.

Es ahí cuando parece ser –solo parece ser, pero acaso sea- que Alberto se hamaca con incomodidad entre modelos y alternativas que le ofrecen desde la propia tropa: Cristina, Massa, los sindicalistas poco confiables que tenemos (a los que los marginados les importan nada), Martín Guzmán, en su momento Ginés González García con alguna interna con Carla Vizzotti.

No me acuerdo quién, hace ya unas cuantas semanas, cuando Vizzotti anunció que se estaba pensando en separar el lapso que media entre la aplicación de la primera y la segunda dosis, escribió que el gobierno no puede dudar en público. No es que suceda seguido eso. De cara por ejemplo a las negociaciones con el FMI, Fernández siempre fue fiel a su discurso de que será todo lo peleador que pueda con tal de no dañar la recuperación de la economía y a las personas. Pero algo sucede con el discurso y gestión de Alberto, o con el discurso oficial en general, algo que quizá provenga de la prudencia (a la que en este caso entiendo como virtud), algo que desdibuja la imagen de gestión y la deja aguachenta, algo insípida, como si este fuera un gobierno del montón al que el taxista al que siempre apelamos malamente como imaginario llamaría “los políticos, no le creo a ninguno”. Las encuestas –que luego citaremos- puede que hablen de eso.

De regreso a 2020

El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos. Llevamos un tiempo considerable de gestión y no solo parecemos relativamente plantados en el mismo lugar sino (esto es metáfora) más atrás. Quiero decir: empezó el año oficial 2021 y seguramente por la pandemia y su segunda ola parece que recomenzáramos en marzo de 2020. Hablando siempre de lo mismo: COVID y economía, COVID versus economía. Esto no es una queja, es algo que sucede en todo el mundo, algo impuesto por la pandemia y en el caso argentino por la suma de la infame herencia macrista. Hay recuperación de la actividad económica, sí. Pero es lenta, dolorosa y está muy lejos de beneficiar a todos. Los niveles de actividad arañan ya a los de la pre-pandemia, sea eso bueno u horrible. Los sistemas de protección social ideados por el gobierno –ocultos por el discurso de la derecha- fueron eficaces y paliaron la malaria. Pero no llegaron a todos por igual. En una nota reciente de Socompa, Gabriel Bencivengo citó datos ingratos aportados por Claudio Lozano. Ejemplo: medio millón de personas más sin trabajo en los últimos tres meses de 2020. En otra nota de Horacio Rovelli se dijo que la apuesta de Martín Guzmán de cuidar el déficit fiscal es una macana y que si se quiere evitar un escenario explosivo deberían aplicarse más impuestos para los que deben pagarlos y más retenciones. Podemos estar de acuerdo, ¿pero es factible eso políticamente? A la vez: ¿preguntarse si eso es factible implica a arrugar? No tengo respuestas, solo sé qué cosas espantosas y desestabilizantes es capaz de hacer la derecha (Argentina, Ecuador, Brasil, Bolivia) ante cosas mucho menos audaces que volver a subir las retenciones, desde la ética, pongamos, de la convicción, o de la imperiosa necesidad.

En ese trance de dudas y debate interno en el Frente de Todos (más Massa), que los hoy presuntamente comprensivos interlocutores del FMI hagan suyos los postulados de Martín Guzmán es algo que suena a alivio (si hasta alivia a “los mercados”). Pero ese alivio –que deberá ser corroborado cuando al fin se negocien plazos y pagos de la deuda- seguramente suena a poco.

Caída peligrosa

El tiempo pasa y no solo que 2021 –ante la segunda ola- nos retrotrae a marzo del 2020, sino que los cambios no llegan con la velocidad deseable y eso mismo parece percibir “la gente” (y las encuestas). Voy a citar dos encuestas en las que confío: una del CELAG (Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica) y otra de Ricardo Rouvier. La del CELAG (que “la pegó” con los resultados de varias elecciones latinoamericanas) es relativamente optimista: “El presidente, Alberto Fernández, tiene una imagen positiva de 50,1%. Además, 52% de los argentinos aprueban la gestión del Gobierno Nacional en relación a la pandemia”. Otro trabajo de Ricardo Rouvier, que ya tiene casi un mes, dice que la imagen positiva de AF sufrió una caída porcentual de siete puntos en muy poco tiempo. Presuntamente y en parte eso tuvo alguna relación con  el llamado escándalo del Vacunatorio VIP. Al 1 de marzo la imagen negativa de Fernández sería de 55,2% (en descenso desde el 68% de marzo 2020) contra una positiva del 41,9%. Peor aún es la opinión negativa sobre la gestión del Gobierno, cercana al 57%.

Una tercera consultora cuyos laureles desconozco, dijo lo contrario que Rouvier. Es un estudio a mi gusto demasiado adjetivado de Indecom (Instituto de Estudio de Consumo Masivo), de Miguel Calvete, hecho entre el 10 y el 23 de febrero. Según ese trabajo, “el 65,7 % de los encuestados minimizó” lo sucedido con el Vacunatorio VIP, entendiendo que “era de esperar que en Argentina hubiera ciertos privilegios en la vacunación” (…) “Es el mismo acomodo que se produce en todos los ámbitos de nuestro país”. El 34,3 % consideró que “es una vergüenza todo lo que paso”. Ciertos antecedentes del responsable de la consultora –que no viene al caso citar- me hacen dudar de la seriedad del trabajo.

Por el contrario, sí confío en los trabajos de campo del CELAG (entre otras razones por los tamaños de sus muestras) y en ciertas preguntas que se hacen, que rompen el molde de los cuestionarios conocidos. Coincidiendo con Rouvier, el trabajo del CELAG –posterior al reconocimiento científico de las bondades de la maldita vacuna rusa- destaca el incremento en la disposición de la ciudadanía a aplicarse las vacunas disponibles, incluyendo a la Sputnik V, que pasó a ser “la preferida de los argentinos”. El 76% estaría dispuesto a aplicársela ya (cuando en noviembre la aceptación era del 53%). En el caso de Sinopharm, el incremento es de 34% en noviembre a 53%. Para Rouvier la aprobación social de la Sputnik creció 12 puntos, mientras que el manejo de la pandemia por parte del Gobierno recibe una buena valoración por parte del 53,2% de los encuestados.

Decíamos, el CELAG, con un fuerte énfasis ideológico, pregunta otras cosas. Entonces dice: “En términos de las percepciones sobre la desigualdad y la distribución del ingreso en el país, se observa cómo una abrumadora mayoría (84%) considera que ‘las diferencias de ingresos en Argentina son injustas y no tienen en cuenta el esfuerzo que hace cada uno en su trabajo’, una cuestión que es transversal a todo el arco político. Pero, además, también se ponen en tela de juicio estas desigualdades en torno a los beneficios que obtienen los grandes empresarios, dado que el 62% de la ciudadanía se muestra de acuerdo con la necesidad de limitar sus ganancias por parte del Gobierno para resolver así la crisis económica”.

¿Eso daría sostén al gobierno de Alberto Fernández para ponerse duro, duro, duro? ¿Eso que presuntamente late justicieramente en la sociedad tiene una traducción en términos de construcción política e institucional como para que Alberto y Dylan hagan y ladren mejor y los medios y el odio no dañen tanto la gestión?

Dice el CELAG que de cara a las elecciones legislativas de este año hay un 31% de indefinición y que “el Frente de Todos encabezaría las preferencias con un 30% de intención de voto, seguido por el espacio de Juntos por el Cambio, que obtendría un 24% de los votos”.

Hay una encuesta de Rouvier más reciente, centrada en Mauricio Macri y realizada entre el 19 y el 24 de marzo, en coincidencia con la salida de su libro Primer Tiempo y otras apariciones públicas. Si es consuelo de algo, el trabajo muestra que, pese a los denodados intentos de La Nación por tenerlo entre los titulares destacados de su portal, a Macri le va feísimo. El 68,5% jura que no lo votaría, contra un 24,6 que sí. Incluso dentro de la clase media alta y alta, las nulas ganas de votarlo superan la opción de sí hacerlo. El 53,8% lo rechaza. La negatividad en la clase baja llega, uf, hasta el 76,1 por ciento. La imagen negativa es del 65,8%.

¿Consuelo de tontos? ¿Alcanza con que a Macri le vaya mal, siendo que el líder proyectable de la derecha sigue siendo un buen político, Horacio Rodríguez Larreta, cuya imagen positiva siempre va por encima del resto? Puede que a los periodistas y a los lectores de Socompa les gusten la política y las encuestas, pero mientras tanto la gente la pasa mal y desconfía. Ahí tenemos Brasil: a Bolsonaro le está yendo para el orto y hasta lo supera la inicial intención de voto de Lula (medida apenas se revisaron las sentencias judiciales en su contra, con todo el daño hecho). Pero es que no solo que Bolsonaro dejará una inmensa legión de muertos en su gestión, sino una sociedad devastada, amorfa, como la que dejó Trump en Estados Unidos. De modo que el hecho de que tanto a Macri como a Alberto Fernández -en mucha menor medida- no les vaya bien en las encuestas habla de un paisaje que conocemos de otros tiempos: escepticismo, incredulidad, cansancio, hartazgo por la pandemia y –montado sobre eso- el discurso del odio, que goza de tan buena salud en Occidente.

Volvemos a preguntar: ¿es cierto que nuestra sociedad requiere y exige (cómo expresa la encuesta del CELAG) políticas más claras, más firmes, a favor de la reparación y la justicia social? ¿Cuán nítido es eso que Antes de Cristo llamábamos “nivel de conciencia”? ¿Tiene cómo expresarse, eso, para contener, defender y empujar al gobierno de Alberto Fernández, sable en mano? Estas preguntas tienen estrechísima relación con la cultura política que vivimos y con los horribles límites de la muy vieja democracia que conocemos.

Hace mil millones de años, en los primeros tiempos el viejo kirchnerismo, cuando latían todavía las asambleas del 2001, me pregunté en la revista Lezama (marzo de 2004) si la enorme fortaleza de entonces de Néstor Kirchner en términos de opinión pública podía leerse, paradojalmente, como una debilidad: “Sobre ese mapa Kirchner está solo con su alma. Apenas con su imagen, sus puñados de fieles, otros de quién sabe qué y bordados de sobrevivencia con quien se pueda (…) Suma virtual de millones. ¿Cómo ata el kirchnerismo a sus masas sueltas? Sin articulaciones, sin espacios ni sujetos colectivos, sin tejido social, sin canales de contención o diálogo, ¿a quién le tocará el timbre el ciudadano suelto en caso de necesitarlo? ¿Y si de veras hubiera que convocar a la causa nacional, iría? Es solo una manera de verlo y hay otras: Kirchner cuenta con un populoso 70 u 80% (de aprobación) y a la vez está solo”.

Es cierto, en alguna manera –limitada- el kirchnerismo construyó poder social a lo largo de los años, cosa que en pandemia no puede expresar el gobierno de Alberto Fernández.

Alberto tiene menos que eso que tuvieron Néstor y CFK en sus buenos tiempos. Cristina cuenta con su tercio de querendones y dos tercios medio que la detestan. Es más: finalizada la experiencia kirchnerista, con sus muchas primaveras, y pese al surgimiento de nuevos espacios políticos y movimientos sociales, cuando llegó la hora de la derrota quedamos culo al aire, llegó Macri, arrasó con todo.

¿Qué hacer, dijo Lenin, con cancha inclinada?

Acá solo se formulan las preguntas, no las respuestas. La única convicción del que escribe es que gobernar en pandemia se parece mucho a manejar en ruta con niebla y hielo en la calzada.