La derrota del oficialismo se abre a muchas lecturas, pero los resultados de estas PASO mostraron dos aspectos que sería peligroso soslayar: un fuerte aumento del descreimiento en la utilidad del voto como herramienta transformadora y un inédito crecimiento de expresiones de ultraderecha que hasta hace poco eran marginales.

La crudeza de los números no se puede soslayar: el oficialismo – encarnado en las listas del Frente de Todos – fue el gran derrotado en estas Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias (PASO).

En la suma de todo el país el gran ganador fue Juntos – con sus diferentes vertientes internas – con el 38.29% de los votos, casi nueve puntos por encima del Frente de Todos que alcanzó un 29.48%. El Frente de Izquierda y de los Trabajadores alcanzó un interesante 4.52%, en su mejor elección histórica, mientras que la suma de los otros partidos – con un inédito crecimiento de las propuestas de ultraderecha – obtuvo un 23.39%. Los votos en blanco quedaron en un 3.66%.

En el balance general, el Frente de Todos perdió la elección en 15 provincias.

La magnitud de la derrota se puede desglosar provincia por provincia. Vayan como muestra los votos para precandidatos a diputados de algunos distritos en los que el Frente de todos había ganado en 2019 comparados con la misma categoría en de ese año: En la Provincia de Buenos Aires el Frente de Todos sacó un 15.27% menos que en las PASO de hace dos años, mientras que Juntos sumó un 7.25% respecto de la elección anterior; en Santa Cruz un 14.55% menos, mientras que Juntos sumó un 21.32%; en Santa Fe perdió un 13,45% abajo, contra 7.11% que sumó Juntos; en Formosa un 16.19% menos que en 2019, mientras que Juntos sumó un 3.53%.

En los que había sido derrotado, también bajó su rendimiento: En la CABA obtuvo un 6.4% menos, mientras que en Córdoba bajó un 12.11%.

Estos resultados son mucho más que un llamado de atención para el gobierno de Alberto Fernández, constituyen una derrota que tiene muchos componentes de rechazo social. Por supuesto que no se debe dejar fuera de cualquier análisis la situación inédita de la pandemia de Covid-19, pero si la explicación que el oficialismo pretende elaborar se centra en eso exclusivamente, será un amuestra acabada de ceguera política.

La gestión de Alberto Fernández no conforma a los extraños, pero tampoco a los propios, a excepción del grupo que compone su propio riñón. La falta de soluciones concretas a los temas que realmente preocupan a la mayoría de los argentinos en el día a día no puede dejarse de lado como causa de la derrota.

La falta de empleo – y mucho más de empleo digno -; el alza del costo de vida que se le ríe en la cara a las tibias medidas – en realidad intentos de diálogo sin ningún resultado con los formadores de precios – del gobierno; la situación real de los jubilados, más allá del discurso oficial que pretende decir que son tan privilegiados como los niños de Evita. Son situaciones concretas, que pueden mucho más que cualquier explicación que se le pretenda dar desde la Casa Rosada.

Con respecto al empleo, el fenómeno es evidente: se ha votado masivamente a candidatos que proponen la flexibilización laboral y la muestran como una manera de generar trabajo. Eso sólo puede explicarse porque hay desesperación por obtener trabajo debido a que quien gobierna no ha logrado generarlo.

Números: la pobreza alcanza el 49%, desempleo el 13%, el salario mínimo es de 28.000 pesos, el Potenciar Trabajo de 13.000 pesos llega a un millón de personas cuando lo necesitan 11 millones de argentinos. Contra eso no hay discurso de justificación que valga.

La falta de claridad en otro tipo de aspectos de la gestión tampoco ayuda y es motivo de irritación incluso entre la militancia del Frente de Todos. La oscuridad con que se mueve “la negociación” con el Fondo Monetario Internacional, cuyo resultado ya existe pero que se pretende no hacer público hasta noviembre por una cuestión electoral. Los recules en chancletas con la Hidrovía y con Vicentin – por dar solo dos ejemplos – son muestras de debilidad extrema y confunden al punto de que muchos militantes del oficialismo se pregunten para quién juega Alberto.

A todo esto se suman ficciones como “acabar con la grieta”, “gobernar para todos”, “privilegiar el diálogo”, por citar solo tres, que podían funcionar discursivamente en el primer tramo del gobierno de Raúl Alfonsín, contrapuestas a la muerte de las ilusiones que había perpetrado la dictadura, pero que hoy suenan a cuento de maestra de primer grado. En política, los enemigos son los enemigos, no se los puede llamar amigos, como a “mi amigo Horacio”, cuando en lugar de darte la mano empuñan un cuchillo.

A todo esto hay que sumarle una pésima comunicación gubernamental que no consigue perforar el bombardeo mediático opositor.

Pero la fuerte pérdida de votos del actual oficialismo no fue el único dato fuerte que dieron las elecciones de ayer. La participación, que estuvo cerca del 68%, fue la más baja desde que se implementaron por primera vez las PASO en 2011. Hasta ahora, el nivel más bajo en las PASO se había dado en 2015 con el 74,91%% de concurrencia a las urnas, según los números oficiales. El ausentismo de ayer fue 7 puntos porcentuales mayor.

La pandemia influyó, por supuesto, pero no puede dejar de leerse una falta de entusiasmo, un crecimiento del desánimo, un corrimiento social en la manera de mirar a la política – y a las elecciones – como herramientas para obtener mejoras concretas en la vida cotidiana.

En ese sentido, los resultados de ayer también marcaron una victoria de la antipolítica frente al simulacro de la política democrático burguesa vigente, la de los representantes que poco o nada representan para sus votantes.

Y se trata de una antipolítica que ha obtenido representación en sectores de ultraderecha que manifiestan expresamente su desprecio por la política pero que – aunque parezca paradójico – en estas PASO lograron resultados que hasta hace poco parecían impensados. Los casos de Espert y Milei son claros ejemplos: pasaron desde ser expresiones marginales a ocupar lugares preponderantes en la escena, con discursos violentos, discriminatorios y claramente antidemocráticos.

En estas elecciones a los tibios los vomitaron las urnas, y la desilusión y el descontento popular se vistieron de (ultra)derecha.

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