Llega a un club que se está por ir al descenso con la promesa de traer esa magia de desparramó en las canchas. Viene herido por su propio personaje pero empecinado en que su nombre mueva montañas.
Con mucho de ese mismo pensamiento mágico con que este, digamos, gobierno, logró ser elegido por los votos. Frases hechas, promesas, un futuro feliz, el integrarnos a un mundo que, por fin, estaría pendiente de nosotros.
Uno tiende a pensar que, a esta altura, con cuatro años de tragedia económica en el lomo, esa cosa irracional, voluntarista, alimentada por un puro deseo infantil sin más base que la imaginación, esa ensoñación poética de libro de autoayuda, digo, ya debería desaparecer de estas pampas de crisis.
Pero no.
En medio de la tempestad, zás, llega Maradona.
Vuelve, para salvar a Gimnasia y Esgrima La Plata, un club que está a 10 puntos de no irse al descenso, y en picada, con poco plantel, sin moral, ni abundancia de cracks.
¿Lo salvará?
Ese es su oficio, justamente.
Maradona es una deidad en la tierra.
Cuando era jugador, llevó al insignificante Napoli a ganar la Copa UEFA y dos scudettos, peleando mano a mano con el todopoderoso Milan de Berlusconi. Y mucho más que eso: “Yo soy napolitano, los italianos son racistas”, casi me gritó en la cara Palumella, el barra capo de la Curva B en su oficina de Sanitá, repitiendo la línea política que bajaba Maradona.
Hasta ese momento, cada vez que los napolitanos viajaban al norte los recibían con carteles terribles: “¡Terroni!” (cabecitas negras), ¡”Africani!”. “¡Bienvenidos a Italia!”.
La palabra de Maradona fue más poderosa de la de cualquier político napolitano. Era un milagro. Eso le pedían. La gente, cuando podía verlo unos segundos, no le pedía dinero. Le pedía que curase a la madre, a la abuela, al padre enfermo. Le pedían milagros.
Salvar a Gimnasia, en términos futboleros, es un milagro. Por eso Maradona está allí. Su vida es un constante ida y vuelta con lo imposible. Podríamos revisar su historia clínica y concluir, sin exagerar: “Maradona está vivo de milagro”.
Y por supuesto, ahora llega a La Plata en busca de otro milagro. Otra Santa Cruzada de su Armada Brancaleone, más cerca que aquella tierra santa sudafricana: esta vez es en La Plata, y en el club de Cristina Kirchner.
¿Habrá milagro? Ojalá. Todo lo que hace o dice Maradona está más allá de cualquier lógica. Después de tanto sufrir (y hacer sufrir) se merece una caricia del fútbol, que lo marginó desde que dejó de hacer magia con la pelota en los pies y se convirtió en un triste personaje de farándula, pleiteando con su familia, negando y aceptando hijos por el mundo.
Su presencia es como una celebración nativa, un rito, un himno motivador. ¿Alcanza? Mmm… Ha pasado mucho tiempo. Demasiado.
Maradona carece de pensamiento abstracto. Dependerá de su ayudante de campo para dirigir, como siempre. Amigos, e inmediatamente enemigos. Así vive: binariamente. Nosotros y ellos, como en la cancha. Es una película que todos vimos. Varias veces.
En Mandidyú y Racing pasó como un flash, dejando nada, junto al que hacía todo el trabajo: el pobre Carlos Fren. La idea de juntar a Maradona y Messi en el Mundial 2010 era una idea imbatible. El mejor de todos en el banco, el mejor de todos en la cancha. Maradona, una bandera, Messi, un póster.
No podía fallar, pero falló.
La altura y Bolivia nos hicieron 6, se clasificó ahí nomás, con mucha angustia y Alemania nos despidió con una goleada humillante. Nada quedó de esa historia, salvo la insólita incorporación de la sigla LTA al lunfardo porteño.
Fue embajador, relacionista público o algo así en Dubai (“Buenas noches, buen provecho!”, recibía a los comensales Gatica en el restaurante de Prada), dirigió un equipo de la liga, y volvió a dirigir recién en Dorados, un equipo de la Primera B mexicana, enclavado en una zona complicada por los narcos. Perdió dos finales. No lo pudo ascender.
Quién crea que detesto a Maradona, se equivoca. Disfrutaba cada vez que alquilaba toda la First Class de un Boeing para que la familia se paseara en patas, a los gritos, tomando mate o champagne. Y mucho más disfrutaba cuando el medio pelo furioso de la Clase Turista, lo llamaba “Negro villero”.
Fui su fan cuando después de visitar a Wojtyla en el Vaticano, declarara ante L’Observattore romano’, nada menos: “¿Qué qué me pareció? Qué ahí hay demasiado oro. Lo podrían vender para repartirlo entre los pobres, ¿no?”.
También cuando se tratuó al Che Guevara en 1983 y arruinó el negocio del Mundial americano con la Selección Argentina haciendo base en Miami. Lo pagó carísimo, con esa enfermera de casting, la única en la historia en llevar de la manito al anti-doping a un futbolista que terminaba de jugar un partido de Mundial.
Amo a ese Maradona.
Pero ese Maradona no existe más.
Lo escribí antes y lo voy a repetir ahora: el público y los medios han aspirado más del polvo Maradona que toda la cocaína que él haya sido capaz de tomar en su vida. Lo siguen haciendo.
Veremos qué queda, después de la emoción del regreso, de los buenos augurios, del llanto sincero, de la emoción de sus fans.
Ojalá le vaya bien y me mande a mí también a hacerle sexo oral. Todos le celebran todo. El futbol es un juego, y en ese juego, lo anímico influye. Tal vez logre lo que hacía él mismo o su ahora enemigo Verón, cuando jugaban. Lograr que los 10 compañeros que los rodeaban se sintieran más de lo que realmente eran.
Verón era superior a su propia virtud como futbolista, que era enorme. Maradona fue un genio. Pero desde afuera, la cosa se complica. Mucho. Ambos lo saben, ocupen el papel que ocupen.
Me alegro por Maradona, sinceramente. Le creo esas lágrimas. Absolutamente. Que alguien consiga un trabajo es una bendición, en medio de esta tragedia que ya lleva casi cuatro años.
Pero, además, está el negocio. La marca Maradona es un gran negocio y todavía tiene bastante jugo para exprimir.
Le van a sacar hasta la última gota, le vaya bien, mal, regular o peor. Siempre ha sido así.
Lo siento mucho por él, aunque le de un buen dinero para vivir.
Igual será una pena.
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