A partir de una película palestina, de la memoria de Proust, de aquella remota piña que ligó Alfredo Astiz, un repaso de algunos de los muchos episodios que nos comemos en la Argentina macrista. La pregunta de siempre: cuándo llegará la reacción.
Citar de memoria es citar mal. Y a la vez, en términos de valor de la cita, puede ser citar honestamente. A la memoria emotiva de Proust hay que agregarle las memorias del miedo: en la vida política y en sus implicaciones cotidianas es la única que funciona siempre.
En 2002 una película palestina, Intervención divina de Elia Suleiman, se dio un par de gustos que suenan, aún hoy, contemporáneos: recibió el premio a la mejor película en el festival de Cannes, y trasladó un problema geopolítico a Hollywood, que decidió no postularla a mejor película extranjera por no considerar que Palestina fuera un país. En las ciudades del interior (como les gusta decir a los porteños) esa película se conseguía en VHS en algunos videoclubes que funcionaban como lugares de encuentro y en los que nos recomendábamos películas. El invierno del 2002 fue frío y angustiante por acá, y la videograbadora frente al sillón era, verdaderamente, un refugio.
Correría el año ’90 o ’91 en Punta Alta, cuando me crucé a Alfredo Astiz en un bar, pub o confitería, como se llamaba en esos tiempos. Compartía mesa con otros varios, música fuerte, tragos, risas. Si fuera fisonomista recordaría en qué grado de encanecimiento estaba su pelo, el color de su camisa, la bebida que compartía. Si hubiera pensado en recrear la crónica de esa noche hubiera registrado la total normalidad del hecho de que uno de los genocidas más reconocibles de la Argentina pudiera pasar esos momentos de diversión rodeado de tanta gente a quien no le importaba compartir espacio con él. Si hubiera tenido más valor a mis 18 años, hubiera intentado hacer algo concreto: un botellazo, un insulto, algo que me hiciera echar del lugar. Me quedó el recuerdo de la normalidad y de la sonrisa generosa del tipo que se sabía absolutamente impune.
En enero de 2018 el gobierno de Mauricio Macri anuló la paritaria nacional docente establecida por ley 26075, denominada “Ley de Financiamiento Educativo”, sancionada en diciembre de 2005 y promulgada en enero de 2006. En rigor de verdad, el decreto no hizo más que oficializar el hecho de que el mismo gobierno había decidido incumplir la ley en 2017 y no convocar a esa paritaria. La decisión política, que implicaba una violencia inusitada en relación con las condiciones de trabajo de los docentes, no fue ni siquiera remotamente sorpresiva: es necesario hacer un esfuerzo para destacarla en el conjunto de acciones contra las condiciones de trabajo en casi todos los rubros. Para no abusar de las metáforas meteorológicas (que suponen la ausencia de sujeto) recurrimos a las bélicas: la anulación, vigente hasta hoy, de las discusiones que determinaban salarios, condiciones de trabajo y proyectos de formación, fue una bomba más en medio de una borgeana “lluvia de fuego” desatada sobre el universo de los trabajadores.
Las crueldades de todos los días
Refiero, irresponsablemente, a Proust recurriendo a mi memoria. En el inicio de El camino de Swann, el narrador duerme en una posición incómoda que le hace doler un costado del cuerpo. Ese dolor, creo recordar, le traía a la memoria el cuerpo de una mujer que solía acurrucarse sobre ese mismo lado de modo que la conexión entre el dolor presente y el goce pasado fuera perfecta. Menos felices nosotros, sabemos que el cuerpo golpeado (individual, pero también el social), se repliega frente a la repetición de una sombra que le sugiera el golpe, aún cuando las cicatrices parezcan haberse curado.
La película de Elia Suleiman tiene un subtítulo: “Crónica de amor y dolor”. Suleiman escribe, dirige y protagoniza lo que sería la pequeña historia central, que vertebra un conjunto de episodios mínimos que, de acuerdo con alguna reseña crítica, “no cesa de preguntarse de manera muy inteligente sobre la condición palestina, sobre la humillación que sufre un pueblo ante una situación que es vivida como una ocupación del enemigo”.
En una serie de viñetas costumbristas se presenta una cotidianeidad de violencia exacerbada en la más absoluta normalidad: un tipo que tira la basura todos los días en el jardín del vecino, otro que destroza las calles y resiste su arresto a botellazos, un tercero al que le cae una pelota en su casa y la revienta como la reacción más normal del mundo. En el eje, una historia de amor que consiste en el encuentro silencioso del protagonista con una novia en el puesto de control de la frontera, sin que digan una palabra, sin que hagan más que tomarse de las manos en el auto, a la luz de las torretas rodeadas de ametralladoras. Desde el interior del automóvil en el que se encontraban, en un momento dado, los amantes ven los abusos israelíes en la zona de frontera con la misma impersonal distancia con la que la cámara toma todas las pequeñas tramas narrativas que articulan la película. La dominación tiene como correlato la impotencia y, a la distancia, creo, anticipa un cierto modo de mirar y no intervenir que resulta actual.
¡Piñazo!
El 4 de septiembre de 2015 el diario Río Negro en su sección “de Bariloche”, publicaba una nota que rememoraba un episodio que podría, a esa altura, haber devenido menor. “A 20 años de la piña a Astiz, el autor revive su historia”, era el título. La nota hacía eje en un episodio cuyo resumen sería el siguiente: un guardiaparques de Bariloche, que había sido chupado y había pasado por El Vesubio reconoció a Astiz paseando por esa ciudad y se bajó de la camioneta para pegarle una piña. No. Es mejor el relato que surge de la entrevista (parafraseo): Astiz, que por esos tiempos no tenía ningún proceso judicial por las leyes de impunidad, paseaba por Bariloche cuando Alfredo Chávez lo vio, le gritó que cómo le daba la cara para pasear por la calle y le pegó una piña que lo dejó sangrando. “Fue como salir a decir que esas cicatrices sólo se cierran con justicia”, dijo en la entrevista, que señala el episodio como algo que rompió el clima de época.
La repercusión pública fue inmediata, y aunque el protagonista de la historia quiso mantener la reserva, Hebe de Bonafini lo convenció de darse a conocer. Algo de eso sabe, ya que había algo ahí que trascendía las limitaciones que se habían impuesto por la fuerza de la resignación. El rictus canchero de Astiz, desde esa vez, desapareció de las imágenes públicas; el repudio que exigen las “formas democráticas” no se pudo consensuar y pareció que ahí se había roto un campo de fuerza simbólico (construido entre los discursos políticos y el hecho jurídico) que hacía que los genocidas parecieran intocables para las víctimas de a pie. No hubo, creo, hechos similares ni más graves luego de aquello, pero quedó claro que la fantasía de una triste Moncloa en Argentina no tenía ningún futuro. Y, sobre todo, la acción puso en entredicho cierto consenso establecido en la recuperación democrática respecto de que, ante la chance de rifar ese bien tan preciado, era necesario respetar toda decisión tomada en el marco de las instituciones republicanas, incluso las que eran estafas, claudicaciones y errores. Para Chavez, el “ni olvido ni perdón” dejó de ser consigna y fue piña. Y algo, allí, se sacudió.
La culpa de los gasistas
En agosto de 2018 explotó una escuela en el partido bonaerense de Moreno, matando a la vicedirectora y a un auxiliar docente. El hecho se constituye en el más grave de una cadena de acontecimientos vinculados con la aceleración vertiginosa en el proceso de abandono de las escuelas por parte del Gobierno de la provincia de la Buenos Aires. El cuadro (casi) completo implica: paritarias suspendidas; dirección de infraestructura de las escuelas de la Dirección General de Cultura y Educación de la Provincia de Buenos Aires, sin actividad; denuncias de los gremios sobre problemas edilicios, sin recibir; Consejo Escolar de Moreno, intervenido con un funcionario de Vidal; decisión final del Gobierno de Buenos Aires, llenar los medios de pauta para desligarse y encarcerlar al gasista.
Impresiona la lectura completa de esa sucesión de episodios que no necesariamente cubren la totalidad de causas probables, y sin embargo, ninguna anticipa el acto final. Dos semanas después del acontecimiento, el encargado de la educación bonaerense, Gabriel Sánchez Zinny visitó la escuela de la tragedia, acéfala aún por la licencia del director y el fallecimiento de la vice, presentándose sólo con su nombre de pila (Gabriel) y pretendiendo fotografiarse allí con la gente, en modo campaña. Descubierto por un maestro y la madre de un chico, huye y queda registrado en video. Las redes sociales, que suelen ser velocísimas en el proceso de viralizar las noticias ocultas por los medios tradicionales, mostraron el video y no avanzaron demasiado, quizás por pudor, en volverlo objeto de burlas rápidas en la proliferación de memes (los hilos de Twitter, como siempre, formulan bravatas algo más amenazantes). Intentar hacer de todo esto una crónica verosímil para alguien que no conozca el estado actual de la vida social, política y económica de la Argentina (para un lector crédulo de Clarín, por ejemplo) es una tarea casi imposible.
Conocidas son las lecturas que hacen eje en el uso singular que hace Proust de los nombres propios en su novela, que adquieren una carga semántica que excede en mucho la mera indicación de una persona o un lugar únicos. Conocidas también son las recurrencias de las derechas autoritarias a los sustantivos abstractos de alto impacto intimidante (la subversión apátrida, la corrupción, la amenaza narco, las mafias) y el más reciente descubrimiento de la plasticidad que implica la supresión del apellido en el modo de nombrar a sus cuadros, el modo de perderlos en la familiaridad. “Ustedes le dicen Mauricio, pero sigue siendo Macri”, es una de las sentencias que mejor recuerdan el origen de esta situación. La piña de Chávez, el de Bariloche, no fue a “un genocida”, no fue al “terrorismo de Estado”: fue a Astiz, con todo lo que implicaba ese apellido, y convirtió levemente en acto una fantasía postergada. En la película de Suleiman, una especie de fedayíne mujer se eleva en el aire y flotando, derrota con armas de la guerrilla a los soldados israelíes. La escena es delirante, antirrealista, onírica y sin embargo…
Quien intenta estas notas no es, ni remotamente, un cronista: no acierta los tiempos, la urgencia, la fluidez ni el atractivo de los episodios que lo convocan. Apenas anuda, frente a algunos acontecimientos y noticias menores, las preguntas que le permiten el enojo, la memoria y las lecturas. El avance feroz de prácticas represivas en el contexto de devastación económica, política y cultural que lleva adelante el gobierno de Macri tiene como correlato necesario una confianza popular en que las reglas de juego de las instituciones democráticas están en plena vigencia. Quizás habría que preguntarse si ocasiones como la provocación obscena de Sánchez Zinny frente a la comunidad que aún llora sus muertos recientes no amerita una reacción más adecuada al contexto que a la corrección política. Quizás no sea el tiempo de otra piña a Astiz, pero no estaría mal que se empezara a pensar qué podría suceder. Esa foto, otra vez, podría mover el escenario de una forma impensada hacia donde no sea tan fácil dominar. O quizás no. Quien escribe estas notas suele dejarse llevar por ellas, y a lo mejor no es aconsejable prestarle atención.
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