Entre una Argentina real donde se saquea a los jubilados y los trabajadores, se reprime y se mata, y otra escenográfica, construida por el discurso oficial.
Y el mueble tuvo en su cajón, dolor,
el corazón, en su cajón, dolor,
la lagartija, en su cajón, dolor.
César Vallejo, Los nueve monstruos
Escribir en medio del dolor, de la bronca y de la tristeza parecería no ser lo más indicado. Pero, cuando se está inmerso en uno de esos momentos en que la historia parece condensar en pocos días todos los haces que constantemente trazan sus parábolas por separado, no queda otro recurso que hacer un breve paréntesis en medio de la acción para ique las palabras busquen coagular aquello que quiere escurrirse por la rejilla del tiempo.
En particular porque esta última semana, la que va desde la represión brutal e injustificada a quienes se manifestaron contra las fallidas reuniones de negocios de la OMC hasta la no menos brutal e injustificable represión a las marchas y cacerolazos contra el saqueo a las jubilaciones y pensiones que la Cámara de Diputados aprobó el martes a la mañana, permitió comprobar una vez más que debemos padecer dos formas de la realidad argentina. La de la Argentina real, en la que se conculcan derechos adquiridos, se reprime (e incluso se asesina) y/o encarcela -sin otra causa que su disenso- a trabajadores, a militantes políticos y sociales, a estudiantes, al pueblo mapuche y a quienes apoyan los justos reclamos de todos los damnificados por estas políticas infames; y la de una Argentina escenográfica y tersa, construida aviesamente por el discurso oficial y el de los falsos opositores y por los montajes cínicos y distorsivos de los medios de comunicación hegemónicos que apuntan, por ahora con eficacia, a la desorientación de muchos, a la mala conciencia de unos cuantos y a la disposición fascista de otros que, desafortunadamente, tampoco son escasos.
Si vivir una realidad inicua es de por sí intolerable, soportar que esa realidad sea tergiversada al extremo de convertir a las víctimas en responsables de sus propios padecimientos o, peor aún, en verdugos voluntarios de sí mismos y de otros, o en beneficiarios incapaces de comprender el alcance futuro de su dudoso beneficio provoca una herida doble, que no se restaña por medio de la contra información porque no es meramente una cuestión dialéctica sino de índole moral. No me refiero a la concepción enana y espuria del término que ha servido a muchos de coartada emocional para escandalizarse y condenar de antemano por supuestos crímenes, aún no probados, a funcionarios de los gobiernos kirchneristas, y a los masivos beneficiarios de muchas de sus políticas degradándolos a la condición de clientes o parásitos, sino a la dimensión ética en la que se conjugan la pretensión de universalidad planteada por Kant y la relativización histórica que Marx impone a esa pretensión kantiana. La que padecemos en estos días en la Argentina es la injuria moral duplicada de asistir al escamoteo de la verdad que anida en el sufrimiento de quienes padecen tales despojos en beneficio de la revancha más siniestra, del odio de clase y de la acumulación de poder, impunidad y riquezas por parte de un puñado de tenderos de vaga estirpe oligárquica, amanuenses que articulan con ingenio torpezas atávicas y astucias renovadas, y que no dudan en apelar a los gases, a las balas de goma, a los palos, a los jueces y a los medios de comunicación serviles cuando sus habilidades cuando sus habilidades no son lo suficientemente eficaces.
Lo que convalidó la Cámara de Diputados, en un recinto blindado y divorciado de la realidad real, no así de la de los medios hegemónicos, no es meramente el robo colosal a los sectores más frágiles de nuestra sociedad, no es solo una flagrante violación a la Constitución nacional y a lo establecido por cortes internacionales en materia de derechos adquiridos, es fundamentalmente el triunfo de la inmoralidad cívica en nombre de una realidad virtual en la que apenas gozan los facinerosos de siempre, se ilusionan con recibir migajas de ese banquete los desorientados de sólito, y se regocijan irresponsablemente los espíritus fascistas de costumbre que hace cuarenta años convalidaban la desaparición, la tortura y la muerte y hoy celebran la fiesta de un monstruo que, a diferencia del pergeñado con insidiosa mala leche por Bustos Domecq setenta años atrás, no deja margen para la parodia ni para la ironía, porque esos recursos resultan triviales ante la enormidad de lo que hoy sucede.
Es difícil que una palabra aislada, con sus porciones de rabia, de estupor y de impotencia, sea capaz de contribuir a reparar el daño que este gobierno y quienes lo apoyan o sustentan están infligiendo al cuerpo social y al espíritu genuinamente democrático que debería configurar sus actos, sus conflictos y sus sueños.
Es muy probable que una palabra, sola en su disidencia con esa realidad de cartapesta, se disuelva en el aire del instante, como una más de las muchas respuestas fugaces y dolidamente espontáneas que el momento provoca. Pero es necesario decirla, porque solo entre muchos pronunciamientos fugaces, quizá aturdidos o incluso derrengados, podrá tejerse un modo de decir colectivo capaz de traer la lucidez y la fuerza necesarias para construir una resistencia perdurable y una unidad imprescindible ante los ultrajes permanentes y sistemáticos de la piara hoy gobernante.
Una resistencia que debería consistir no solamente en salir a la calle cada vez que haga falta sin ceder a las provocaciones ni confundirse con los ubicuos repartidores de cascotes, sino también en aprender a desarmar el diccionario de la opresión y a recomponer cada palabra del mismo modo en que Hamlet exhortaba a los cómicos, haciendo que “la acción corresponda a la palabra y la palabra a la acción”.
Una unidad que sería deseable ensanchar sobre la base de convicciones generosas en su continencia y en sus alcances, e inteligente y audaz en sus posibilidades de actualizar un pensamiento sobre las luchas populares y una sociedad más justa e inclusiva que esté a la altura de las difíciles y penosas circunstancias actuales.