Además de otras catástrofes cotidianas, los funcionarios del gobierno nos hacen soportar declaraciones brutales, que desnudan sus más íntimas convicciones. En el mismo tono, jugando con un texto de Jonathan Swift, el autor de esta “carta” les propone una solución para que los niños pobres del Conurbano no sufran, ni sean una carga para sus padres o la Nación.
Al honorable senador Esteban Bullrich, quien no dudo aprobaría estas líneas
Es triste caminar por las calles de Buenos Aires, tomar un tren o el subte: no puede uno distraerse mirando los edificios, leer tranquilo el libro que lleva en la mano o escuchar su música en paz sin verse asediado por la horda de niños, huérfanos o con sus padres, que reparten papeles y extienden la mano en busca de un billete o una moneda. La limosna es el sustento de estos pequeños que por la noche regresan a alguna de las villas miseria de la Capital o, con mayor frecuencia, al Conurbano, donde se concentran los mayores bolsones de pobreza del país. Maduran a los golpes, y cuando crecen difícilmente encuentran otro oficio que no sea el de mendigos o ladrones, y eso si el narco no los convierte antes en peones del vasto submundo de la droga.
Qué hacer con estos niños, cuya presencia en nuestras calles es una mancha indeleble en el alma de la Nación, es un enigma que nadie ha podido resolver. Las soluciones habituales de política social, entre ellas la Asignación Universal por Hijo, no han alcanzado a erradicarlo de raíz, y en años recientes la cantidad de mendigos infantiles más bien ha aumentado. Claramente hay que probar soluciones radicales y, sobre todo, radicalmente inesperadas. No hay otra esperanza para afrontar este tipo de situaciones. Desde Alejandro Magno hasta Steve Jobs se sabe que el pensamiento lateral es la llave de la innovación, el cuchillo que corta los nudos gordianos en Asia Menor o Silicon Valley, y es por eso que me atrevo a ofrecer una propuesta, que aunque humilde no deja de ser abarcadora.
Tras meditar mucho sobre esta cuestión, y analizar largamente las soluciones que se han intentado hasta ahora, con especial énfasis en las razones por las cuales fracasaron, creo haber encontrado una manera de erradicar totalmente el sufrimiento de estas criaturas y, además, de ofrecer un estímulo a la economía del Conurbano, que en plena (y perpetua) crisis económica necesita de nuevas industrias que lo rescaten del desempleo crónico y la miseria extendida.
Hasta el primer año de vida, un niño puede subsistir con la leche de su madre, por lo que el gasto para la sociedad es mínimo; si su madre mendiga para ganarse el pan, literalmente vive de lo que sobra. A partir de allí, sin embargo, su vida va literalmente cuesta abajo: la prole de los mendigos vive por fuera de toda institución que pueda contenerla, y no recibe educación ni salud dignas. Duermen en la calle, o en ranchos precarios que en invierno se incendian debido a los rudimentarios métodos de calefacción que se utilizan. Según cualquiera de las declaraciones internacionales de derechos humanos a las que nuestro país está suscrito, en primer lugar la Convención sobre los Derechos del Niño de 1989, lo que hacemos (o dejamos que pase, para el caso es lo mismo) con los niños de las zonas pobres de nuestro país, en primer lugar el Conurbano, es una violación de los derechos humanos, incluso (me atrevo a decirlo) un crimen de lesa humanidad.
Piensen en La Matanza, un partido que no produce nada y más bien es un agujero negro que consume la esperanza de sus habitantes, sin mencionar los fondos públicos que se dedican (sin demasiado éxito) a volver tolerable la miseria en la que viven. Allí, en 2012 nacieron 28 mil criaturas. Dejemos aparte al 30%, que (es una suposición generosa) tiene acceso a suficiente salud y educación como para alcanzar, tarde o temprano una vida digna. Nos quedan casi 20 mil bebés que no tienen un futuro previsible más allá de aprender a mendigar o robar, ser abusados sexualmente y utilizados como mulas o carne de cañón de los narcotraficantes. Alguno, quizá, llegue a piquetero profesional o militante social, pero no la mayoría, y es dudoso que ese destino sea suficientemente auspicioso como para compensar el sufrimiento anterior. Casi podría decirse, a la manera griega, que lo mejor que les puede pasar sería no nacer, pero enfrentémoslo: una cierta cantidad de criaturas va a ser engendradas y la mayoría va a llegar al momento del parto. La pregunta, entonces, es: ¿qué hacer con ellas?
Un amigo japonés, gran empresario y muy conocedor de la gastronomía alternativa, me asegura que un niño tierno sano y bien criado constituye al año de edad el alimento más delicioso, nutritivo y saludable, ya sea estofado, asado, al horno o hervido, y no dudo que servirá igualmente en un guiso o embutido.
Mi propuesta es, por lo tanto, la siguiente: que luego de descontar el porcentaje de niños que están en condiciones de tener una vida decente, y otro porcentaje que asegure la permanencia del stock reproductor (una cuarta parte, del total, digamos, con mayoría de mujeres para mejorar la proporción de nacimientos), ofrecer el resto a personas acaudaladas a lo largo y ancho del país. Un niño llenará dos fuentes en un asado para los amigos y, cuando la familia cene sola, el cuarto delantero o trasero constituirá un plato razonable; salpimentado y hervido resultará muy bueno hasta el cuarto día, especialmente en invierno.
Como término medio un niño recién nacido pesará tres kilos y medio y, en un año solar, si es tolerablemente criado, alcanzará los diez. La madre, por supuesto, debe poner particular énfasis en darle de mamar durante el último mes, de modo que llegue bien relleno al día de la subasta. Claro que este manjar va a resultar un poco caro para la mayoría, pero eso mismo lo va a convertir en un artículo de lujo, muy apropiado para terratenientes y empresarios quienes, como regularmente devoran a la mayoría de los padres, parecen acreditar los mejores derechos sobre los hijos.
Volviendo al caso de La Matanza, si de los 28 mil nacimientos dejamos aparte los 8 mil que (suponemos) pueden alcanzar una vida digna, junto con 5 mil que perpetúen el stock ganadero, nos quedan 15 mil niños que al cabo de un año podrán ser vendidos en mercados que no envidiarán en nada al de Liniers. Si, como corresponde a un artículo de lujo, podemos esperar una cotización de 1500$ el kilo (un bife de 370 g de carne kobe cuesta 895$, por lo que no me parece un precio descabellado), cada criatura generaría en promedio 15 mil pesos para su madre, que se convertirá de este modo en una microemprendedora que pagará impuestos al Estado, y no una recipiente de ayudas sociales.
No descarto que, si la demanda se vuelve feroz, como espero que sea, el kilo llegue a venderse a 2000$ o 2500$. Y si queremos extraer el máximo provecho, podemos utilizar la piel para elaborar un cuero extremadamente suave, y crear de este modo una nueva industria nacional.
Anticipo diversas objeciones. Alguien podrá decir que, dada la existencia de la Asignación Universal por Hijo, el monto que la madre cobrará en ayudas sociales no será de ningún modo inferior a la ganancia. Pero, más allá de que muchas mujeres pobres no perciben la AUH debido a su ignorancia y falta de medios para gestionarla, no tiene sentido mantener la AUH para niños que no están destinados a la adultez sino a la mesa. Recortar parcialmente esta asignación sería una gran ayuda para las arcas del Estado, que actualmente se encuentra, debido a las más que razonables exigencias del FMI, en pleno proceso de consolidación fiscal.
Otros dirán que sería más práctico, más sencillo legalizar el aborto, pero a mi juicio cometen un error garrafal. Dejemos de lado, por un momento, que nuestros senadores ya cerraron (atinadamente) ese camino; dejemos de lado lo antinatural que es intervenir en el proceso de gestación, un terreno reservado a Dios y Natura; dejamos de lado, incluso, que según el destacadísimo urólogo e investigador Fernando Secin es más seguro para las mujeres llevar sus embarazos a término y luego deshacerse del recién nacido. A nivel puramente económico, el aborto implicaría un gasto neto para el Estado sin esperanza de rédito alguno; según Secin, 1600 millones de pesos. Mi propuesta, en cambio, contribuye al bien público al transformar el gasto social en inversión y dar a las mujeres más pobres una fuente de ingesos.
Otro más podrá objetar que, en un país donde hay más vacas que personas, no tiene mayor sentido volvernos caníbales cuando es perfectamente posible limitar las exportaciones para satisfacer el mercado local. Sin embargo, además de que el reestablecimiento de retenciones es, ahora, políticamente inviable, la exportación de carne es uno de los pocos sectores que contribuyen a mejorar nuestra alicaída balanza comercial, que en 2017 cerró con un déficit récord de más de 8 mil millones de dólares. Y si bien este año el rojo probablemente disminuya debido a los efectos de la crisis cambiaria, dadas nuestras actuales políticas comerciales, de ningún modo vamos a ver un superávit en el futuro próximo.
En este contexto internacional desfavorable, el comercio de carne infantil puede ayudar a satisfacer la demanda doméstica de alimentos al tiempo que reactiva la economía de algunas de las localidades más pobres del país. Lugares como Isidro Casanova, Florencio Varela y Villa Fiorito experimentarán una revitalización gracias al desarrollo de nuevos mercados. Si nuestras autoridades aprovechan la oportunidad (una posibilidad dudosa, lo admito), el bienestar no tiene por qué acabar ahí: los impuestos recaudados pueden invertirse en obras para sanear el Riachuelo, lo cual puede tener un efecto multiplicador en los partidos que se encuentren a su vera. Transformado de cloaca a cielo abierto en un atractivo urbano, el Riachuelo será el eje de espectaculares desarrollos inmobiliarios que proveerán a sus habitantes adultos con trabajo, por más que sea transitorio y mal pago.
Estas medidas también beneficiarían el sur de la Capital Federal que, si bien no tiene los índices de pobreza que se observan en el Conurbano, tampoco está al nivel del resto de la ciudad. Queda a las autoridades de la Ciudad reflexionar maduramente sobre si incluir los barrios del sur (Lugano, Pompeya, Soldati) dentro de mi humilde propuesta.
Algunas personas de espíritu pesimista se preocupan por los muchos pobres que están viejos, enfermos o inválidos, rengos o ciegos, y se atormentan buscando el medio de librar a la Nación de semejante estorbo. Pero esto no me preocupa en lo más mínimo: esa gente se está muriendo y pudriendo cada día por el frío, el hambre, la inmundicia y los piojos, y no se puede pretender que vayan más rápido. Es de los pequeños de quienes hay que ocuparnos: de no encontrar una solución para su miseria, ellos serán los ancianos pobres de mañana.
Volviendo a mi tema, no sé qué objeciones pueden hacérsele a mi propuesta, que no busca otra cosa que eliminar la gran cantidad de sufrimiento que puede verse en Buenos Aires y sus suburbios, un espectáculo que como nación nos debiera avergonzar. Claro que podrían proponerse otras soluciones, pero todos sabemos que, dadas las preferencias manifestadas por el electorado en años recientes, no pasan de ser castillos en el aire: retenciones elevadas a las exportaciones agropecuarias y mineras; estímulos a la producción local; castigar con impuestos los vestidos y productos de factura extranjera; rechazar completamente los materiales e instrumentos que fomenten el lujo exótico; asegurar un trabajo digno a toda persona en edad laboral; curar el derroche de engreimiento, vanidad y holgazanería que presenta nuestra oligarquía; subir la AUH a niveles que permitan a toda criatura tener una vida decente; aprender a amar a nuestro país y abandonar nuestros odios y facciones para construir una sociedad inclusiva; garantizar educación y salud a toda la población; enseñar a los terratenientes a tener aunque sea un punto de compasión de sus arrendatarios; imponer, en fin, un espíritu de honestidad, industria y cuidado en nuestros comerciantes, quienes elevan los precios a tal velocidad que parece imposible que la inflación anual alguna vez baje de los dos dígitos.
Todo lo cual suena maravilloso, pero que nadie lo proponga si no tiene un mínimo de esperanzas de verlo implementado.
En lo que a mí respecta, tras hartarme de proyectos tan visionarios como ociosos que no tenían la más mínima posibilidad de ser realizados, llegué por suerte a esta propuesta que, al ser completamente novedosa, puede saltear muchas de las dificultades que hicieron fracasar a soluciones anteriores y que, al no alterar las condiciones estructurales de la sociedad, en particular la atroz desigualdad que nos abruma, generará menos resistencia en el electorado.
No me opongo a soluciones alternativas que puedan realmente resolver este problema social, aunque creo firmemente que ninguna lo logrará con tan poco costo para el erario público (incluso puede ser un ahorro). De todos modos, aun si aparece una propuesta equivalente, le pido a todo el que tenga una gota de humanidad en su interior que pregunte primero a los padres de esas criaturas que hoy nacen a la intemperie y la desesperanza si no creen que habría sido una gran felicidad para ellos haber sido vendidos como alimento al año de edad de la manera que recomiendo, ya que de ese modo se hubiesen evitado un escenario perpetuo de infortunios como el que han atravesado desde entonces, sea por la opresión de los terratenientes, la usura de los comerciantes, la violencia policial, la imposibilidad de pagar un alquiler, la vulnerabilidad frente a todo tipo de abusos, la falta de sustento y de casa y vestido para protegerse de las inclemencias del tiempo y la más que inevitable expectativa de legar parecidas o mayores miserias a sus descendientes para siempre.
Declaro, con toda sinceridad y poniendo la mano sobre el corazón, que al plantear la necesidad de esta reforma no me guía el menor interés personal, ni me impulsa otro motivo que el bien público de la patria, el desarrollo de nuestro comercio, el cuidado de los niños, el alivio al pobre y el placer del rico. En lo que a mí respecta, no tengo hijos que puedan reportarme un solo peso; el más joven tiene nueve años, y mi mujer ya no es fecunda. Espero que las autoridades nacionales puedan ver la sabiduría de mi propuesta.