Aunque por ahora se vio obligada a dar marcha atrás después de  las protestas, la decisión de María Eugenia de Vidal de dejar a muchos chicos sin escuela es una clara muestra de cómo piensa el gobierno al país y a gran parte de su gente.


Estos días estuve participando -a distancia y a través de las redes- en una campaña contra el cierre de las escuelas en el delta de San Fernando. La gobernadora Vidal decidió que ocho de esas escuelas no eran viables económicamente por baja matrícula. Se corrió la voz, fuera cierto o no, de que la medida se tomó consultando las imágenes satelitales de Google Earth en el móvil de la gobernadora y se filtró un mapa en el que se trazaban líneas rectas -con un total desconocimiento del terreno- para situar los establecimientos educativos y decidir cuáles eran prescindibles. Como señalan Fabiana Di Lucca y Juan Duizeide en http://latfem.org/author/di_luca_duizeide/ lo de menos es si la escena es o no cierta, porque es verosímil. Es decir, resulta coherente con las actuaciones de este gobierno y de sus máximos responsables.

Pero ¿en qué consiste esa forma de proceder? ¿En qué se diferencia el ethos del partido en el gobierno de las maneras de actuar de otras administraciones anteriores? La Argentina tiene el raro privilegio de haber tenido un buen número de gobiernos autoritarios, mafiosos y corruptos, todos ellos poco afectos a la “cosa pública” y muy aquerenciados con sus cuentas corrientes y con las de sus amigos. Pienso, por supuesto, en el gobierno de Menem, el otrora innombrable. Y, sin embargo, no sé si por el paso del tiempo, aquel gobierno parece una mala copia de éste. Porque lo realmente despreciable del actual gabinete no son sólo las medidas tomadas y con las que amenaza, sino algo en su manera de manejar los asuntos públicos que hace que no se pueda reconocer a sus miembros, siquiera, como adversarios políticos.  Algo del orden de la subjetividad, de lo cultural, entendido como la manera en la que uno percibe y es percibido por el mundo, me resulta totalmente ajeno. Como si esta gente, muchos de mi generación, hubieran venido de otro planeta. Algo en su mirada -y esto no es metafórico- me recuerda a la mirada de los tiburones: fría, plana, aterradora.

Tal vez sea mi condición de desplazada, asentada desde hace décadas en otro país, lo que convierte en extraña a esta nueva generación de dirigentes para quienes la política es una aplicación informática. O, tal vez sea que existe -que siempre ha existido- más de una Argentina y que cada quien tiene que decidir a cuál pertenece. Porque no nos engañemos, que no nos engañen, con eslóganes facilones de gurús californianos: el límite de la tolerancia está en la exclusión de los intolerantes. Y esta gente lo es. A pesar de esa cadencia suave y un poco empalagosa de la gobernadora Vidal, que le ha valido el apodo de Heidi, o de los denodados intentos del presidente por resultar cercano y confiable, a ambos se los percibe como productos políticos salidos de las fábricas de asesoría de imagen, construidos a través del marketing. Máscaras detrás de las que no hay nadie o, peor aún, nadie con apariencia humana. Gente que se aprende el guion y se preocupa de la puesta en escena. El asesor jefe -ese ser de fábula que escribe sobre “el arte de ganar”- les debe haber dicho que los votantes estaban cansados de mentiras y que el secreto del éxito era decir la verdad, “su” verdad. Y se lo tomaron al pie de la letra. Decir la verdad no es un mal ejercicio político. Pero sí lo es cuando deja al descubierto la falta de empatía, el desprecio a los diferentes, una voracidad sin límites y un peligroso apego al poder. Todo lo que atenta con la posibilidad misma de constituirse en comunidad. Porque este gobierno, de eso que en la Argentina llaman “gente bien”, no tiene velo, suelta lo que se le pasa por la cabeza sin medir las consecuencias. Pero ojo, no lo hace por amor a la verdad, sino porque en su omnipotencia los otros no existen. A lo sumo son cifras que barajar en la noche electoral.

Esta, llamémosle, “franqueza”, puede ser un mérito político o puede ser la cifra cabal que muestra la fractura de la comunidad nacional. Decimos lo que se nos antoja porque podemos, -somos el poder- y porque lo que decimos va dirigido a los que, como nosotros, participan de ese imaginario excluyente. El presidente Macri, como si estuviera pensando en voz alta, no tuvo empacho en soltar: “A todas las mujeres les gustan los piropos, aunque les digan qué lindo culo tenés” o cuando dijo en el Foro de Davos “En Sudamérica todos somos descendientes de europeos” sacando de la foto a los pueblos originarios y negando el importante aporte africano en el Río de la Plata. Por no hablar de los resabios autoritarios que defiende con sus frases, en un país que todavía está lidiando con las secuelas del terrorismo de Estado: “hay que volver a la época en la que dar la voz de alto significaba que había que entregarse”. Pero no es el único que parece disfrutar con dar rienda suelta a “su” verdad como si se tratara de un juego perverso, ese tipo de juegos al que son aficionados los jóvenes bien que van a colegio de pago. El gobernador de la provincia de Salta, azotada por inundaciones que han dejado al menos un muerto y diez mil afectados, con cara de nada -como si se tratara de un pensamiento sobrevenido durante la siesta-, dijo refiriéndose a los damnificados: “es paradójico ver que perdieron todo y a la vez no perdieron casi nada, porque no tenían casi nada”. ¿Qué mérito puede tener un comentario semejante? Más que una observación verdadera parece un comentario descarnado que bien podría aplicarse a un nido de termitas a punto de ser destruido. Estas afirmaciones no son errores sacados de contexto, sino principios que guían a este gobierno y que son coherentes con sus acciones. Por ejemplo, desde el ministerio de educación, se decidió no comprar libros de literatura infantil y juvenil justificando la medida con un “los chicos leen poco”. Pero ¿no se les ocurre que, tal vez, lo que debería hacer ese ministerio no es dejar a las escuelas sin libros sino organizar campañas para el fomento de la lectura? Otro ejemplo reciente: la gobernadora Vidal cerró ocho escuelas en el Delta que, después de las presiones de los vecinos y de la solidaridad de los ciudadanos, se han quedado en dos. La escuela número 25 del Arroyo Caracoles y el Jardín nº1, ambos en el mismo predio. ¿Por qué esas escuelas siguen amenazadas de cierre? Porque no hay suficientes alumnos. Tampoco había “suficientes” en las otras. ¿Por qué, entonces, la 25 y el Jardín nº1 no están entre las indultadas? Más allá de la discusión sobre qué es suficiente para este gobierno y sobre lo que significa cada escuela en el país del agua, lo cierto es que no hay más alumnos porque el estado físico del arroyo -colmatado y con troncos- obliga, muchas veces, cuando el agua está baja, a suspender las clases o a impartirlas en la lancha. Pero la solución no es cerrar la escuela sino dragar el río. Esta gente, estos extraños, confunden el cuchillo con el asesino.

Pero no engañan, dicen sus votantes, dicen las verdades crudas, sin vueltas. Sí engañan, pero de otra manera. Apuestan por introducir otro régimen de verdad, el suyo, el de la élite. Un régimen de verdad en el que la jerarquía, el sometimiento, el abuso, el desprecio son la norma. Ellos dirán que es el respeto a la autoridad, la obediencia necesaria, el esfuerzo, la excelencia. Mentira. Se trata de un régimen de verdad que atenta contra la propia idea de comunidad. Yo preferiría que engañaran, que mintieran, no porque me guste la mentira sino porque cuando uno engaña o cuando uno miente, en algún lugar todavía palpita una verdad, un ideal, un horizonte común que uno ha decidido transgredir. Muchas veces se engaña porque se sabe que lo que uno piensa o siente no es correcto, no está bien. Nadie decente quiere ser tildado de racista o de sexista, aunque en la práctica lo sea o promueva ese tipo de conductas. Porque ser racista, clasista o sexista no está bien. Pero ¿qué pasa cuando desaparece ese límite? ¿Cuándo alguien da por bueno excluir, ningunear o segregar a los otros? ¿Cuándo alguien desde instancias oficiales, repetidas veces, da muestras de esa falta de pudor tan necesaria para la vida en común? ¿Qué le pasa a un país cuando esa diferencia -entre el pensar y el decir- es erradicada y ese barrido está avalado por millones de ciudadanos?