En la política contemporánea, una victoria que no asume la complejidad del escenario puede transformarse rápidamente en una victoria pírrica. Ganar para perder. En tiempos en que las elecciones no determinan necesariamente cambios estructurales ni en la vida económica ni en los comportamientos, las PASO 2019 entrañaron un plus: expresaron una vitalidad extraelectoral.
Los cuatro años del macrismo fueron una contrarrevolución por una revolución que no vivimos. Desde las editoriales del diario La Nación, en tiempos en que el kirchnerismo ya no apostaba fuerte, seguían insistiendo en llamar “montonero” al último gobierno de Cristina Fernández, colocándole un techo (o una pared) a cualquier horizonte por izquierda.
De hecho, la propia ex presidenta parecía coincidir con el machaque del diario conservador, cuando se le escapó en un discurso que “a la izquierda está la pared”. Tras la primera de una serie de movilizaciones masivas críticas, incluso detractoras de su gobierno, entre fines de 2012 y comienzos de 2013, Horacio González publicó un breve texto en que intentaba explicarse lo que pasaba con esas difusas multitudes –eso hacía el gran Horacio, compartía sus intentos por explicarse los dramas nacionales, antes que explicarle al resto desde un supuesto saber.
En un pasaje se dejaba sorprender por las desmedidas reacciones de los manifestantes (presuntos o potenciales lectores de esas editoriales) ante “Un estilo reformista moderado…”, según definía al gobierno del que, no sin autonomía, formaba parte como director de la Biblioteca Nacional. El lunes, tras la elección, Rubén Mira exclamó: “¡La derrota empezó después de las PASO de 2019!” Derrota antes de la derrota, la gestualidad del candidato victorioso entonces prefiguró la actitud del gobierno antes y durante la pandemia. Desaceleración de lo que se había movilizado, convertida hoy en desmovilización y desconcierto; dinamismo de un frente con diversidad de actores, convertido en loteo estático entre sectores; composición social efervescente taponada por la rosca de siempre.
Desde el momento en que se decidió (antes de la pandemia) desconocer el default en el que el gobierno de Macri había dejado la economía argentina, hasta la insólita marcha atrás con el proyecto de recuperación de los activos que la empresa Vicentín había burlado al Banco Nación, el discurso de la derrota tomaba la forma del realismo político más chato, posibilismo, entrega de terreno anímico y de vitalidad política a la contrarrevolución (sin revolución previa) que nunca dejó de operar.
¿Es mejor negociar una deuda impagable con el FMI en estas condiciones que haber comenzado el período de gobierno con un default adjudicado a la degradante experiencia política que lo precedió (esa sí, una pesada herencia)? ¿Realmente alguien cree que no se pudo avanzar con un proyecto que transformara en bien común una empresa dedicada a la fuga de divisas, al contrabando y a estafar al Estado y a los productores, porque un grupo de habitantes de un ignoto pueblito santafecino hizo el ridículo en las callejuelas en que suelen murmurar a diario?
La experiencia política kirchnerista, entre otras cosas de diversa importancia y tenor, nos dejó un axioma: el costo político no es directamente proporcional a la profundidad de las políticas. Se puede observar que un gobierno de origen electoral popular, aunque concesivo, negociador y hasta claudicante en muchos aspectos, se expone per se a una serie de costos. El conglomerado de poderes fácticos y una importante porción de la sociedad son capaces de inventarle el rasgo izquierdista, el secreto populista o de cargarle la corrupción estructural a su sola cuenta; estigmatización que baja el piso de discusión. Desde un comienzo advertimos que el gobierno, con “imprudente prudencia”, iba a pagar costos por lo que tenía de emergente popular. Y pagó incluso por lo que no se animó a hacer.
Decíamos que el desafío pasaba por una convocatoria a apoyar medidas y articular acciones políticas que estuvieran a la altura de los costos que de todos modos se habrían de pagar. Lo expresábamos de la siguiente manera:
“En el Frente de Todos, las voces más prudentes insistieron desde el minuto uno en morigerar las expectativas y no fomentar la potencialidad de esos sectores reaccionarios de hegemonizar el escenario político. ¿Qué tal si invertimos la ecuación? ¿Qué tal si en lugar de insistir en planteos según los cuales es mejor no “hacer olas” para no despertar el enorme poder de facto de la Argentina, para no ponerse en contra a sectores clave de la economía, o para no pagar los costos políticos del caso, evaluamos los costos inevitables por el simple hecho de tratarse de un gobierno de origen popular y esgrimimos un estilo de acción política a la altura de esos costos? ¿Dicen que somos izquierdistas, que osamos cuestionar el endeudamiento y el pago sin más de una deuda ilegítima, que entre nuestras filas se habla de una reforma agraria actualizada, que nos parece razonable la expropiación de una cerealera para investigar e incidir sobre los costos de los alimentos, que pretendemos impulsar la estatización de los servicios públicos vilmente privatizados –y, para colmo, algunos desearíamos que la dirección fuera compartida con trabajadores y usuarios–, nos creen capaces de hacerle la guerra a la fuga de capitales y de tantas otras cosas más? Pues bien, mejor confirmar esos fantasmas antes que volvernos fantasmas de nosotros mismos…”
En esta elección quedó claro que lo único radicalizado en Argentina es la derecha, incluso que “la gente” no rechazaba necesariamente las posiciones inmoderadas. Por otra parte, la disputa anímica resulta capital en un tiempo de humor volatilizado que, pandemia mediante, extremó sus condiciones. El gobierno paga todo el costo, pero dentro del gobierno, ¿no paga La Cámpora por la reproducción conservadora de una vieja política reducida a toma y daca de cargos? Entre la moralina del renunciómetro de los ministros y el cinismo de los Larroque, que pretenden aleccionarnos tras la derrota brutal en su propio territorio (¿se sorprende de que, en un contexto de tomas de tierra, después de reprimir a los que no tienen nada no los voten?), el renunciamiento político aparece como “etapa superior” de una real politik arrogante. ¿Acaso Berni no iba a “contener” votos por derecha?
El pragmatismo bobo es, en realidad, un dogmatismo del poder. No sirve, no es práctico para los sectores que dice representar. ¿Dejarán que el presidente “se cocine en su salsa”? En los furiosos tres años que precedieron a la dictadura de la desaparición de personas se experimentó ese tipo de cocción: tras el golpe policial conocido como Navarrazo, que depuso en Córdoba al gobernador Obregón Cano (afín a la tendencia), fue el propio General quien hizo suya esa frase (“Que se cocinen en su propia salsa”). A su vez, tácitamente, los militares operaban con esa misma lógica, pero incluyendo a todo el peronismo y al país entero… hasta que el hervor les dio la señal para su entrada en escena.
Las derechas actuales, en condiciones claramente distintas, cuentan con esa posibilidad de dejar que se cocinen en su propia salsa los que, a su vez, se aplican esa fórmula entre sí. Como resultado de la renuncia a modificar una relación de fuerzas que se insistió era adversa, no se logró establecer una agenda a la altura de aquella plaza que lentamente se vuelve una postal lejana. ¿Otra lectura económica y social de la pandemia hubiera posibilitado una política que, al menos, resonara con aquella vitalidad, que no cejara en la disputa por la orientación del descontento?
Apenas terminado el conteo de votos, aparece la otra agenda, comenzando por el proyecto opositor presentado en el Senado, titulado “Fondo nacional de cese laboral”, para terminar con las indemnizaciones a trabajadores despedidos. ¿Se animarán ahora a avanzar con la reforma laboral que no lograron instalar mientras gobernaban? ¿Seguirá el gobierno insistiendo con imágenes de normalidad y ordenamiento ante una oposición que se robó las banderas de la rebeldía y la irreverencia? Tal vez, el enloquecimiento de los significantes no sea otra cosa que el reverso inmediato de un sentido saturado. Pero la batalla no es, como muchos piensan, comunicacional ni simbólica, sino anímica, corporal, fáctica. De lo contrario, aunque remonte los números para noviembre, el gobierno está condenado a una lánguida sobrevida.
De unas PASO a las otras, con la ASPO en el medio, el riesgo cambió de lugar, el miedo cambió de bando y la bronca de orientación. ¿De dónde obtener la fuerza necesaria para la audacia que el momento requiere tras el fracaso de la imprudente prudencia? El gobierno puede continuar la espiral entre parche y parche, o puede apoyarse en la diversidad de actores que lo fundaron, rescatar algo del entusiasmo de origen y apostar a medidas que requieran de amplias convocatorias.
Una Renta Básica Universal como nueva institución que se compruebe necesaria apenas aplicada, una problematización sobre la cuestión monetaria que rompa el statu quo financiero y bimonetario, un proyecto de redistribución de la tierra y gestación de nuevos hábitats que implique a los protagonistas, la apuesta a la revalorización de economías sociales, solidarias y populares, finalmente, la democratización de lo común cuando lo público estatal se queda corto… o bobo. Pero, justamente, eso no se le puede pedir solo a un gobierno, la exhortación nos devuelve a aquella plaza, nos obliga a un ejercicio, tal vez, contrafáctico para encontrar nuevos posibles en esta ensombrecida Argentina, a veinte años de 2001.
Artículo elaborado por Ariel Pennisi, del equipo del Instituto de Pensamiento y Políticas Públicas (IPyPP) de Unidad Popular, fundado por Claudio Lozano y coordinado por Ana Rameri. El PDF está disponible aquí.
¿Querés recibir las novedades semanales de Socompa?
¨