La caracterización del mal radical como una forma de locura o el delirio de un personaje histórico no sólo es errónea sino que resulta funcional al ocultamiento de la racionalidad extrema que hay sus crímenes.

Las películas malas y muy malas del género comercial “terror” funcionan usualmente como  una vía de evasión de los miedos reales:  En tanto existan monstruos, Freddies, vampiros cibernéticos sin una pizca de romance, marcianos asesinos y asteroides zoomorfos en curso de colisión con la Tierra, todo se pondrá bien al salir del cine.

A los estudiantes que  traen  comentarios sobre las películas del Loco de la motosierra y similares suelo recomendarles:

“Si realmente quieren sentir miedo vayan a ver Macbeth de Orson Welles. Después me cuentan si pueden dormir”.

Las caracterizaciones de los distintos fenómenos históricos del mal radical como formas de insania, delirios personales u otras psicosis son tan populares como erróneas. El sólo observar la fría racionalidad en la planificación y ejecución del Holocausto, su ajustado mecanismo de relojería con incontables actores participando en diferentes etapas del “procesamiento”, refuta toda atribución de “locura” o singularidad extraterrestre a Hitler.

Lo cual vale también para Leopoldo de Bélgica respecto del genocidio congolés, o para nuestra Patagonia, Asia Menor, Manchuria, y así hasta los bordes geográficos e históricos.

La ilusión demonstruo excepcional, inhumano, es tranquilizante; des responsabiliza a la especie por sus “aberraciones”

Parece que la verdad es justamente al revés.

Primero, porque  la ejecución del mal necesita de pretextos y banderas, ya que de otro modo el aparato psíquico no soporta ejercer el  daño sin invocar un bien superior.

Segundo, porque para llevar a cabo su tarea,  el verdugo necesita deshumanizar a la víctima.

Los infames que mataron a la niña Lucía Pérez en Mar del Plata, hace cuatro años, en una escalada de horrible crueldad tampoco son alienígenas. Si bien es entendible que, desde la subjetividad, los valoremos como monstruos, también es un error grave convertir la adjetivación emocional en una categoría de las ciencias sociales o jurídicas.

Al contrario, frente a crímenes como estos, siempre es necesario hacer el proceso inverso:

Identificar en la cultura, en los modelos arraigados de poder y subordinación, en los “permisos” para abusar o para ejercer formas “aparentemente inocuas” de violencia misógina, el contexto del que emergen – y en el que se nutren – los perpetradores.

De otro modo corremos el riesgo de que nosotros, los medios y hasta los operadores judiciales lleguemos a aceptar el desvarío de que, cuando maten a María o a Julia “solamente” de un disparo en la cabeza, hagamos la comparación para concluir que lo de Lucía “fue peor”.

No, toda forma de crimen repetido es peor, siempre.