Cuando la falta de coherencia puede ser un valor y uno se olvida de ella, aparece el parentesco de la película con parte de la poesía contemporánea.
Por pura curiosidad, por casualidad casi, me encontré en Netflix con Pienso en el final, que a priori estaba descartada de mi lista de “películas a ver”. Por las últimas que vi de Charlie Kaufman, me palpitaba un infumable ejercicio pretencioso, típico gesto vanguardista de neoyorkino cool, y una buena parte de las críticas me lo confirmaba, a la vez que otros hablaban de una genialidad del guionista de Quieres ser John Malkovich y director de Synecdoche, New York. Ni una cosa ni la otra, diría ahora: “me gustó”, diría, o, mejor, “fue una buena experiencia, que tal vez repita pronto”. ¿Por qué? Por lo que fui hallando, en principio en algunos de los largos y arbitrarios diálogos de Jake y Lucy en el auto que avanza entre la nieve, y más tarde en cierta inquietante “verdad” en el comportamiento de los personajes, sus actitudes, sus modos de relacionarse (no me refiero a la calidad de las actuaciones, de la fotografía y de la banda de sonido, aunque tiene que ver).
Nada que pueda fundamentar “objetivamente”, no puedo asegurarle a otro espectador que va a encontrar lo mismo, o que, si lo encuentra, va a interesarle. Puede que sí, puede que no. Que no sea objetivamente sostenible, sin embargo, no quita que la posibilidad de encontrarlo esté ahí, como estuvo en mi caso. Y no porque no me molestaran los guiños, las excentricidades, los golpes de efecto, algunos al menos. Si pongo en marcha mis dispositivos críticos, las objeciones serían unas cuantas: “proyecto fallido”, podría decir, pero negar por eso que “algo” importante me pasó sería mentirme. Fallido o no, me permití disfrutar lo que ese proyecto tenía para darme, si es que había algo. Y algo había, o hay, o eso sentí. ¿Qué? No solamente, pero sobre todo, frases, reflexiones sugerentes –se habla mucho la mayor parte del tiempo–, de esas que sintetizan algo que a uno le resulta valioso, que lo enfrentan a uno a alguna cuestión que merece ser pensada (atribuibles, tal vez, a la novela de Ian Reid en la que se basó la película): eso en el plano discursivo, y, en la acción dramática, la sensación de que se está haciendo evidente algo que de alguna manera uno ya sabe sin saberlo del todo, y que se juega en, por así decirlo, “lo existencial”: la evasiva trama de equívocos, hipocresías y modos de disimular la incapacidad de entender al otro que es propia de las relaciones entre los humanos, la inautenticidad que constituye nuestro más radical modo de ser, y también las maneras en que los humanos tratamos de, aun en esas condiciones, convivir, cuidarnos mutuamente, querernos. No es algo que se explicite mucho, excepto en el tramo que da título a la novela y la película: hablo de algo que se percibe en los actos, las miradas, los gestos, e inevitablemente uno relaciona con ocasiones que le toca vivir.
Lucy, que a veces se llama Amy o Louise, es estudiante de física cuántica, y en otros momentos bióloga, pintora, gerontóloga, poeta, mesera y crítica cinematográfica. Los padres de Jake son a veces ancianos decrépitos y en otros un señor y una señora maduros. Un largo soliloquio de la chica trascurre mientras baja varias veces un mismo tramo de escalera, como si ese tiempo tuviera una elasticidad infinita, y ¿qué diablos hace ahí el conserje del colegio al que Jake fue de adolescente? “Renunciá a esperar coherencia”: más de una vez me lo dije ante una película que me desconcertaba, y en general funcionó. Es la manera en que suelo disfrutar de la poesía, o al menos buena parte de la poesía actual: si vas a exigir coherencia te perdés lo mejor, en especial el disfrute de lo que no tiene por qué encajar, de lo que “simplemente está ahí”. Algo tendrá que ver, o no: no importa, en todo caso, explicarlo. A diferencia de la mayor parte de las notas a favor de la película, que tratan de ofrecer una explicación coherente (que todo es imaginación de Jake, por ejemplo, o del conserje), lo que me interesó es “ver qué hay”. ¿Es delirio o realidad eso que veo? Lo único seguro es que lo veo, y no es poco.
El adjetivo “surrealista” suele aparecer cuando se describen las películas de Kaufman, y algo en este caso hay cercano a cierta lógica de algunas vanguardias del siglo XX, que, cuando no es mero pretexto para la chantada, abre camino al delicioso trabajo de poner a jugar la inteligencia, la imaginación y la sensibilidad en los encuentros fortuitos de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección. Puede que haya incidido “Bonedog”, el tremendo poema de la canadiense Eva H.D., que, cerca del principio, Lucy recita de un tirón, como si fuera suyo. No digo que sea una clave, y si lo fuera no me interesa. Lo cierto es que, al dejar de esperar una trama organizada como piezas de un rompecabezas o como pasos de una hipótesis científica, cada momento –cada pieza– empezó a valer por su singularidad, sin que por eso uno deje de alguna manera de relacionarla con el resto, por más incomprensible que sean esas relaciones. ¿Bastaría todo eso para decir que esta es una buena película? No sé. ¿Importa mucho? Sí sé que, en lugar de andar buscando cómo uno etiqueta o en qué casillero ubica eso que ve –o escucha, o lee–, prefiero verlo nomás, así como viene, y a las consideraciones dejarlas para después, en lo posible. Nada que ver, aclaro, con el democratismo berreta o cambalache discepoliano del todo vale, eso de que “el artista tiene derecho a hacer lo que se le cante”: si uno lo piensa en serio, es más bien lo contrario