De pronto, se instaló la expresión “barrios populares”. La usan los medios, el oficialismo y la oposición como una forma de nombrar lo que hasta ahora eran villas o asentamientos. Hasta que no cambien las cosas,  es solo una forma políticamente correcta de poner distancia con la realidad.

Un alumno –un hombre mayor con problemas para escuchar- me comentó en una oportunidad: “Estoy podrido de que mis nietos me digan que soy hipoacúsico. Prefiero toda la vida que me digan que soy un sordo de mierda.” Lo que probablemente percibía es que aun con su carga negativa había una corriente afectiva en que se lo nombrara como “sordo” y que estaba ausente por completo en “hipoacúsico”.  Que en la palabra misma había una distancia irremontable.

En Roberto Arlt abundan los personajes con esos epítetos. El Rengo, en El juguete rabioso, La Coja y La Bizca, en Los Siete Locos, El jorobadito. Eran los “marcados por Dios”, o sea aquellos que tenían inscripta una señal en el cuerpo y eso hacía que se diferenciaran del resto. Los otros personajes de Arlt van a buscar esa diferenciación en el delito, la traición, el atentado anarquista, la conspiración. Un hecho que deje marcado al sujeto para siempre, pero esta vez no como un designio divino sino por propia elección. Se es diferente saliendo de la sociedad de los hombres, se atraviesa una puerta que no se ha de volver a traspasar. Una forma rara de la utopía, entre corajuda y resignada.

Lo que se pretende decir con esto es que las palabras no mantienen una relación de indiferencia con aquello a lo que nombran. Es justamente esa indiferencia la que suele atravesar lo que se da en llamar lenguaje políticamente correcto que, eso sí, tiene la ventaja de no diferenciar, todos los hipoacúsicos pertenecen a un colectivo, lo mismo ocurre con quienes tienen capacidades diferentes. No se los señala, se los integra. De todos modos, es una integración que surge de afuera, alguien habla de ellos, ellos no se nombran de esa manera, como ocurría con el alumno que pretendía que se le dijera “sordo”. La cosa puede ser incluso más compleja. Una persona que trabajaba en casa me contó que era “víctima de violencia de género”. Esta forma de autodescribirse le permitía no sentirse un caso aislado, formaba parte de un grupo que podía defenderse contra abusadores, violentos, golpeadores. Incorporarse a ese grupo era una forma de abrir una puerta que tal vez, si se viviera a sí misma como un caso individual, permanecería cerrada. Lo cual no quita los golpes recibidos en el cuerpo pero permite tratar con ellos.

Cuando esta forma del lenguaje se traslada al mundo de lo social, la cosa se empantana. “Gente que vive en situación de calle”. Eso presupone que es un estado transitorio, lo que casi nunca se cumple. Es la promesa de un cambio que no llega. Por otro lado, desplaza el acento de “calle”, que es efectivamente donde vive esta gente, a “situación”, que funciona como una transición aunque nunca se sabe hacia dónde.  No hay un futuro de “gente en situación de vivienda digna”. Por otro lado, se simplifica un problema complejo. Porque se lo reduce a la cuestión de la pobreza. Duermen en un Banelco porque no tienen un lugar donde vivir. Esto es una verdad a medias. En la gente que vive en la calle confluyen la pobreza, el desarraigo, la marginalidad y una incapacidad de adaptación a las reglas sociales. Denuncian que algo no funciona.

En estos momentos se habla, y mucho y desde distintos sectores, de “barrios populares”. La expresión se las trae. En una época se denominaba así a barriadas de obreros o de clase media baja –casi todos propietarios de sus viviendas- en las que la regla era la sociabilidad y la confianza mutua. Ejemplos: La Boca, Avellaneda, Liniers. Esto como opuesto a los otros barrios, Recoleta, Barrio Norte, donde la regla era la indiferencia y el individualismo. Mitologías, sin duda, pero también con eso se arma la realidad. Y, como terceros excluidos, estaban las villas miseria. Allí vivían los desclasados, los informales (gran parte del personal doméstico –como sigue sucediendo hoy-vive en villas), los marginales y aquellos que podían resultar peligrosos.

Villa miseria –con toda la carga despectiva con que a veces se las nombraba- es un retrato más fiel que “barrios populares” de lo que ocurre en la 1-11-14, en Itatí o en Villa Azul. Allí el futuro no existe y el villero tiene solo dos maneras de trascender ese espacio –la delincuencia o morirse por alguna peste, de diferenciarse a la manera de Arlt. Mientras tanto todo es puro presente y villero se va constituyendo en una identidad, un tanto difusa pero permanente, que se revela en expresiones como “curas villeros” o “cumbia villera” adoptadas por los propios habitantes de los asentamientos.

Se podría entender que quienes hablan de “barrios populares” buscan no ofender a quienes viven allí. Pero ¿cuánto cambia eso las cosas? ¿No implica ocultar lo que ocurre en esos lugares? En los antiguos barrios populares no había hacinamiento, no faltaban ni el agua ni las cloacas y no eran guaridas de narcotraficantes.  A veces da la sensación de que las palabras se usan como guantes esterilizados para acercarse a las cosas. Quien los usa protege pero a la vez se protege. Si lo de barrios populares sirve para que la realidad cambie, bienvenido el eufemismo. Pero no dan las cosas para el optimismo.